lunes, 31 de marzo de 2014

LA OBRA DE DIOS – PADRE EMMANUEL


         


  1. La Obra... y las obras

Se ha dicho que nuestro siglo es el siglo de las obras. Hay tantas que cada uno tiene la suya, poco más o menos. Algunos dicen: Mi obra, otros: Mis obras. En efecto: todo hombre es autor de alguna cosa.

Por consiguiente, hay obras de toda índole: buenas, mediocres, despreciables.

Las obras despreciables deben inspirarnos compasión; de las mediocres mejor no ha­blar; a las buenas, les deseamos todas las bendiciones de Dios.

A pesar de eso, no dejamos de temer que nuestras obras sean como las de ciertas Igle­sias del Asia, a las cuales Nuestro Señor es­cribió cartas como la siguiente:

“Al Ángel de la Iglesia de Sardes:

“Conozco tus obras y que tienes nom­bre de vivo, pero estás muerto (...) no
he hallado tus obras perfectas en la presencia de Dios” (Apoc. 3, 1-2).

“Al Ángel de la Iglesia de Laodicea:

“Conozco tus obras y no eres frío ni caliente. Ojalá fueras frío o caliente; mas porque eres tibio y no eres caliente ni frío, estoy para vomitarte de mi boca. Porque dices: yo soy rico y de nada tengo necesidad, y no sabes que eres un desdichado, un miserable, un indigente, un ciego y un desnudo” (Apoc. 3, 14-17).

Es bastante fácil ver todo color de rosa, comenzando por uno mismo; conocemos mucha gente de escasa virtud que llega a tal situación.

Aplaudirse a sí mismo y tributarse elogios que serían verdaderos si vinieran de Dios, pero bastante sospechosos si proceden de otra parte, es asemejarse con bastante perfección al ángel de Laodicea.

Demasiado a menudo nuestras obras no son perfectas delante de Dios. Tienen una especie de pecado original al que podríamos nombrar. Llevan en sí un vacío, un vacío funesto.

Pero, lamentablemente, son nuestras obras. Son nuestras, son de nosotros. Y nosotros somos de Dios, y de la nada, y en nuestras obras siempre pesa más la nada donde hemos sido sacados que Dios que nos sacado.

Ejemplo: de todo lo que se escribe, imprime, vende, compra, se lee o no se lee, no hay casi nada que no se escriba para poner en evidencia algún pensamiento humano, del todo humano, casi siempre manchado por el error por algún lado, si no enteramente.

El hombre escribe para el hombre: si pusiéramos a un lado los libros hechos puramente para Dios y la verdad de Dios, y al otro las obras del hombre, habría una desproporción espantosa.

Hay una prueba evidente: el Evangelio, libro que nos da el pensamiento puro de Dios ¿no es, acaso, un libro dejado a un lado por casi todos y en casi todas partes?

Hemos citado un solo ejemplo: podríamos citar cientos y aún más.

Llenas del pensamiento del hombre y vacías del espíritu de Dios, nuestras obras se han puesto en acción y, sin embargo, ¿qué espectáculo tenemos a la vista? ¿Dónde estamos y adónde vamos? Todas las obras ¿han podido hasta ahora obrar la salvación?

No negamos los resultados felices de muchas obras, por lo cual bendecimos a Dios. Pero, ¿no es patente que esos resultados son restringidos y que, en suma, la salvación general está por lograrse todavía?

Desde hace casi un siglo el mal se ha desatado sobre Europa principalmente, y luego sobre el resto del mundo; el mal, pese a todas las obras ¿no ha realizado conquistas aterradoras? ¿No se ha apoderado del poder público y de la autoridad política en casi todo el orbe? ¿No ha hecho sentir su yugo a todo lo cristiano, desde el augusto jefe de la cristiandad, León XIII, prisionero en el Vaticano, hasta el niño bautizado más pequeño al cual se le prohíbe la enseñanza cristiana y se le impone por ley la enseñanza atea?

Ésta es la situación: ¿qué prueba más evidente de que nuestras obras no son perfectas delante de Dios?

No obstante, hay una obra, una obra perfecta delante de Dios, una obra que nada tiene de la vanidad del hombre, una obra que conseguiría infaliblemente la salvación del mundo, una obra a la que sólo le faltan operarios.

Muy pronto diremos su nombre; mientras tanto, dejaremos que lo adivinen...


           2. ¿Cuál es la obra de Dios?

Hemos dejado adivinar el nombre de la obra que es la única capaz de salvar al mundo y, ahora, escribimos su nombre con todas las letras: la llamamos la obra de Dios.

Leemos en el GÉNESIS:

“En el principio Dios creó el cielo y la tierra (...) en el séptimo día, Dios había concluido su obra” (Gen. 1, 1 y 2,2).

La obra de Dios comienza, pues, con la creación y por la creación.

Por eso el primer artículo de nuestro Símbolo, la primera palabra de nuestra fe es:
Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra.

Desde el principio de su obra, Dios dio su ley a nuestros primeros padres:

“Dios formó al hombre del polvo de la tierra y lo hizo a su propia imagen (...). Del cuerpo del hombre formó a la mujer. Les dio discernimiento, dioles lengua, ojos y oídos, y un espíritu para pensar y llenólos de la luz del intelecto. Llenólos de ciencia e inteligencia y dioles a conocer el bien y el mal (...). Les dio, además, una norma para regir su conducta y la ley de vida como herencia”.
(Eccli., 17, 1-9).

En el primer día la obra de Dios era magnífica. La naturaleza y la gracia estaban felizmente unidas y era voluntad de Dios que jamás se separasen para llegar juntas a la bienaventuranza suprema.

Pero la voluntad del hombre separó lo que Dios había unido; sobrevino el pecado, y si Dios hubiera abandonado a su creatura, todo habría concluido para nosotros y para siempre jamás.

Dios no permitió que su obra fuera así destruida. Decidió vencer al pecado y lo venció.

Por la creación había vencido a la nada, por la Redención venció al pecado. Ésa fue la obra de Dios por excelencia.

Como anticipo de la Redención, Dios entregó su ley a Moisés.

Leemos en el libro del ÉXODO:

“Y Moisés bajó de la montaña, llevando en sus manos las dos tablas del testimonio que estaban escritas de ambos lados, por una y otra cara. Eran obra de Dios, lo mismo que la escritura grabada sobre las tablas” (Éxodo, 32, 15-16).

Nos complace encontrar el término obra de Dios, referido a la ley dada a Moisés. La hallamos repetida más a menudo en la Escritura cuando se trata de la Redención.

Varios siglos antes de la divina Encarnación, el profeta HABACUC exclamaba:

“¡Dale, Señor, existencia a vuestra obra en el transcurso de los años!
Domine, opus tuum, in medio annorum vivifica illud”.
(Hab. 3, 2).

Y cuando el Hijo de Dios vino a este mundo dijo en el mismo sentido:

“Mi alimento es hacer la voluntad de Aquél que me ha enviado y cumplir su obra [opus eius]”
(Jo. 4, 34).

Esta obra, la obra de Dios, era la salvación de los hombres que Nuestro Señor debía alcanzar mediante sus ejemplos y su predicación, sus méritos y su Pasión.

La víspera de su muerte, en la divina oración antes de su agonía, decía a su Padre, en igual sentido:

“He consumado la obra que me encomendaste” (Jo. 17, 4).

Hablaba de una obra cumplida, a causa de la certidumbre de su muerte inminente, que debía tener lugar ese mismo día.

En boca del Salvador así como en la de su profeta, la obra de nuestra salvación era la obra de Dios.

Los Apóstoles, a quienes el Señor asoció a su obra divina, encomendándoles su continuación, no hablaban de otro modo que el divino Maestro:

“Así, pues, hermanos míos muy amados, manteneos firmes e inconmovibles, abundando siempre en la obra del Señor”.
(1 Cor., 15, 58).

Y       agrega:

“Timoteo trabaja en la obra del Señor”. (1 Cor., 16, 10).

Y       a los Filipenses:

“(Os he enviado a Epafrodito), recibidlo, pues, en el Señor con toda alegría, y honrad a los que son como él, que por el servicio de Cristo estuvo a la muerte por haber servido a la obra de Jesucristo” (Filip., 2, 28-30).

¿Cómo actuaban esos hombres de Dios que trabajaban en la obra de Dios? Imitaban humilde y fielmente al mismo Dios. Dios había comenzado su obra por la creación, la continuó por la ley y la consumó por la Redención; esos varones de Dios hicieron conocer el Creador a los hombres y de ello se siguió la sumisión de todos a Dios; hicieron conocer la ley y a su luz, los hombres reconocían sus pecados, el mal que habían hecho y el bien que dejaron de hacer; y finalmente, les dieron a conocer la gracia del Redentor, que es la única que sana las almas, la única que las purifica y la única que les da el poder y la voluntad de hacerlo.

Y entonces la obra de Dios se continuaba conforme a la voluntad de Dios y ninguno de los que trabajaba en esa obra decía: mi obra. El propio Hijo de Dios no lo dijo nunca y con eso, como con toda su vida, nos enseñó la humildad, una de las virtudes más indispensables para trabajar en la obra de Dios.


           3. Los operarios de Dios

¿Cómo comprendían la obra de Dios los Apóstoles, instruidos por Nuestro Señor? SAN PEDRO nos ha revelado todo el secreto:

“Pues nosotros debemos atender a la oración y al ministerio de la palabra”.
(Hechos, 6, 4).

En esas pocas palabras ¡cuántas luces! Los Apóstoles debían orar, obtener de Dios las gracias de conversión y luego predicar el Evangelio y llamar las almas a la conversión; así se hacía la obra de Dios.

La oración de los Apóstoles debía ser apoyada por la oración de los fieles. SAN PABLO recuerda con frecuencia ese gran deber a sus cristianos:

“Os exhorto, hermanos, por Nuestro Señor Jesucristo y por la caridad del Espíritu Santo, a que me ayudéis mediante vuestras oraciones a Dios por mí”.
(Rom. 15, 30).

A los Colosenses:

“Rogad por nosotros para que Dios nos abra una puerta para anunciar el misterio de Jesucristo”.
(Col. 4, 3).

Y a los de Tesalónica:

“Orad por nosotros para que la palabra de Dios avance con celeridad y sea Él glorificado como lo es entre vosotros”.
(2 Tes. 3, 1).

Esta doctrina apostólica, esa oración de la Iglesia en su cuna, era consecuencia de lo que Nuestro Señor había instituido y enseñado al darnos el Pater. Nos ha enseñado en él a pedir al Padre celestial que su nombre sea santificado, que venga su reino, que su voluntad se haga así en la tierra como en el cielo. Ahora bien: ¿qué es eso sino la obra de Dios? en la cual los Apóstoles trabajan con la oración y la palabra y los fieles con la oración solamente; pero en el plan divino todo fiel debe ser hombre de oración y por ello mismo, un operario de la obra de Dios.

SAN CIPRIANO es un admirable testimonio de esa doctrina divina. Al explicar el Pater enseña que debemos orar para conservar la gracia que nos fue dada y para que esa gracia se difunda entre quienes no la han recibido aún como nosotros.

He aquí las palabras del gran Obispo:

“Decimos: Santificado sea tu nombre; no deseamos que Dios sea santificado por nuestras oraciones sino que le pedimos que su nombre sea santificado en nosotros. Porque ¿por quién podría Dios ser santificado, puesto que Él es quien santifica todas las cosas? Le rogamos, por lo tanto, que nos conceda la gracia de conservar la santidad que hemos recibido en el bautismo, y eso se lo pedimos todos los días. Le rogamos sin cesar, día y noche, que su bondad se digne conservar en nosotros la santidad y la vida que Él nos ha comunicado mediante su gracia.

Viene después: Venga a nosotros tu reino; pedimos a Dios su reino en el mismo sentido en que le hemos pedido la santificación de su nombre (...).

Añadimos: Hágase Tu voluntad así en la tierra como en el cielo, no para que Dios haga lo que Él quiere, sino para que nosotros mismos podamos cumplir lo que a Él le agrada (...). Pedimos a Dios todos los días, o, más bien, en todos los instantes, que se cumpla su voluntad en nosotros, en el cielo y en la tierra, porque la voluntad de Dios es que las cosas terrenas sean pospuestas a las celestiales y priven las divinas y espirituales (...). Rezamos por la salvación de todos los hombres, para que así como la voluntad divina se ha cumplido en el cielo, es decir, en nosotros por nuestra fe para que nos volvamos celestiales, se cumpla también en la tierra, es decir, en los infieles, de modo que quienes son todavía terrenales por su primer nacimiento, comiencen a ser celestiales cuando reciban el segundo por el agua y el Espíritu Santo”. (Tratado del Pater).

La doctrina de San Cipriano fue conservada fielmente en la Iglesia de África. Vital, un cristiano de Cartago, había prestado oídos a las doctrinas pelagianas y creía que la sola voluntad humana conducía al hombre a la fe. SAN AGUSTÍN le escribe:

“Hablar de ese modo es ir contra las oraciones que elevamos a Dios todos los días. Decid pues claramente que basta contentarse con predicar el Evangelio a los infieles pero que no se debe rezar por ellos para que crean: alzaos contra las oraciones de la Iglesia, cuando el sacerdote desde el altar exhorta al pueblo de Dios a rogar por los infieles para que Él los convierta a la fe, por los catecúmenos, para que Él les inspire el deseo de la regeneración y por los fieles para que Él los haga preservar en lo que han comenzado a ser; burlaos de esas santas exhortaciones, responded altivamente que no haréis nada de eso y que no rogaréis a Dios que convierta a los infieles a la fe, porque lo que los hace pasar de la infidelidad a la fe no es un beneficio de la misericordia de Dios sino un efecto de la voluntad humana.

Declaraos contra San Cipriano, vos que habéis sido educado en la iglesia de Cartago y condenad lo que el santo doctor enseña en su explicación de la Oración dominical: que es menester pedir al Padre de las luces esas mismas cosas de las que pretendéis es autor el hombre, y que cada uno tiene solamente de sí mismo”.

Vital no quería rogar a Dios pidiéndole la gracia de la fe para los incrédulos, porque pensaba que la voluntad del hombre le era suficiente para creer en la palabra de Dios: en eso era hereje, y, por lo tanto, no era operario de la obra de Dios. Tenemos hoy cristianos que tal vez no tienen esas ideas pelagianas, fundamentalmente naturalistas, pero, que no obstante, ya no son operarios de la obra de Dios, porque no rezan en absoluto.

Según la doctrina de los Apóstoles y de los Santos Padres, rezamos el Pater pidiendo a Dios la conservación de la fe en los creyentes, y el don de la fe para los infieles; los cristianos del día no piden a Dios ni lo uno ni lo otro: recitan la fórmula de labios para afuera, y así piensan que han rezado sus oraciones. ¿Quién creería que han rezado en el sentido que San Cipriano entendía la oración? Por eso, ¡la obra de Dios es una obra que está a la espera de operarios!



Padre Emmanuel, “El cristiano del día y el cristiano del Evangelio”, Editorial Iction, Bs. As., 1980.