sábado, 13 de febrero de 2016

SOBRE LA ORACIÓN - SAN VICENTE DE PAUL





A San Vicente de Paúl se le conoce en el mundo entero como El Santo de la Caridad. Todos sabernos que fue él, junto con Santa Luisa de Marillac, el fundador de las Hijas de la Caridad, dedicadas exclusivamente a socorrer a los necesitados. Pero lo que no saben muchos es que, preocupado principal­mente por la salvación de las almas, fundó la Congregación de Sacerdotes de la Mi­sión, dedicados a la instrucción religiosa de los campesinos y de los más abandonados. Funda también seminarios para la práctica de ejercicios espirituales que él mismo dirige, esforzándose por llevarlos hasta las más altas dignidades eclesiásticas.


1. Hermanos míos: si un misionero solamente pensase en la ciencia y en predicar bien para mover a todos a la compunción, pero al mismo tiempo descuida su oración, ¿ese tal es misionero? No, porque falta a lo principal, que es su perfección... ¿De qué nos servirá haber hecho maravillas por los demás, si hemos dejado abandonada nuestra alma? Nuestro Señor se retiraba a hacer ora­ción, separándose del pueblo, y quería que los apóstoles se retira­sen aparte lo mismo que El (Mc. 6, 31), después de haber hecho las cosas de fuera, para no omitir sus ejercicios espirituales; y su per­fección estuvo en hacer bien lo uno y lo otro (Conf. a Sac. Mis. 1).

2. Cuando Dios quiere comunicarse a alguien, lo hace sin esfuerzos, de una manera muy suave y sensible, dulce y amoro­sa. Dios, por su parte, no busca nada mejor. Pidámosle con toda confianza, y estemos seguros de que nos lo concederá. Él no se niega nunca si rezamos con humildad y confianza. Si no lo con­cede al principio, ya lo concederá. Hay que perseverar sin desa­nimarse; y si no tenemos ahora ese espíritu de Dios, ya nos lo dará por su misericordia, si insistimos, quizá dentro de tres o cuatro meses, o de uno o dos años. Pase lo que pase, confiemos en la providencia, esperémoslo todo de su liberalidad... Digá­mosle muchas veces: Señor, concédenos el don de la oración; enséñanos tú mismo cómo hemos de orar. Pidámoselo hoy y todos los días con confianza, con mucha confianza en su bondad (Conf. a Sac. Mis. 6).

3. Una cosa importante a la que usted debe atender de manera especial, es tener mucho trato con Nuestro Señor en la oración; allí está la dispensa de donde podrá sacar las instruccio­nes que necesite para cumplir debidamente con sus obligaciones. Cuando tenga alguna duda, recurra a Dios y dígale: “Señor, tú eres el Padre de las luces, enséñame lo que tengo que hacer”... Además, debe usted recurrir a la oración para conser­var en su alma el temor y amor de Dios; pues tengo la obligación de decirle, y lo debe usted saber, que muchas veces nos perde­mos mientras contribuimos a la salvación de los demás. A veces, preocupándose por los otros se olvida uno de sí... Y también debe recurrir a la oración para pedir por los demás, convencido de que obtendrá usted mucho más fruto con este medio que con todos los demás (Conf. a Sac. Mis. 7).

4. En la oración mental es donde yo encuentro el aliento de mi caridad... Lo de mayor importancia es la oración; suprimirla no es ganar tiempo, sino perderlo. Dadme un hombre de ora­ción y será capaz de todo (Cit. B.M.S.).

5. La oración es alimento del alma; lo mismo que todos los días necesitamos el alimento corporal, también necesitamos todos los días el alimento espiritual para la conservación de nuestra alma.
En la oración es donde escuchamos los deseos de Dios, nos perfeccionamos, tomamos fuerzas para resistir a las tentaciones y nos robustecemos en nuestra vocación... Por el contrario, cuando no hacemos bien la oración, nos debilitamos y perdemos la presencia de Dios.


6. Razones para tener oración. — Una de las principales razo­nes que tenemos para hacer oración todos los días, es el que nuestro Señor la recomendara tanto a sus discípulos: “Invocad a mi Padre, les dijo; pedidle a mi Padre, y todo cuanto pidáis en mi nom­bre se os concederá” (Jn. 14, 13). Y lo que dijo a sus discípulos, hijas mías, nos lo dice también a nosotros. Y tras esta recomendación del Hijo de Dios, tan ventajosa para nosotros, ¿no habremos de concebir una gran estima de ella?
Hijas mías: Tenéis que tener mucho cuidado en evitar todos los impedimentos que pudieran surgir a propósito de la hora, ya que con mucha frecuencia se os van a presentar. Pero cuando pase algo, en cuanto os deis cuenta, animaos con la recomenda­ción que Jesucristo hizo de ella. Tú, Dios mío, me has recomen­dado que ore, y yo sería muy cobarde si quisiera librarme de ello. ¡Voy allá! Ya veréis todas, hijas mías, qué poderoso es este motivo, y los bienes que entonces alcanzaréis.

7. A este motivo voy a añadir otro. Se ha creído conve­niente que hagáis oración todos los días, tal como indican vues­tras reglas. Diré más aún, hijas mías; hacedla, si podéis, a cual­quier hora, e incluso no salgáis nunca de ella, porque la oración es tan excelente que nunca la haréis demasiado, y cuanto más la hagáis, más la querréis hacer, si de veras buscáis a Dios.
Así que, hijas mías, ya que se dice en vuestras Reglas que tenéis que hacerla, es menester procurar, en la medida de lo posible, no faltar nunca a ella. Y si os lo impide esa medicina que tenéis que llevar por la mañana durante la hora de la oración, tenéis que buscar algún otro tiempo, de forma que nunca la dejéis...

8. Jesucristo nos ha ofrecido toda la seguridad de que sere­mos bienvenidos ante el Padre cuando oremos. No se ha conten­tado con hacer una simple promesa aunque hubiera sido más que suficiente, sino que ha dicho: En verdad, en verdad os digo, que todo lo que pidáis en mi nombre, se os concederá (Jn. 14, 13). Así, pues, con esta confianza, mis queridas hijas, ¿no habremos de poner todo nuestro cuidado en no perder las gracias que la bon­dad de Dios quiere concedernos en la oración, si la hacemos de la forma debida?

9. Se ha dicho, y con razón, que la oración es para el alma lo que el alimento es para el cuerpo, y que lo mismo que una persona que se contentase con no comer más que una vez cada tres o cuatro días, desfallecería enseguida y se pondría en peli­gro de muerte o, si viviese, sería lánguidamente, incapaz de realizar nada útil y se convertiría finalmente en un trasto sin fuerza ni vigor; así también el alma que no se alimenta de la ora­ción, o que raramente la hace, se hará tibia, lánguida, sin fuerzas ni entusiasmo, sin virtud alguna, fastidiosa para los demás e insoportable para sí misma.
Y se ha advertido también que de esta forma es como se con­serva la vocación, porque es cierto, hijas mías, que una Hija de la Caridad no puede vivir si no hace oración. Es imposible que persevere. Durará quizás algún tiempo, pero el mundo la arras­trará. Encontrará su ocupación demasiado dura, porque no ha tomado este santo refrigerio. Irá languideciendo, se cansará y acabará dejándolo todo. Hijas mías, ¿por qué creéis que muchas han perdido su vocación?; porque descuidaron la oración.

10. Se ha dicho igualmente que la oración es el alma de nuestras almas; esto es, que la oración es para el alma lo que el alma es para el cuerpo. Pues bien, el alma da la vida al cuerpo, le permite moverse, caminar, hablar y obrar en todo lo que necesita. Si al cuerpo le faltase el alma no sería más que carne corrompida, útil solamente para el sepulcro. Pues bien, hijas mías, el alma sin oración es casi lo mismo que ese cuerpo sin alma en lo que se refiere al servicio de Dios; no tiene sentimien­tos, ni movimientos, no tiene más que deseos rastreros y vulga­res de las cosas de la tierra.

11. A todo esto añado, mis queridas hijas, que la oración es como un espejo en el que el alma ve todas sus manchas y todas sus fealdades; observa todo lo que la hace desagradable a Dios, se mira en él, se arregla para hacerse en todo conforme con El.

12. Las personas del mundo nunca salen de su casa hasta después de haberse arreglado convenientemente ante el espejo, para ver si hay en ellas algo defectuoso, si no hay nada que vaya en contra de las convivencias sociales. Hay algunas que son tan vanidosas que llevan espejos en sus bolsos, para mirar de vez en cuando si tienen algo que arreglar de nuevo.
Pues bien, hijas mías, lo que hacen las gentes del mundo para agradar al mundo, ¿no será razonable que hagan los que sirven a Dios para agradar a Dios? Nunca deben salir sin mirarse en su espejo. Dios quiere que las que le sirven se arreglen también, pero en el espejo de la santa oración, donde, todos los días, y aun varias veces al día, examinando la conciencia, ejerci­tándose en santos deseos tratando de agradar a Dios, pidiendo perdón y gracia para ello.

13. Se ha dicho que es en la oración donde Dios nos da a conocer lo que quiere que hagamos y lo que quiere que evite­mos; y es verdad, mis queridas hijas, porque no hay ninguna otra cosa en la vida que nos haga conocernos mejor, ni que nos demuestre con mayor evidencia la bondad de Dios, como la oración.

14. Los Santos Padres se entusiasman cuando hablan de la oración; dicen que es una fuente de juventud donde el alma se rejuvenece. Los filósofos dicen que entre los secretos de la natu­raleza hay una fuente que ellos llaman la fuente de juventud, donde los viejos beben del agua rejuvenecedora. Sea lo que fuere de esto, sabemos que hay fuentes cuyas aguas son muy buenas para la salud. Pero la oración remoza al alma mucho más realmente que lo que, según los filósofos, rejuvenecía a los cuer­pos la fuente de la juventud.

15. Allí, en la oración, es donde el alma, debilitada por las malas costumbres, se torna vigorosa; allí es donde recobra la vista después de haber caído en la ceguera; sus oídos, anterior­mente sordos a la voz de Dios, se abren a las buenas inspiraciones, y su corazón recibe una nueva fuerza y se siente animado de un entusiasmo que nunca había sentido. ¿De dónde viene que una pobre mujer aldeana que viene a vosotras con toda su tos­quedad, ignorando las letras y los misterios, cambie al poco tiempo y se haga modesta, recogida y llena de amor de Dios? ¿Quién ha hecho esto sino la oración? Es una fuente de juven­tud en donde se ha rejuvenecido; allí es donde ha encontrado las gracias que se advierte en ella y que la hacen tal como la veis.

16. Clases de oración. — Hay dos clases de oración: la mental y la vocal. La vocal es la que se hace con palabras; la mental es la que se hace sin palabras, con el corazón y el espíritu...
Pues bien, en cada una de estas dos maneras de orar, Dios comunica muchas y muy excelentes luces a sus servidores. Allí es donde ilumina su entendimiento con tantas verdades incomprensibles para todos los que no hacen oración; allí es donde inflama la voluntad; allí es finalmente donde toma pose­sión completa de los corazones y de las almas.
Entonces, es conveniente que sepáis, mis queridas herma­nas, que aunque las personas sabias tengan mayor disposición para hacer oración, y que muchas lo logran y tienen por sí mis­mas el espíritu abierto a muchas luces, el trato de Dios con las personas sencillas es muy distinto. Confíteor tibi, Pater, etc., decía Nuestro Señor. Te doy gracias, Padre mío, porque has ocultado estas cosas a los sabios del mundo y se las has revelado a los humildes y pequeños.

17. Por la oración se alcanza la sabiduría. — Hijas mías, en los corazones que carecen de la ciencia del mundo y que buscan a Dios en sí mismo, es donde Él se complace en distribuir las luces más excelentes y las gracias más importantes. A esos corazones les descubre lo que todas las escuelas no han podido encontrar, y les revela unos misterios que los más sabios no pueden perci­bir.
Mis queridas hermanas, ¿no creéis que vosotras lo habéis experimentado? Creo que ya os lo he dicho otras veces, y lo repetiré una vez más: nosotros, los sacerdotes y clérigos, por lo regu­lar, hacemos bien la oración; pero, nuestros pobres hermanos, ¡oh!, en ellos se realiza la promesa que Dios ha hecho de manifestarse a los pequeños y a los humildes, pues, muchas veces quedamos admirados ante las luces que Dios les da, y es evidente que todo es de Dios, ya que ellos no tienen ningún conocimiento.

18. Unas veces es un pobre zapatero, otras, un panadero o un carretero que os llena de admiración. Algunas veces habla­mos entre nosotros de esto con una gran confusión por no ser como vemos que ellos son. Nos decimos mutuamente: “Fíjese en este pobre hermano; ¿no ha observado Vd., los hermosos pensa­mientos que Dios le ha dado? ¿No es admirable? Porque lo que él dice, no lo dice por haberlo aprendido, o haberlo sabido antes; lo sabe después de haber hecho oración”.
¡Qué bondad de Dios tan grande e incomprensible al poner sus delicias en comunicarse con los sencillos y los ignorantes, para darnos a conocer que toda la ciencia del mundo no es más que ignorancia en comparación con la que El da a los que se esfuerzan en buscarle por el camino de la santa oración!

19. Así, pues, mis queridas hermanas, es preciso que voso­tras y yo tomemos la resolución de no dejar de hacer oración todos los días. Digo todos los días, hijas mías; pero, si pudiera ser, diría más: no la dejemos nunca y no dejemos pasar un minuto de tiempo sin estar en oración, esto es, sin tener nuestro espíritu elevado a Dios; porque, propiamente hablando, la oración es, como hemos dicho, una elevación del espíritu a Dios.

20. ¡Pero la oración me impide hacer esta medicina y lle­varla, ver aquel enfermo, a aquella dama! ¡No importa, hijas mías! Vuestra alma no dejará nunca de estar en la presencia de Dios y estará siempre lanzando algún suspiro.
Si supieseis, hijas mías, el gusto que siente Dios al ver una mujer aldeana, una pobre Hija de la Caridad que se dirige amo­rosamente a Él, entonces acudiríais a la oración con más con­fianza que la que yo os podría aconsejar. ¡Si supieseis los tesoros y las gracias que Dios tiene preparadas para vosotras! ¡Si supie­seis cuánta ciencia sacaríais de allí, cuánto amor y dulzura encontraríais en la oración!
Allí lo encontraréis todo, mis queridas hijas, porque es la fuente de todas las ciencias. ¿De dónde proviene que veáis a per­sonas sin letras hablando tan bien de Dios, desarrollando los misterios con mayor inteligencia que lo haría un doctor? Un doctor que no tiene más que su doctrina, habla de Dios de la forma que le ha enseñado su ciencia; pero una persona de ora­ción habla de El de una manera muy distinta. Y la diferencia entre ambos, hijas mías, proviene de que uno habla por simple ciencia adquirida, y el otro por una ciencia infusa, totalmente llena de amor, de forma que el doctor en esa ocasión no es el más sabio. Y es preciso que se calle donde hay una persona de oración, porque ésta habla de Dios de manera muy distinta de como él puede hacerlo...

21. Me diréis: “Padre, lo vemos muy bien; pero enséñenos. Vemos y comprendemos muy bien que la oración es la cosa más excelente, que es la que nos une a Dios, lo que nos afirma en nuestra vocación y nos hace progresar en la virtud, nos despega de nosotras mismas y nos hace amar a Dios y al prójimo; pero no sabemos hacerla. Somos unas pobres mujeres que apenas sabe­mos leer, al menos algunas. Estamos a gusto en la oración, pero no comprendemos nada, y hasta nos parece que sería mejor no hacerla. Enséñenos.”

22. Hijas: Los discípulos del Señor también le decían: “En­séñanos a orar, dinos cómo hay que orar” (Le. 11, 1). Y el Señor les dijo: “Decid, “Padre nuestro, que estás en el Cielo... (Mt. 6, 9).
Y vosotras, mis queridas hijas, me preguntáis cómo hay que hacerla, porque os parece que no lo hacéis. Ante todo he de deciros, hermanas mías, que no la dejéis nunca aunque os parezca que es inútil porque no sabéis.

23. La perseverancia en la oración:
No os extrañéis, las que sois nuevas, de veros durante un mes, dos meses, tres meses, seis meses sin sentir nada; no, ni aunque esto dure todo un año, ni dos, ni tres. Aunque eso os suceda, no la dejéis nunca, como si sintieseis mucho fervor.
Santa Teresa estuvo veinte años sin poder hacer oración. (Al menos eso le parecía a ella). No sentía ni comprendía nada, pero ella iba al coro y decía: “Dios mío, vengo aquí porque me lo manda la Regla. Por mí no haría nada; pero porque tú lo quie­res, por eso vengo”. Y durante aquellos veinte años, aunque no sentía ningún gusto, nunca dejó la oración. Y al cabo de aquel tiempo, Dios, recompensando su perseverancia, le concedió un don de oración tan eminente que, desde los Apóstoles, nadie ha llegado tan alto como ella. ¿Qué sabéis vosotras, hijas mías, si Dios os querrá hacer con cada una, una nueva Santa Teresa? ¿Sabéis la recompensa que querrá dar a vuestra perseverancia?

24. Creéis que, yendo a la oración, no hacéis nada, porque no sentís ningún gusto; pero es preciso que sepáis, hijas mías, que allí se encuentran todas las virtudes. Primero la obediencia, porque la hacéis obedeciendo a la Regla. Ejercitáis la humildad, pues al creer que no hacéis nada, concebís un bajo sentimiento de vosotras mismas. Asimismo ejercitáis la fe, la esperanza, la caridad. En fin, hijas mías, en esta acción están encerradas la mayoría de las virtudes que necesitáis, y ya hacéis bastante si acudís a ella con espíritu de obediencia y humildad.

25. Por todas estas razones, que nos muestra la bendición que Dios da a los que practican el ejercicio de la santa oración, tanto si sienten gusto como aridez, debemos ahora, vosotras y yo, entregarnos a Dios para no faltar nunca a ella, pase lo que pase.
Si durante la hora de la comunidad tenéis algún otro queha­cer, hay que buscar otra hora, y de la forma que sea, llenar ese tiempo.

26. ¡Si supieseis, hijas mías, qué fácil es distinguir una per­sona que hace oración de otra que no la hace! Se ve muy fácil­mente. Veis a una hermana modesta en sus palabras y en sus acciones, prudente, recogida, santamente alegre; entonces podéis decir: “He aquí una hermana de oración”. Por el contra­rio, aquella que acude a ella poco o nada, la que aprovecha cual­quier ocasión que se presente para no ir a la oración, dará mal ejemplo, no tendrá afabilidad ni con sus hermanas ni con sus enfermos, y será incorregible en sus costumbres. ¡Qué fácil es ver que no hace oración!
Por eso, hermanas mías, hay que tener mucho cuidado en no decaer, porque, si hoy encontráis una excusa para no ir a la ora­ción, mañana encontraréis otra. Y lo mismo después; y poco a poco os iréis apartando de ella. Y si dejáis la oración habrá que tener mucho miedo de que lo perdáis todo, porque vuestros quehaceres son muy fatigosos. Si Dios no os concede su fuerza y su gracia, será imposible resistir. La carne y la sangre no encuentran en estas cosas gusto alguno, pues es por la oración por donde Dios comunica su fuerza.
Así, pues, hijas mías, el primer medio es no faltar nunca a ella. El segundo, es pedir a Dios la gracia de poder hacer ora­ción, y pedírsela incesantemente. Es una limosna que pedís. No es posible que, si perseveráis os la niegue.

27. Invocad a la Santísima Virgen, a vuestro patrono, a vuestro ángel de la guarda. Imaginaos que está presente toda la corte celestial, y que, si Dios os rechaza, a ellos no los rechazará.
Unas veces hará por vosotros oración la Santísima Virgen, otras vuestro ángel, otras vuestro patrono; y de esta forma nunca quedará sin hacerse, ni vosotras sin fruto.

28. Sin mortificación no puede haber oración:
Otro medio, hijas mías, que os servirá mucho para la ora­ción, es la mortificación. Son como dos hermanas tan estrecha­mente unidas que nunca van separadas. La mortificación va pri­mero y la oración la sigue; de forma, mis queridas hijas, que si queréis ser mujeres de oración, como necesitáis, tenéis que aprender a mortificaros, a mortificar los sentidos exteriores, las pasiones, el juicio, la propia voluntad, y no dudéis de que en poco tiempo, si marcháis por este camino, haréis grandes pro­gresos en la oración.
Dios se fijará en vosotras; considerará la humildad de sus servidoras, porque la mortificación viene de la humildad; y así os comunicará esos secretos que ha prometido descubrir a los pequeñuelos y a los humildes. Le doy gracias de todo corazón porque nos ha hecho pobres y en la condición de aquellos que, por su bajeza, pueden esperar llegar al conocimiento de su grandeza, porque ha querido que la Compañía de Hijas de la Caridad se compusiera de mujeres pobres y sencillas, pero capa­ces de esperar la participación de los misterios más secretos. Le doy gracias por todo ello y le suplico que sea El su propia grati­tud, y a ti, Jesucristo, Salvador mío, que repartas en abundancia a la Compañía este don de la oración, para que, por tu conoci­miento, puedan todas adquirir tu amor. Dánoslo Dios mío, tú que has sido durante toda tu vida, un hombre de oración, que la hiciste desde tus primeros años, que continuaste siempre y que finalmente te preparaste por la oración a enfrentarte con la muerte. Danos este don sagrado, para que por él podamos defendernos de las tentaciones y permanecer fieles en el servicio que esperas de nosotros...

29. Las Hijas de la Caridad tienen que apreciar la oración como el cuerpo al alma. Y lo mismo que el cuerpo no sería capaz de vivir sin el alma, tampoco el alma sería capaz de vivir sin la oración. Mientras una Hermana haga la oración como hay que hacerla, ¡cuánto bien hará! No irá andando, sino que correrá por los caminos del Señor y se verá elevada a un grado muy alto de amor de Dios.
Al contrario, la que abandone la oración o no la haga como es debido, irá arrastrándose. Llevará el hábito, pero carecerá del espíritu de Hija de la Caridad. ¿Veis que algunas se salen? Es por eso. Aparentemente hacían oración con las demás; pero, como no la hacían con todas las condiciones requeridas, no saca­ron fruto de ella y se convirtieron en personas muertas a la gra­cia. Perdieron los sentimientos por las cosas divinas y también la vocación. ¿Y por qué? ¡Porque no hicieron bien la oración!
Veis, pues, mis queridas hermanas, cómo esto os obliga a ser muy cumplidoras en hacer bien la oración.
Si durante la misma os llamaran a visitar a un enfermo a quien haya que llevar las medicinas, tenéis que dejar la oración durante ese tiempo, pero tenéis que buscar luego la ocasión para hacerla, sin faltar nunca a ella.

30. ¿No veis cómo, de ordinario, adornamos nuestros cuer­pos con el vestido? El vestido del alma es la oración; dejar de hacerla es lo mismo que no vestirla con la ropa debida. Por eso tiene tanta importancia que os aficionéis más que nunca a este santo ejercicio. Si la hacéis bien, tendréis el hermoso ropaje de la caridad y Dios os mirará complacido; pero si no lo hacéis vais a caer en una situación deplorable. Sí, una hermana que aban­dona la oración cae en una situación deplorable: Dios la abando­na, porque ella ha abandonado a Dios. ¡Y sabed que sin la ora­ción no tendréis más remedio que ofenderle...! ¡Salvador mío!, te rogamos nos concedas esta gracia, la gracia de la oración. Hermanas: pedidle que os aficionéis a ella y que nunca os falte...

31. En el nombre de Dios, no faltéis nunca a la oración, y comprended bien la importancia de hacerla bien. Mirad, la ora­ción es tan necesaria al alma para conservarla viva como el aire al hombre, o como el agua a los peces. Pues bien, lo mismo que los hombres no podemos vivir sin aire, sino que morimos al no poder respirar, de la misma forma una Hija de la Caridad no podrá vivir sin la oración y morirá a la gracia si la deja...

32. La oración es el único medio para conseguir las virtudes:
Entre todos los medios que Dios os ha inspirado, hijas mías, encuentro especialmente uno de una eficacia maravillosa, el de pedir esta gracia a Dios, pero pedírselo de buena manera, esto es, con el deseo de corresponder a la gracia con todo nuestro empeño, y con el deseo de ser fíeles hasta en los más pequeños detalles, porque como hemos señalado, el que es fiel en lo poco y en las pequeñas cosas, lo será también en las cosas grandes...

33. Y cuando vayáis a la oración, tenéis que ir puramente por complacer a Dios, diciendo: “No soy digna de conversar con Dios; pero, como lo quiere la obediencia y esa es su voluntad, voy a ella para honrar a Nuestro Señor”. Pues no se ha de ir a la oración siguiendo los propios caprichos, sin atención y de cual­quier manera. No, no hay que hacerla así. Tenemos que hacerla como la hacía Nuestro Señor, sobre la tierra. Él la hacía con gran respeto, en la presencia de Dios, con confianza y humildad. (Conferencias 5, 37, 102, 103, 104.)



(Codesal, Antología de textos sobre la oración, Editorial Apostolado Mariano, Sevilla).