jueves, 24 de septiembre de 2015

APÁRTATE DE MI, SATANÁS







 por Antonio Caponnetto


El siguiente artículo forma parte del libro de reciente aparición: Francisco. Antología. Significativas declaraciones de personalidades del mundo católico sobre el actual pontificado (Buenos Aires, Santiago Apóstol, 2015).


NOTA SYLLABUS: Quizás convenga acotar al interesante artículo del Dr. Caponnetto, que no deberían dejar de notarse dos omisiones que nos parecen pueden completar el mismo, pues de otro modo ciertas cosas que se eluden tornan más extemporáneo al personaje analizado, como si no se tratase en verdad de la cereza del postre de la conspiración anticristiana de muy larga data. La primera es que no se menciona en absoluto al concilio Vaticano II, la gran revolución en la Iglesia de la que es hijo absoluto Jorge Mario Bergoglio. El resto de su conformación caracterológica se lo da su pertenencia a un determinado medio geográfico donde la politiquería de la “viveza criolla” le permitió trepar posiciones con un éxito notable. Del mismo modo el confrontar las doctrinas de Benedicto XVI y de Francisco como si fueran opuestas, es otro error en que recaen algunos, cuando ciertamente el mismo Ratzinger ha sido otro hijo de la herejía modernista, dispuesto a aplicar a rajatabla el maldito concilio. Así es que los anteriores pontífices han sido precursores de quien lo único que está haciendo es llevar hasta las últimas consecuencias la falsificación de la Iglesia comenzada por el Vaticano II. Es claro que las notorias diferencias se deben a que Ratzinger y demás vivieron la Iglesia pre-conciliar y algo por lo menos en su juventud absorbieron de los restos de la Tradición católica, mientras que Bergoglio sería el primer Papa (en caso de que lo sea) que nunca ha celebrado la Misa tradicional, pues se ha formado completamente en la neo-religión de esa enfermedad llamada Modernismo. Esto lo hace absolutamente idóneo para su trabajo destructivo, a diferencia de sus predecesores que podían conservar algún apego nostálgico o reparo en cuanto a cuestiones sobre todo de moral, lo cual les valió la crítica de los más progresistas en la iglesia conciliar. Esto con Francisco no ocurre pues parece no tener límites. Su propio comportamiento careciente de toda seriedad y compostura hacen pensar en una impostura formidable, como no hubo nunca antes.
Lo segundo que se quiere decir tiene que ver con la mención que se hace en el artículo de aquella huida de Roma de Pedro, en el año 64, nuevamente por temor, y la aparición de Nuestro Señor en el camino, con el inolvidable diálogo que recuerda la poesía y la pintura admirablemente, tras lo cual Pedro dio media vuelta y regresó determinado a aceptar el martirio. Y decimos que no podemos dejar de considerar que ha habido otra huida, quizás quepa decir semi-huida, recientemente, por parte de Pedro. Nos referimos a Benedicto XVI, que huyó pero decidió quedarse en Roma, en gesto nunca visto en la historia de la Iglesia. Por lo cual no es aventurado, ni mucho menos, sostener la hipótesis de un papa verdadero en Roma y un papa falso o anti-papa en Roma. Sobre todo teniendo en cuenta que la aceptación de Francisco no es unánime, sino que la controversia, las sospechas, las conjeturas, las investigaciones de muchísimos católicos en todo el mundo se dirigen en ese sentido, lo cual la presencia de otro papa en Roma no deja de acrecentar. Por lo tanto esta situación inédita en la historia merece ser considerada como parte del misterio de iniquidad que no estamos en condiciones de sondear en su profundidad, pero que no se debe soslayar, pues algún motivo tiene Dios para permitir tal insólita situación que desconcierta. Por supuesto, Dios tiene la última palabra.

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La escena, no por muy conocida, deja de causarnos asombro y sobresalto. Nos la cuenta San Mateo en el capítulo dieciséis de su Evangelio. 

Ya estaba Jesús en Cesárea de Filipo, cerca del Mar de Galilea y al pie del monte Hermón. Ya había multiplicado panes y peces, y había rebautizado al pescador Simón llamándolo Pedro, ofreciéndole a la par la jefatura visible de la Iglesia y las llaves del Reino (Mt.XVI,13-20). Los grandes manantiales que alimentan al río Jordán hacían llegar su música, como un laúd inmenso con encordados de agua.

De pronto, el Señor anuncia su inminente pasión, y los muchos sufrimientos y suplicios que el trance le acarreará. El relato, por cierto, debió ser estremecedor e hiriente. Tanto, que movido por un impulso entre oscuro e insondable, mezcla de cielo y de azufre, Pedro lo aparta de la escena a Jesús, lo conmina a retirar lo dicho, asegurándole que nada malo de cuanto anuncia podrá sucederle a Él.

La respuesta y la reacción de Cristo ha pasado a la historia, y no debemos olvidarla jamás: “¡Quítateme de delante, Satanás! ¡Un estorbo eres para Mí, porque no sientes las cosas de Dios sino la de los hombres” (Mt.XVI, 22-23). Y abruptamente le cortó la palabra y le clavó la vista.

No le han faltado exégetas a este párrafo crucial –que vuelve a aparecer en Marcos VIII, 33- y comparando traducciones de reconocidas ediciones católicas de la Sagrada Biblia, concuerdan los principales intérpretes en que el verbo utilizado por el Señor para ordenarle a Pedro que se retirara de su vista es el mismo que utilizó en los exorcismos y en las duras tentaciones del desierto[1] . Con lo que queda abierta la posibilidad de que, en aquellas aciagas horas de prueba, el mismísimo Satanás hubiera podido apoderarse, siquiera fugazmente, del noble y rudo corazón de Pedro.

Monseñor Straubinger sostiene que Pedro no llegó a comprender entonces la verdadera misión mesiánica del Maestro, estando su amor en un estadio meramente sentimental. Emocionalismo de pescador hidalgo cuanto rústico, al que le faltaba aún la purificación del entendimiento que le traería el Paráclito con su fuego vivificador. Y un severo cargo le agrega: le faltó espiritu sobrenatural, de allí la airada pero justiciera admonición de Jesucristo, llamándolo con la crudeza con que lo llamó [2].


El ilustre Cardenal Gomá, por su parte, nos narra así el crucial episodio: “Indignóse Jesús y rechazó a Pedro, como se repele a un mal consejero […]. El momento es de fuerte dramatismo; rompe a hablar Jesús, increpando duramente al temerario apóstol. Conminó a Pedro diciendo las mismas palabras que en otra ocasión dijera a Satanás en el desierto, cuando se empeñaba en que no cumpliese la voluntad del Padre: ¡Quitáteme de delante, Satanás; apártate de mi presencia, porque secundas la voluntad de Satanás […]. Vete detrás de mí, porque me eres escándalo, me estorbas en la ruta que el Padre me tiene trazada […]. Porque no entiendes las cosas que son de Dios, sino las que son de los hombres”[3].

Retratados quedan los perfiles esenciales que hicieron merecedor al mismo Pedro de volverse aliado del Maligno; y en consecuencia estorbo y escándalo para el Redentor. No se puede entender las cosas de los hombres a expensas de las cosas de Dios; y para entender rectamente las primeras han de estar ordenadas a las segundas, conforme a la sempiterna enseñanza que nos legaría después el apóstol San Pablo (I Corintios, III, 21): “todas las cosas son vuestras, pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios”.

Al magisterio de Benedicto XVI llegó la preocupación por esta encrucijada de la vida de su primer predecesor. Para él, lo sucedido a Pedro acontece cada vez que “no se razona según Dios sino según los hombres”. Porque “pensar según el mundo es dejar aparte a Dios. Por eso Jesús le dice unas palabras particularmente duras: ‘¡Aléjate de mí, Satanás! Eres para mí piedra de tropiezo’”[4]. Estorbamos a Dios –tengamos la jerarquía que tengásemos en la Iglesia- si nuestra forma mentis es antropocéntrica antes que teocéntrica. Mutación del orden de las predilecciones de la que se sirve Lucifer, otrora y ahora, aunque prelados como Kasper o Lehmann prefieran hablar de la liquidación del diablo en su nouvelle théologie.

Insiste Benedicto con el tema. “Pedro quiere un Mesías que realice las expectativas de la gente”. “Expectativas demasiado humanas”, pero que “la respuesta de Jesús echa por tierra, a la vez que lo invita a convertirse y a seguirlo. ‘Ponte detrás de mí, Satanás, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres’ (Mc.VIII, 33). No me señales tú el camino; yo tomo mi camino y tú debes ponerte detrás de mí”[5].

Y una vez más se ocupará del espinoso punto, en esta ocasión acaso dándonos una pista hermenéutica mayor. La actitud de Pedro, en aquella circunstancia preternaturalmente intranquilizadora, “se trata todavía de una confesión puramente judía, que interpreta a Jesús como un Mesías político, según las ideas de la época[…].Una intervención a la que Jesús –como hiciera cuando Satanás le ofreció el poder- responde con un brusco rechazo: ‘¡Quítate de mi vista, Satanás!. Tú piensas como los hombres, no como Dios’”[6].

Capital distinción la que nos deja planteada Benedicto XVI, entre un mesianismo carnalista, al modo hebreo, y el verdadero mesianismo que trasciende la carne y la sangre para aposentarse en el Espíritu. El primero facilita la acechanza satánica. El segundo es vehiculo de la Salvación. Podríamos invertir los términos y llegaríamos al mismo puerto comprensivo: cada vez que se piensa como los hombres y como el mundo; que se intenta congraciarse y congratularse de lo demasiado humano y mundano. Cada vez que a Dios se le pide comportamientos carnales, no martiriales, el viejo y gastado tronco del fariseísmo gana su tenebrosa batalla. La Iglesia se enferma, deducirá Castellani.

Si nos vamos a las antiguas fuentes de la pedagogía cristiana, la comprensión substancial del tema no varía. Para San Hilario, por ejemplo, el gesto de Pedro sólo fue posible, por “el instinto de las mañas del diablo” que se aposentó en su atribulado pecho. San Jerónimo, por su parte –que como todos exculpa a Pedro de cualquier intención dolosa- sostiene que, a pesar de la rectitud de sus intenciones, mereció la categórica reconvención del Señor. “porque la palabra Satanás significa adversario o enemigo”, y en aquel difícil percance, el buen apóstol se alineó en el campo enemigo y hostil a la misión redentora de Cristo. El Crisóstomo escribirá que “Pedro perdió su estabilidad”, y Teófilo que no conocía sino carnalmente lo que es humano. Sintetizando la incógnita Santo Tomás nos explicará que Pedro dio escándalo con su ignorancia y su actitud acorde, porque “Él llama escándalo para Él a todo discípulo que peca, como decía San Pablo (Corintios 11): ‘¿quién es escandalizado sin que yo sufra’?”[7]. Cuidado entonces con aquella enemistad que puede empezar con las más promisorias intenciones pero que fuera de cauce y de quicio- acaba prestando un servicio al Enemigo por antonomasia.

Por fin, si algún epítome transfigurado de belleza se busca del mistérico e ilustrativo pasaje, allí está el Sermón 330 de San Agustín. Contemplemos su gráfico estrambote: “escuchasteis lo que respondió el bienaventurado Pedro al Salvador, que le anunciaba su pasión por nosotros y en cierto modo la prometía. El cautivo contradecía a su redentor. ¿Qué haces, oh apóstol? ¿Cómo le contradices? ¿Cómo dices: Eso no acontecerá? Entonces, ¿no ha de sufrir la pasión el Señor? La palabra de la cruz es escándalo para ti; es necedad para los que se pierden. ¿Necesitas ser redimido y contradices a quien va a pagar tu rescate? No quieras enseñar a tu maestro; busca tu precio, salido de su costado. Escúchalo, más bien, tú cuando te corrige; no quieras corregirlo a él; está fuera de lugar, es alterar el orden. Escucha lo que le dice: ¡Aléjate de mí! Como él lo dijo, yo lo repito; ni callaré las palabras del Señor ni hago injuria al apóstol. Cristo el Señor dijo: ¡Aléjate de mí, Satanás! ¿Por qué Satanás? Porque quieres ir delante de mí; pues, si vas detrás, me sigues; si me sigues, tomas tu cruz, y, en vez de ser mi consejero, serás mi discípulo”[8].

La vigencia del drama

No escapará a la acuidad del lector, que hemos comenzado considerando este misterio de un Pedro llamado Satanás por Cristo, precisamente porque creemos que la descorazonadora historia se está repitiendo hoy. Con Francisco como protagonista y responsable del trance escandaloso, usando el término en su sentido más apropiadamente teológico.

Dos años largos corren ya de su pontificado y la crónica de la desolación acrece día a día. A veces, sin hipérbole, hora tras hora de una misma jornada. Son muchos los católicos autorizados y contritos –perplejos sino atónitos- que llevan la crónica de sus desafueros doctrinales, de sus juicios erráticos, de sus enseñanzas equívocas, de sus heterodoxias múltiples, de su predicación heretizante, de su sincretismo extremo, de su irenismo atroz, de su liturgismo horizontalista, de su ecumenismo nivelador, de su humildad sobreactuada. Sí; también esto último. Porque es de suponer que de San Ignacio debió captar que el primer grado de la humildad[9] es el martirio causado por ir contracorriente del mundo, a causa de no querer pecar. Y no llevarle un emparedado a un soldado de la Guardia Suiza, mientras decenas de cámaras registran y publicitan el inusual episodio.

Son muchos -e insistimos, ya no feligreses de a pie o rebeldes destemplados, sino representantes de la mejor intelectualidad católica, del resto fiel de la Jerarquía y de bautizados leales- los que no pueden salir del desconsuelo y del asombro, y aún, en ocasiones, de la indignación, al constatar el pertinaz desapego por la Verdad que manifiesta el Obispo de Roma. Sea que hable de Dios, de cristología o de eclesiología; de los novísimos o de la gracia; del judaísmo, de las religiones falsas y hasta de las sectas, de los consejos prácticos para el buen vivir y aún de moral conyugal; de cuestiones fundamentales y básicas de la familia, del vicio nefando de la sodomía; del pecado en general, de los sacramentos, de la educación y de la vida religiosa. Todo; absolutamente todo lo que roza, con una facundia sin pausas para el silencio engendrador de la palabra luminosa, lo aborda dejándonos el regusto amargo del yerro, o del límite con el dislate, o de la innovación confusa, o de la disolución dogmática, o del contubernio con los enemigos de la Fe, o de la insolvencia intelectual, o –digámoslo todo- de la insensatez y la herejía.

Puede violentar esto último, y a nosotros mismos nos lacera escribirlo. Pero ocurre que el 23 de mayo de 2015, la diócesis de Phoenix, en los Estados Unidos de Norteamérica, convocó a una jornada de encuentro y oración con pastores de grupúsculos evangélicos –de los mismos que Francisco no trepida en recibir bendiciones con gestos de inclinación o de genuflexión plena- y a los escasos minutos de hacer uso de la palabra sostiene que “le viene a la mente decir algo que puede ser una insensatez o una herejía”. Y lo que dice, en efecto, mezcla inarmónicamente ambas cosas. Compruébelo quien lo desee[10].

Pero aunque nada de esto hubiera proferido, el sentido común reclama sus fueros para preguntarse entre quebrantos: ¿qué hace entreverado con cismáticos de larga y penosa data, ofreciéndoles unidad de sangre, juntura fraterna y unciones reverentes, quien se supone que debería estar allí para convertirlos, testimoniando la Fe Verdadera, fuera de la cual no hay salvación? ¿Cómo es posible que, con acento urgido, les proponga la convivencia de credos, confrontando dialécticamente a los teólogos con el Espíritu Santo, porque “si esperamos que los teólogos se pongan de acuerdo, la unidad recién se va a lograr al día siguiente del Juicio Final”? ¿No tiene acaso esta referencia parusíaca un parafraseo paródico del ut unum sint pronunciado por Nuestro Señor (Jn. 17,11-19)? ¿No confía él mismo en teólogos como Kasper, a quien pondera de modo ostensible, sin reparar en que no pocas de sus páginas están totalmente reñidas -esas sí- con los dones del Espíritu Santo?

¿Cómo es posible que indistinga a sabiendas a “evangélicos, ortodoxos, luteranos, católicos, apostólicos”, como indistinguió a "Jesucristo, Mahoma, Jehová, Alá [pues] estos son todos los nombres utilizados para describir un ente que claramente es el mismo en todo el mundo”?[11] ¿Cómo es posible, al fin, que si constata que le viene a la mente algo que puede ser insensatez o herejía, no sólo no reprima o controle sus dichos en atención a su grave investidura, sino que no ofrezca después la reparación de la ortodoxia y de la definición firmísima? Por el contrario, y él mismo lo ha dicho, parecería disfrutar retratándose “medio incosciente”, con una “inconsciencia que lleva a veces a ser temerario”[12].¿No se da cuenta de que, cada vez que habla, tienen sus voces una resonancia universal, por razones obvias y aún pese a sí mismo, y que no puede darle a sus comentarios el tono de esas charlas de café, a las que aludía Ramón y Cajal?[13].

Ni el mismo Sacramento de la Eucaristía lo detiene en su temeridad de hablar “lo que le viene a la mente”, sin medir las consecuencias de cuanto dice. Nos lo hacía notar uno de nuestros entrañables maestros mientras redactábamos estas líneas. En el Angelus de domingo 7 de junio de 2015, Festividad de Corpus Christi, sostuvo Francisco que “con este gesto [el de tomar el pan y decir ‘esto es mi cuerpo’] Cristo le asigna al pan una función que no es más la de un simple alimento físico sino la de hacer presente su Persona en medio de la comunidad de los creyentes”. Si lo que cambia es la función; la función o potencia para la operación pertenece a la categoría de accidente, no a la de substancia. Ergo, las palabras de Cristo –y la de los sacerdotes que las repiten en tanto alter Christus- no obrarían un cambio de substancia o transubstanciación, sino un cambio meramente accidental. Nada más y nada menos que lo contrario de lo que enseñó la Iglesia durante veinte siglos.

Para mayor confusión agregó Francisco en la misma homilía de Corpus que “el Cristo que nos nutre bajo las especies consagradas del pan y del vino, es el mismo que nos viene al encuentro en los acontecimientos cotidianos; está en el pobre que tiende la mano, está en el sufriente que implora ayuda, está en el hermano que demanda nuestra disponibilidad y espera nuestra acogida”. No son homologables estos modos de presencia real de Nuestro Señor –el sociológico y el sacramental, digámoslo así- pues ninguno de aquellos modos, por valiosos que sean y lo son, pueden parangonarse con la Eucaristía. Para comprender cuanto decimos ni a Trento o a Nicea hay que remitirse, ni a ninguno de los autores “restauracionistas” frente a los cuales, ya se sabe, Francisco ha manifestado sus reticencias. Baste releer la Mysterium fidei de Paulo VI.

Por si no fuera ya demasiado abrumador el panorama descrito, el mundo acaba de celebrar gozoso la aparición reciente de la Laudato si, la carta encíclica de Francisco subtitulada sobre el cuidado de la casa común. El respeto intelectual y la humana prudencia invitan a no despachar en un párrafo liviano lo que debería ser objeto de cuidadoso análisis. Lo admitimos. Como admitimos también, de buen grado, los aspectos lúcidos y veraces que el texto contiene y ofrece. Pero si se nos permite un juicio en epítome, movido por la perentoriedad, el mismo no puede sino ser altamente negativo y angustiante. 

Porque más allá de las jocosidades que el documento ha suscitado –al ocuparse de cuestiones baladíes como el uso de los calefactores o el apagado de las luces innecesarias-; más allá incluso de las obviedades presentadas como grandes categorizaciones científicas, y de las concesiones múltiples a la semántica gnóstica de las corrientes verdes emparentadas con la New Age. Más allá del sincretismo desolador que recorre sus páginas, todo indica que Francisco ha querido dar a conocer una especie de neo-cosmogonía, que ya no es, por cierto, la de la tradición católica.

En esta neo-cosmogonía la tierra resulta una madre cuasi deificada, frente a la cual pecan los hombres que la destratan o descuidan. La expiación y la redención de este pecado contra la tierra, exigen una conversión ecológica y un salvador ecológico. El cual –entre otros dones- deberá tomar las formas de una Autoridad Mundial, paterna, vigilante y correctora a la vez. Lo paródico vuelve recurrentemente por sus fueros en el magisterio bergogliano. Y aterra, para ser francos, hasta dónde puede avanzar este magisterio por el sendero de la paráfrasis, el simulacro, la mascarada o el remedo. ¿Cómo no llorar de desconsuelo y reír a la par de risa agitada y convulsa, al saber que la Iglesia viene de ser diagnosticada por los papas precedentes como la barca que hace agua por los cuatro costados o el lugar en que la cizaña parece prevalecer por sobre el trigo; y ante semejante desenlace, que bien puede ser un inequívoco signo parusíaco, el actual pontífice, en vez de preparar a los fieles para la Segunda Venida, tenga por deber prioritario advertirlos sobre los riesgos del calentamiento global o del reciclado del material plástico?

Se necesitaría la pluma y el genio de Rubén Darío para reescribir Los motivos del lobo ante la Laudato si. Porque en rigor, más incentivos al lobo que al buen pastor pueden proporcionar las páginas de esta extraña e inquietante encíclica.

Como lo anticipábamos antes, no conviene seguir con la crónica desgarradora de estos males en los que Francisco nos envuelve y arrastra. Y no porque no se necesiten cronistas de la crisis, o si se quiere, de la apostasía, sino porque parécenos más importante que registrar la letra de este mal enorme, el desentrañar su espíritu. Sólo así podremos abrigar la esperanza de hallar la salida.

Y ese espíritu que informa tamaño desquicio es el que explicamos al principio. El de un Pedro llamado Satanás, porque carece de una mirada sobrenatural de las cosas, porque busca conformarse primero a los hombres y al mundo que a Dios, porque lo mueve el sentimentalismo antes que la razón iluminada por la Fe, porque prevalece en él el extravío judaico al que se rinde y le rinde vasallaje; porque, en definitiva y por todo ello, se comporta como un estorbo y un tropiezo para Jesucristo.

Los argentinos tenemos además una involuntaria ventaja para sostener esta desgarradora hipótesis sobre Francisco. Ventaja sin mérito alguno, que a veces no atinan a valorar en su justa medida los observadores extranjeros, tomándonos por exagerados. No nos viene de ningún talento especial esta ocasional y no buscada perspicacia sobre la Iglesia y su actual pontífice, sino del simple hecho de conocer al personaje al desnudo, de entrecasa y durante largo tiempo. De conocerlo en su medio y en su real talante. Sólo para nosotros, por ejemplo, cobra un patético y aterrador sentido verlo al Cardenal Bergoglio recibir en la Santa Sede a la hez de la política y de farándula nativa. Y recibirlos a sus integrantes, no como a pecadores públicos a los que se reconviene con caridad y energía, sino como compinches de correrías pasadas, de amicales relaciones presentes y de trabajos futuros en común. Sólo para nosotros ese desfile impúdico de depravados vernáculos de todo jaez, nos llena el alma de una particular amargura, nos solivianta e irrita de un modo particularmente concreto y vívido. Porque ningún correctivo o pedido de enmienda hay para ellos, sino por el contrario, las ternezas de un compañerismo que irrita y subleva; el plebeyismo y hasta la vulgaridad en el trato, que han ganado triste carta de ciudadanía en estos lares argentos, y ahora vemos exportado nada menos que a Roma.

Dicen que en la tumba de Roberto Pecham un católico perseguido por Enrique VIII, se puede leer este epitafio: “Aquí descansa Roberto Pecham, un inglés católico, que, al separarse Inglaterra de su Iglesia, abandonó su patria, porque no podía allí vivir sin fe; vino a Roma, y murió, porque no podía vivir aquí sin su patria”. A los argentinos católicos, a partir del ascenso al Papado del Cardenal Bergoglio, deberían escribirnos en nuestras lápidas, algo más o menos similar: “Aquí descansa Fulano, un argentino católico que, al separarse Argentina de la verdadera Iglesia que le dio el ser, abandonó su tierra, porque no podía vivir sin patria; vino a Roma, y murió, porque no podía vivir aquí sin su Fe”.

Agréguese a lo dicho –esto es, a la particular percepción argentina de la crisis eclesial que padecemos- la mitología urbana de la modestia del Cardenal Bergoglio, alimentada de tal modo aquí, en Buenos Aires, y exportada ahora acullá, tras el Atlántico, que aún en lo que la misma leyenda pudiera tener de cierto, el abuso de la misma ya tiñe todo de sospecha y de caricatura. Nos resulta difícil no asociar el punto a la escena tercera del Fausto de Christopher Marlowe, cuando Mefistófeles se le hace presente al protagonista central de la novela, y éste no acabando de creerle que se trata de un demonio, le pide que se retire y que retorne vestido de franciscano, porque sería la forma sagrada con que mejor podría el diablo ocultarse y manifestarse a la vez. Todo, en suma, nos remite, una vez más, a la circunstancia de Cristo gritando su inmortal ¡vade retro! a quien entonces lo merecía.

¿Quo vadis Domine?

Pero la historia de Pedro –bien lo sabemos- no acaba con un Cristo transido de comprensible ira llamándolo demonio, ni con el gallo tempranero que atestigua su deserción, ni con las debilidades de hombrón elemental, precipitado y bueno. Acaba en el triple examen del amor aprobado con holgura; en la confesión plena y categórica de que Jesús es el Dios Verdadero; en su Cátedra de la Unidad erigida, precisamente, contra el diablo que ronda con voz rugiente buscando a quien devorar (1 Pedro 5,8). Acaba con esas misivas iluminantes escritas a los fieles del Ponto, Galacia Capadocia, Asia y Bitinia. Acaba con su pontificado de largos y fecundos lustros. Acaba, al fin y para su gloria, con la santidad y el martirio.

Una noche del año 64 le volvió el miedo y sintió el humano horror ante la posibilidad de que lo mataran. El mismo rechazo al sufrimiento y al suplicio que años atrás lo había movido insensatamente a querer corregir la vocación del Mesías. Decidido a fugarse, habrá puesto en la alforja algún mendrugo leve y comenzó su huida, sobresaltado, por los pedregales de la Via Appia. 

La poesía –que desde Aristóteles sabemos que es más verdadera que la historia- cuenta que en medio de la desbandada se le apareció Jesucristo, con una cruz inmensa sobre uno de sus hombros. El diálogo del camino entre los dos ya es parte sustantiva de nuestra catequésis. “-¿Adónde vas, Señor?; -Voy hacia Roma, a hacerme crucificar de nuevo”.




El óleo de Annibale Carracci, expuesto en la National Gallery de Londres, retrata la legendaria escena mostrando un Cristo vigoroso y macizo, señalando con la diestra la Roma hacia la que se encamina; pero nos permite ver a un Pedro que se inclina y se ataja a la vez, con brazos y piernas, mientras en la mirada ya está entera la decisión correcta que está pronto a tomar. A su vez, en la Capilla del Domine Quo Vadis, erigida en la Via Appia Antica, se venera una losa con las huellas de dos pies. Serían los del Señor, exactamente en el sitio en que se le plantó a su Vicario, para recordarle que no hacía tanto, quien ahora se daba a la fuga, le había dicho: “Tú eres Cristo, el Hijo del Dios Viviente”. Entonces, era la hora de imitarlo también en el calvario. Lo entendió Pedro.

En la cárcel Mamertina, a la que fue arrojado antes de la crucifixión, convirtió a sus mismos carceleros, Proceso y Martiniano, futuros mártires ambos. Y después, si se nos permite suponerlo de la mano de los Padres del Desierto, pudo haber caído en un glorioso estado de hesicasmo. Que significa (dicho de un modo simplista, perdónesenos) por un lado, una paz interior profunda, fruto de la unión con Dios. Por otro lado el silencio y la soledad de quien no necesita sino el Verbo y la Compañía de la Cruz. Y en tercer lugar la quietud del movimiento hacia el Motor Inmóvil.

En ese estado llegó al instante cumbre de la sangre vertida por el honor de Cristo Rey. La parábola del rústico que fue llamado Satanás, se cerraba con el pontífice mártir, transfigurado de Verdad, de Bien y de Belleza.

Quisiéramos que así se cerrara también la parábola de Francisco. Y rezamos por él, como lo pide; porque si su conversión no acontece, sucesos aún más desgarradores sobrevendrán en la vida de la Iglesia. Habrá que prestar atención al terceto de Castellani:

“¡La rutina dejad, dejad las pullas, oíd las guerras y el rumor de guerra,
mirad del Anticristo las patrullas!”.

Rezamos por Francisco; por cierto. Pero rezamos también por sus víctimas, que somos todos nosotros: sencillamente los católicos a quienes la enseñanza y la conducta del Pastor Universal arroja a la confusión, la ignorancia, el error y la mentira. Y hasta con sofocante reiteración parece arrojarlos incluso a la compatibilidad entre el catolicismo y la contranatura. Estamos pensando y pesando cada palabra que decimos. Pero es que son los hechos –vueltos del dominio público en los días que corren- los que nos obligan a expedirnos del modo en que lo hacemos.

Lewis tomó prestada una metáfora de David Lindsay sobre la torre de Babel para componer una de sus novelas. La metáfora alude a los efectos mortíferos de aquella atalaya ruin, como “la sombra de esa fuerza maligna”. Creemos firmemente, y con la misma firmeza esperamos, que la luminosidad benigna de la cúpula de San Pedro, disipe el eclipse que causó y sigue causando aquella torre endiablada. Pero aquí y ahora, cuando los signos prevalentes en el paisaje romano, son un rayo que causa estrépito en el cimborrio, y un cuervo que se devora a una paloma[14], necesitamos de la oración profunda y constante pidiendo la gracia de constatar que la promesa del Señor se cumple: que contra la Piedra no podrán prevalecer las potencias abisales.

La antología que sigue a continuación de estas líneas introductorias, probará con dolor filial, que no puede ya callarse el inédito mal que hoy nos sacude, como hijos y miembros de la Iglesia. Pero probará también, y eso deseamos de modo expreso y enfático, que junto al dolor nos queda la esperanza. Esa que no puede extirparnos ninguna peripecia humana, ningún naufragio, ningún viento huracanado y homicida, ninguna sombra maligna ni centella tormentosa.



NOTAS:
[1] Cfr. Horst Balz y Gherard Schneider, Diccionario exegetico del Nuevo Testamento, Salamanca, Sígueme, Biblioteca de Estudios Bíblicos,1998.
[2] Juan Straubinger, La Santa Biblia, La Plata, Fundación Santa Ana, 2001, Mc.VIII,32 y Mt. XVI, 22. 
[3] Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio explicado, Barcelona,Rafael Casulleras, 1949, vol.III, p. 51. 
[4] Benedicto XVI,Angelus,Palacio Pontificio de Castelgandolfo, Domingo 28 de agosto de 2011. 
[5] Benedicto XVI,Los apóstoles y los primeros discípulos de Cristo, Buenos Aires, Agape, 2009, p. 50-51.
[6] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Buenos Aires, Planeta, 2007, vol. I, p. 345.
[7] Santo Tomás, Catena Aurea, San Mateo, XVI, 22-23 y Marcos VIII, 27-33.
[8] San Agustín, Sermones, Madrid, BAC, 1985. 
[9] San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, 164-168. 
[13] Don Ramón y Cajal es autor de un simpático libro llamado Charlas de café [hay varias ediciones, pero tenemos a la vista la que sacó la famosa Colección Austral de Espasa Calpe, hacia 1947], en el cual dice “El hombre que se dedica a la ciencia, al laboratorio, no tiene necesidad de ser un cartujo […],y para ello, nada mejor que relacionarse con toda clase de personas siendo asiduo de cafés, peñas y casinos". No decimos con esto que el Papa debe ser necesariamente un cartujo, pero sí que le cuadra más andar de vida recoleta y de espíritu monástico, que parloteando como si estuviera en “cafés, peñas y casinos”.
[14] Los hechos aludidos son reales.El episodio del rayo sucedió el día de la renuncia de Benedicto XVI, el 12 de febrero de 2013; y el de la paloma el 26 de enero de 2014, cuando dos niños que acompañaban a Francisco y por indicación de él, arrojan unas palomas desde el ventanal del Vaticano que suele utilizar para hablar.