viernes, 16 de octubre de 2020

¿TODOS HERMANOS? – ROBERTO DE MATTEI

 


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La tercera encíclica del papa Francisco, Fratelli tutti, firmada el pasado 3 de octubre en Asís, parecería ser el documento final de su pontificado; una especie de testamento político. Porque la encíclica es política, como todo el pontificado de Francisco. Uno de sus más fieles colaboradores, Andrea Tornielli, director de comunicaciones de la Santa Sede, no utiliza el adjetivo político sino social, que en sustancia es lo mismo, y escribe: «La nueva encíclica Fratelli tutti se presenta como una suma del magisterio social de Francisco, y recoge de modo sistemático los temas expuestos en las declaraciones, discursos e intervenciones de sus siete primeros años de pontificado».

Un origen y una inspiración que, según Tornielli, está sin duda representada por el Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común firmado el 4 de febrero de 2019 en Abu Dabi junto al gran imán de Al-Azhar, Ahmad al Tayyib. No es casual que Al Tayyib sea uno de los autores más citados en la encíclica, en el primer comentario sobre ella que ha hecho en Twitter, donde ha escrito que «es un mensaje que restablece la conciencia a la humanidad».

¿Al Tayyib y el papa Francisco comparten una misma conciencia de la humanidad? ¿En qué sentido? El papa Bergoglio lo explica: «Soñemos como una única humanidad» (…) «cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos» (nº8).

La verdad absoluta no es Jesucristo, en cuyo nombre y por cuyo bautismo los cristianos somos hermanos. La fraternidad es un valor superior al propio Cristo, porque según el papa Francisco sería capaz de poner de acuerdo a católicos, musulmanes, budistas y hasta a los mismos ateos, que también tienen su fe y convicción.

Al comienzo de la encíclica el papa Francisco evoca la visita de San Francisco de Asís al sultán Malik al Kamil de Egipto, y la presenta como una búsqueda de diálogo, mientras que todas las fuentes de la época nos dicen que San Francisco quería convertir al Sultán y apoyaba las Cruzadas que combatían en Tierra Santa. Pero el encuentro entre San Francisco y el Sultán fracasó, y da la impresión de que el papa Bergoglio quisiera demostrar que es más capaz que San Francisco de cumplir la misión, a partir del documento de Abu Dabi.

Para llevar a cabo ese diálogo, Francisco sustituye los principios de la Fe católica por los de la Revolución Francesa, en particular el trilema libertad, igualdad y fraternidad (nº 104-105). Se trata de una utopía que nunca se ha cumplido en la historia y de la que el papa Bergoglio quiere ser artífice en el siglo XXI.

Fraternidad y amistad social son palabras clave en la encíclica desde el título, y constituyen la nueva forma del amor cristiano. Un amor cuya medida no es la relación vertical con Dios, sino horizontal con el prójimo. La fraternidad también se llama solidaridad, y «la solidaridad, entendida en su sentido más hondo -afirma el Papa– es un modo de hacer historia y eso es lo que hacen los movimientos populares» (nº 116).

Los movimientos populares son los marxistas de Hispanoamérica, a los que siempre ha estado ligado el papa Francisco. En la encíclica critica extensamente los «regímenes políticos populistas» y los «planteamientos económicos liberales» (nº 37) como «formas de nacionalismos cerrados y violentos» (nº 86), pero pasa por alto el comunismo. Ello a pesar de que la primera potencia mundial hoy en día es la China comunista, que se inspira en Marx, Lenin y Mao. Pero según un colaborador del Papa como monseñor Sánchez Sorondo, China es el país que mejor aplica hoy en día la doctrina social de la Iglesia, y tal vez por eso la Santa Sede quiere mantener relaciones privilegiadas con ella. El Papa hace caso omiso también de la responsabilidad de China en la difusión del coronavirus y excluye la posibilidad de que la pandemia sea un castigo divino (nº 134). Sin embargo, todos los pontífices han enseñado que las epidemias, las guerras, las carestías y todo flagelo colectivo son consecuencia del pecado de los hombres.

Eso sí, la encíclica no menciona el pecado ni sus consecuencias en la sociedad. Se diría que el único pecado es oponerse a la inmigración, que es el instrumento para «integrar creativamente» (nº 41), integración muy querida al papa Francisco. Parece criticar la mundialización, pero en realidad el blanco de sus críticas es la gestión desde arriba e inicua del proyecto mundialista. Lo que quiere es una globalización desde abajo extendida a todas las clases sociales, sobre todo en el Hemisferio Sur, organizada por los movimientos populares marxistas y, quizás, China.

«Si se acepta el gran principio de los derechos que brotan del solo hecho de poseer la inalienable dignidad humana, es posible aceptar el desafío de soñar y pensar en otra humanidad. Es posible anhelar un planeta que asegure tierra, techo y trabajo para todos» (nº 127). Aunque si hay un país en que son conculcados los derechos humanos, es precisamente China. ¿Cómo es posible que lo calle en un documento que reivindica los derechos humanos como cimiento de la convivencia social?

Pero sobre todo el papa Francisco no da la menor indicación para hacer posible su utopía. Y eso que la Iglesia posee todos los medios, no ya para hacer posible una utópica paz en la Tierra, sino también para hacer más llevadera la vida en este valle de lágrimas. Esos instrumentos son la oración, los sacramentos, el respeto a la ley natural y cristiana y la profesión privada y pública de fe en Jesucristo, único Camino, Verdad y Vida. Desgraciadamente, esta dimensión sobrenatural brilla por su ausencia en el documento del papa Francisco. Y que esta exhortación a la fraternidad planetaria la haya hecho precisamente en el momento en que una guerra fratricida desgarra las altas esferas de la Iglesia no contribuirá desde luego a garantizar su éxito.