TE ADORET ORBIS SUBDITUS
O
ter beata civitas
cui rite Christus imperat,
quae jussa pergit exsequi
edicta mundo caelitus!
cui rite Christus imperat,
quae jussa pergit exsequi
edicta mundo caelitus!
Ciudad
tres veces dichosa
en que Cristo bien gobierna impera,
la que obedece gozosa
en que Cristo bien gobierna impera,
la que obedece gozosa
la
ley que del Cielo llega.
Tomó
Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano, a un monte alto. Y se
transfigure ante ellos; brilló su rostro como el sol y sus vestidos se
volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías hablando con
Él Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres,
haré aquí tres tiendas, una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Aún
estaba él hablando, cuando los cubrió una nube resplandeciente, y salió de la
nube una voz que decía: «Éste es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia;
escuchadle.» Al oírla, los discípulos cayeron sobre su rostro, sobrecogidos de
gran temor. Jesús se acercó, y tocándolos dijo: «Levantaos, no temáis». Alzando
ellos los ojos, no vieron a nadie, sino solo a Jesús. Al bajar del monte, les
mandó Jesús diciendo: «No deis a conocer a nadie esta visión hasta que el Hijo
del hombre resucite de entre los muertos» (Mt. 17, 1-9).
Permítanme,
queridos amigos, que les transmita algunas reflexiones sobre la realeza de
Nuestro Señor Jesucristo, que se manifestaron en la Transfiguración que
celebramos hoy, después de otros episodios importantes de la vida terrena del
Señor: desde los ángeles que se cernían sobre la cueva de Belén hasta su
bautizo en el río Jordán, pasando por la adoración de los Magos.
He escogido
este tema porque creo que en cierta forma sintetiza el hilo conductor de
nuestro compromiso católico; no sólo en privado y en la vida familiar, sino
también y ante todo en la vida social y política.
Para empezar,
reavivemos nuestra fe en la realeza universal de nuestro Divino Salvador.
Él es
verdaderamente Rey del Universo. Es decir, posee soberanía absoluta sobre toda
la creación, toda la especie humana, incluso sobre quienes no pertenecen a su
grey, que es la Iglesia Santa, Católica, Apostólica y Romana.
Toda persona
es ciertamente una criatura de Dios. Toda persona le debe todo su ser, tanto en
el conjunto de su naturaleza como en cada una de las partes que la componen:
cuerpo, alma, facultades, inteligencia, voluntad y sentidos. Las acciones de
dichas facultades, así como las de todos los órganos corporales, son dones de
Dios, cuyo dominio se extiende a todos sus bienes como frutos de su inefable
generosidad. La mera consideración de que nadie elige ni puede elegir la
familia a la que pertenece en este mundo basta para convencernos de esta verdad
fundamental sobre nuestra existencia.
De ello se
desprende que Dios Nuestro Señor es el soberano de todos los hombres, tanto
individualmente como reunidos en grupos sociales, pues aunque se agrupen en
diversas comunidades no por ello pierden su condición de
criaturas. Es más, la misma existencia de la sociedad civil obedece a los
designios de Dios, que creó al hombre como un ser social por naturaleza. Por
ello, todos los pueblos y naciones, desde los más primitivos a los más civilizados,
están sujetos a la divina soberanía y tienen de por sí el deber de reconocer
este dulce gobierno del Cielo.
LA
REALEZA DE JESUCRISTO
Dios ha
otorgado esa soberanía a su Hijo Unigénito, como atestiguan con frecuencia las
Sagradas Escrituras.
En sentido
general, San Pablo afirma que Dios ha constituido a su Hijo «heredero de todo»
(Heb. 1,2). Por su parte, San Juan corrobora en muchos pasajes de su Evangelio
lo que dice el Apóstol de los Gentiles; por ejemplo, cuando recuerda que «el
Padre no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar»
(Jn.5,22). De hecho, la prerrogativa de administrar justicia corresponde al
Rey, y quien la tiene la tiene porque está investido de poder soberano.
La realeza
universal que el Hijo ha heredado del Padre no se debe entender meramente como
la herencia eterna mediante la cual, en su naturaleza divina, ha recibido todos
los atributos que lo hacen igual y consustancial a la Primera Persona de la
Santísima Trinidad en la unidad de la esencia divina.
La realeza
también se le atribuye a Jesucristo de un modo especial en tanto que es
verdadero hombre, el Mediador entre los Cielos y la Tierra. Es más, la misión
del Verbo Encarnado consiste precisamente en establecer el Reino de Dios en la
Tierra. Observamos que cuando la Sagrada Escritura habla de la realeza de Jesús
se refiere sin asomo de duda a su condición humana.
Él se
presenta ante el mundo como el hijo del rey David, en nombre del cual viene a
heredar el trono de su Padre, que se extiende hasta los confines de la Tierra y
se hace eterno, por los siglos de los siglos. Así fue cuando el arcángel San
Gabriel anunció a María la dignidad del Hijo: «Darás a luz a un Hijo, a quien
pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará
el Señor Dios el trono de David su padre, y reinará en la casa de Jacob por los
siglos de los siglos, y su reino no tendrá fin» (Lc.1,31-33). No sólo eso; los
Magos que vienen de Oriente para adorarlo lo buscan como a Rey: «¿Dónde está el
Rey de los judíos que acaba de nacer?» (Mt.2,2) La misión que el Padre Eterno
confía al Hijo en el misterio de la Encarnación consiste en fundar el Reino de
Dios en la Tierra, el Reino de los Cielos. Al fundar este Reino se concreta la
inefable caridad con que Dios ama a todos los hombres desde la eternidad
atrayéndolos misericordiosamente a Él: «Dilexi te, ideo attraxite,
miserans». «Con amor eterno te amé; por eso te he mantenido
favor» (Jer. 31:3).
Jesús
consagra su vida pública a proclamar y establecer su Reino, al que unas veces
se llama Reino de Dios y otras Reino de los Cielos. Con arreglo a la costumbre
oriental, Nuestro Señor expone unas fascinantes parábolas para inculcar el
concepto y la naturaleza del Reino que ha venido a instaurar. Sus milagros
tienen por objeto convencer de que su Reino ya ha venido; se encuentra en medio
de las personas. «Si in digito Dei eiicio daemonia, profecto pérvenit in
vos regnum Dei»: «Si expulso a los demonios por el dedo de Dios, sin duda que
el Reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc.11,20).
Hasta tal
punto ha absorbido la misión de Jesús instaurar este Reino que sus enemigos
aprovecharon la idea para justificar las acusaciones que le hicieron ante el
tribunal de Pilatos: «Si sueltas a Ése, no eres amigo del César; todo el que se
hace rey va contra el César» (Jn.19,12). Corroborando la opinión de sus
enemigos, Jesucristo confirma al gobernador romano que es verdaderamente Rey:
«Tú dices que soy Rey» (Jn.18,37).
REY
EN EL VERDADERO SENTIDO DE LA PALABRA
Es imposible
poner en duda el carácter real de la obra de Jesucristo. Es Rey.
Ahora bien,
nuestra fe exige que entendamos bien el alcance y sentido de la realeza del
Divino Redentor. Pío XI rechaza desde el primer momento el sentido metafórico
por el que calificamos de Rey y de real todo lo que hay de excelente en una
manera humana de ser o de comportarse. No; Jesucristo no es Rey en sentido
metafórico. Es Rey en el sentido propio de la palabra. En las Sagradas
Escrituras Jesús aparece ejerciendo las prerrogativas reales de una autoridad
soberana, dicta leyes y manda castigos para los transgresores. Se puede decir
que en el famoso Sermón de la Montaña promulgó la Ley de su Reino. Como
verdadero soberano, exige obediencia a sus leyes so pena de nada menos que la
condenación eterna. Y también en la escena del Juicio que anuncia para el fin
del mundo cuando el Hijo de Dios venga a juzgar a vivos y muertos: «Cuando el
Hijo del Hombre venga en su gloria (…) separará a unos de otros, como el pastor
separa a las ovejas de los cabritos (…) Entonces dirá el Rey a los que
están a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre” (…) Y dirá a los de la
izquierda: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno (…) E irán al suplicio
eterno, y los justos a la vida eterna» (Mt.25,31 ss.)
Considerarlo
así basta para comprender lo vital que es identificar claramente dónde está el
Reino de Jesucristo en la Tierra, ya que nuestro destino eterno depende de
pertenecer o no a su Reino. Decimos aquí en la Tierra porque el hombre se hace
en este mundo merecedor de premio o de castigo en la vida eterna. Por tanto, en
la Tierra los hombres tienen que entrar en el inefable Reino de Dios e
integrarse a él; Reino que es a la vez temporal y eterno, porque se forma en
este mundo y alcanza su plenitud en el Cielo.
LA
SITUACIÓN ACTUAL
El furor del
Enemigo, que detesta el género humano, se desata en primer lugar contra la
doctrina de la realeza de Cristo, porque la realeza está unida a la persona de
Nuestro Señor, verdadero Dios y verdadero Hombre. El secularismo del siglo XIX,
fomentado por la Masonería, ha conseguido reorganizarse con una ideología aún
más perversa, pues no sólo ha extendido la negación de los derechos del
Redentor a la sociedad civil, sino también al Cuerpo de la Iglesia.
Esta ofensiva
se consumó con la renuncia por parte del Papado al concepto mismo de la realeza
vicaria del Romano Pontífice, introduciendo con ello en la propia Iglesia las
exigencias de la democracia y el parlamentarismo que ya se habían utilizado
para socavar las naciones y la autoridad de los gobernantes. El Concilio
Vaticano II debilitó en gran medida la monarquía pontificia como consecuencia
de haber negado implícitamente la divina realeza del Eterno Sumo Sacerdote. Al
hacerlo asestó un golpe maestro a la institución que hasta entonces se había mantenido
como muralla defensiva contra la secularización de la sociedad cristiana. La
soberanía del Vicario quedó menoscabada, y a ello siguió la paulatina negación
de los derechos soberanos de Cristo sobre su Cuerpo Místico. Cuando Pablo VI
depositó la tiara, haciendo alarde de ello, como si abdicara de su sagrada
monarquía vicaria, despojó también a Nuestro Señor de su corona, reduciendo la
realeza de Jesús a un sentido meramente esjatológico. Prueba de ello son los
significativos cambios introducidos en la liturgia de la festividad de Cristo
Rey y el traspaso de ésta al final del año litúrgico.
El objeto de
dicha fiesta, la celebración del Reinado Social de Cristo, ilumina también su
puesto en el calendario. En la liturgia tradicional tenía señalado el último
domingo de octubre, con la que la festividad de Todos los Santos, que reinan
por participación, estaba precedida por la fiesta de Cristo, que reina de pleno
derecho. Con la reforma litúrgica aprobada por Pablo VI en 1969, la festividad
de Cristo Rey se trasladó al último domingo del año litúrgico, borrando con
ello la dimensión social del Reinado de Cristo y relegándola a una dimensión
puramente espiritual y esjatológica.
¿Se dieron
cuenta todos los padres conciliares que aprobaron con su voto Dignitatis
humanae y proclamaron la libertad de culto de Pablo VI de que en la
práctica lo que hicieron fue derrocar a Nuestro Señor Jesucristo despojándolo
de su corona y de su reinado en la sociedad? ¿Entendieron que claramente habían
destronado a Nuestro Señor Jesucristo de su dominio divino sobre nosotros y
sobre el mundo entero? ¿Comprendieron que al hacerse portavoces de naciones
apóstatas hicieron subir a su trono estas execrables blasfemias: «No queremos
que reine sobre nosotros» (Lc. 19,14) y «no tenemos más rey que al César»
(Jn.19, 15)? Pero Él, en vista de la confusa algarabía de aquellos insensatos,
apartó su espíritu de ellos.
Quien no esté
cegado por prejuicios no puede menos que ver la perversa intención de
minimizar la festividad instituida por Pío XI y la doctrina que ésta
expresa. Destronar a Cristo, no sólo en la sociedad sino también en la Iglesia,
es el mayor crimen con el que se ha podido manchar la jerarquía, incumpliendo
su misión de custodia de la enseñanzas del Salvador. Consecuencia inevitable de
semejante traición ha sido que la autoridad otorgada por Nuestro Señor al
Príncipe de los Apóstoles haya desaparecido sustancialmente. Lo hemos visto
confirmado desde la proclamación del Concilio, cuando la autoridad infalible
del Romano Pontífice fue deliberadamente excluida en favor de una pastoralidad que
ha creado las condiciones para se hagan formulaciones equívocas gravemente
sospechosas de herejía, cuando no descaradamente heréticas. Con lo que no sólo
nos vemos acosados en el plano de lo civil, en el que durante siglos las
fuerzas de las tinieblas han rechazado el dulce yugo de Cristo e impuesto la
odiosa tiranía de la apostasía y el pecado a las naciones, sino también en el
ámbito religioso, en el que la Autoridad se derriba a sí misma y niega que el
Dios Rey deba reinar también sobre la Iglesia, sus pastores y sus fieles.
También en este caso el dulce yugo de Cristo es sustituido por la odiosa
tiranía de los novadores, que con su autoritarismo no diferente de sus
equivalentes seculares imponen una nueva doctrina, una nueva moral y una nueva
liturgia en las que la sola mención de la realeza de Nuestro Señor se considera
una molesta herencia de otra religión, de otra Iglesia. Como dijo San Pablo,
«Dios les envía un poder engañoso para que crean la mentira» (2 Tes.2,11).
No es
sorprendente, pues, que así como en el plano secular los jueces subvierten la
justicia condenado a inocentes y absolviendo a culpables, los gobernantes
abusan de su poder oprimiendo a los ciudadanos, los médicos incumplen el juramento
de Hipócrates haciéndose cómplices de quienes fomentan la propagación de las
enfermedades y transforman a los enfermos en pacientes crónicos, y los maestros
no enseñan a amar el conocimiento sino a cultivar la ignorancia y manipulan
ideológicamente a sus alumnos, también en el corazón de la Esposa de Cristo hay
cardenales, obispos y sacerdotes que escandalizan a los fieles con su
reprensible conducta moral, difunden herejías desde los púlpitos, promueven la
idolatría celebrando a la Pachamama y el culto a la Madre Tierra en nombre de
un ecologismo de clara matriz masónica y en total consonancia con el plan
disolvente ideado por el mundialismo. «Ésta es vuestra hora, el poder de las
tinieblas» (Lc.22,53). Se diría que ha desaparecido el katejón, si
no contáramos con las promesas de nuestro Salvador, Señor del mundo, de la
historia y de la propia Iglesia.
CONCLUSIÓN
Y sin
embargo, mientras ellos destruyen, nosotros tenemos la dicha y el honor de
reconstruir. Y hay una dicha todavía mayor: una nueva generación de laicos y
sacerdotes participan ardorosamente en esta labor de reconstrucción de la
Iglesia para la salvación de las almas. Lo hacen bien conscientes de sus
debilidades y miserias, pero también dejando que Dios se sirva de ellos como
dóciles instrumentos en sus manos: manos útiles, manos fuertes, las manos del
Todopoderoso. Nuestra fragilidad pone de relieve más todavía que se trata de
una obra del Señor, y más cuando esa fragilidad humana va acompañada de
humildad.
Esa humildad
debería llevarnos a instaurare omnia in Christo, empezando
por el corazón de la Fe, que es la oración oficial de la Iglesia. Volvamos a la
liturgia que reconoce a Nuestro Señor el primado absoluto, al culto que los
novatores adulteraron ni más ni menos que por odio a la Divina Majestad a fin
de exaltar con soberbia a la criatura humillando al Creador, afirmando su
derecho a rebelarse contra el Rey en un delirio de omnipotencia y proclamando
su non serviam contra la adoración debida a Nuestro Señor.
Nuestra vida
es una guerra: la Sagrada Escritura nos lo recuerda. Pero es una guerra en la
que sub Christi Regis vexillis militare gloriamur (Postcomunión
de la Misa de Cristo Rey), y en la que tenemos a nuestra disposición armas
espirituales muy potentes y contamos con un despliegue de fuerzas angélicas con
las que no puede ninguna fortaleza de la Tierra o del Infierno.
Si Nuestro
Señor es Rey por derecho de herencia (por ser de linaje real), por derecho
divino (en virtud de la unión hipostática) y por derechos de conquista (al habernos
redimido con el Sacrificio de la Cruz), no debemos olvidar que en el plan de la
Divina Providencia este Divino Soberano tiene a su lado a Nuestra Señora y
Reina, su augusta Madre María Santísima. No puede haber realeza de Cristo sin
la dulce y maternal realeza de María, la cual nos recuerda San Luis María
Griñón de Monfort que es nuestra Mediadora ante el Trono de la Majestad de su
Hijo, ante el que se encuentra como Reina que intercede ante el Rey.
El triunfo
del Rey Divino en la sociedad y en las naciones parte de que ya reina en
nuestros corazones, almas y familias. Que reine también Cristo en nosotros, y
junto con Él su Santísima Madre. Adveniat
regnum tuum: adveniat per Mariam.
Marana Tha,
Veni Domine Iesu ! ¡Ven, Señor Jesús!
+ Carlo Maria
Viganò, arzobispo