viernes, 28 de agosto de 2015

LA EPÍSTOLA A DIOS – POR GIOVANNI PAPINI





Como todas las catedrales célebres, Agustín es más admirado por fuera y de lejos que visitado en sus airosos cruceros y en sus criptas. Si alguno conoce de él una sola obra, estamos seguros de que ha leído las Confesiones. Las Confesiones figuran en el breve inventario de la literatura universal con los mismos derechos que la Odisea, que el Paraíso perdido. Al lado de la Imitación de Cristo y de La Divina comedia, es el libro cristiano más divulgado, reimpreso, traducido y comentado en todo el Occidente, uno de esos libros que los mismos agnósticos y los incrédulos sienten el deber de leer. En la Edad Media, la Ciudad de Dios superó, quizá, la popularidad de las Confesiones, porque aquellos moradores de las tinieblas amaban las catedrales de piedra y de idea; hoy, en cambio, las Confesiones ocupan el campo. Hemos llegado a ser indagadores, a veces petulantes e irreverentes, de las virtudes ajenas, y más que la filosofía de la historia nos apetece la anatomía de las almas: menos metafísicos y más
psicólogos.

Agustín era más rico que nosotros: es el último de los grandes metafísicos y el primero de los psicólogos modernos. Si en otras obras es ariete contra los baluartes heterodoxos o arquitecto ciclópeo, en las Confesiones se dan al mismo tiempo especulación e introspección, teología y autobiografía, Dios y el yo. La mayoría, en nuestros tiempos, buscan en ella casi sólo esto último y, especialmente después del capítulo IX, sienten dentera y dislocación. Buscaban un alma fanfarrona y se sienten transportar a las alturas de la plegaria.

Entre los modernos y Agustín hay una equivocación. La palabra “Confesiones”, adoptada por tantos, no tiene el mismo sentido para él y para nosotros. Agustín no ha querido escribir memorias, una vida propia, como tantos han hecho después de él e inspirados por él. Confessio, para Agustín, equivale a reconocimiento del pecado propio; pero, sobre todo, elogio de la misericordia, de la gracia, de la sabiduría de Dios. El adoptó el significado bíblico de «confiteri», confieso tu gloria, soy testimonio de tu grandeza. Soy, pues, ante todo, algo semejante a una oferta: “Accipe sacrificium confessionum mearum”, escribe al principio del libro V. Mucho más que autobiografía, las Confesiones son elevación a Dios, continua declaración de amor a Dios. Narra su vida pasada, pero sólo con hechos estrictamente necesarios, porque constituye un documento del poder de la Gracia divina, el testimonio apologético de lo que Dios supo hacer para iluminar a un ciego y para limpiar a un enlodado. Hay, es cierto, dos clases de confesiones: confesión de alabanza y confesión de acusación; pero esta segunda, por fuerza personal, forma parte de la primera a título de prueba: es un corolario de la primera, ejerce la función de ella.

¿A quién iba Agustín a confesarse en el sentido que nosotros entendemos por lo regular? ¿A Dios? Ciertamente, no, pues sabe todo; sería repetición superflua. ¿A los hombres? Pero en calidad de catecúmeno ya se ha confesado, y hace tiempo, a Simpliciano y a Ambrosio, a quienes refirió las culpas y los errores de su vida anterior al bautismo.

Escribe, sí, también para los hombres, y no se avergüenza de darse a conocer hasta en lo íntimo del corazón, hasta en sus vestigios de lepra, no para satisfacer extraña curiosidad o pavonearse, sino con la esperanza de servir de ejemplo al caminante y de alcanzar las oraciones de sus hermanos.

Él mismo, en las Retractaciones, ha dicho cuál fue su verdadera intención: «Los trece libros de mis Confesiones alaban por mis bienes y por mis males a Dios justo y bueno: elevan hacia Él el entendimiento y el corazón del hombre.» El objetivo, pues, como el de las otras obras agustinas, es teocéntrico. Si hubiese podido prescindir de hablar de sí, lo habría hecho; pero como su caso personalísimo es una alegación más que llevar al archivo de la Gracia, se ha obligado a referir la parte indispensable de sus recuerdos. Si hay en ellas alguna razón suplementaria, fuera de la glorificación de Dios, es precisamente todo lo opuesto a la ostentación. Cuenta Posidio, quien no se separó de él hasta la muerte, que para escribir las Confesiones «fue movido a fin de que ninguno, según el dicho del Apóstol, le estimase más de lo que él sentía ser, o que se podía saber por sus palabras, según es propio de la santa humildad, para no sembrar humo, sino para dar alabanzas, no a sí, sino a Dios, por los favores recibidos de la liberación, e impetrar de él otros nuevos que deseaba por las súplicas de los hermanos». No las escribió, por tanto, como supone Erasmo, para lavarse de las acusaciones de los donatistas, ¡cuánto menos para proveer de armas a los acusadores!


Pero la empresa, aun hecha con estas intenciones, todo lo que se quiera menos autobiográficas, era por entonces nueva, especialmente por la forma en que fue llevada a cabo. Los antiguos no hablaban con gusto de sí o lo hacían para defenderse o gloriarse. El archiserio Aristóteles dictaminó que el hombre perfecto «no habla nunca ni de los otros ni de sí mismo». No todos le dieron la razón, y los antiguos que escribieron sus propias hazañas, aun en tercera persona, como Jenofonte o César, tuvieron por fin alabarse, o, como Emilio Scauro o Cicerón, justificarse. Mas, de todas formas, narraban sucesos exteriores, y no los espirituales, mientras que las Confesiones agustinianas pueden llamarse verdaderamente, como la obra de Leopardi, Historia de un alma. El único que en este sentido precedió a Agustín fue Marco Aurelio, pero los Recuerdos acerca de sí mismo son todo lo que puede estar más lejos de las Confesiones; no son ni relato dramático: son una sarta de favores agradecidos, seguida de fragmentos de reflexiones genéricas, de consejos y de apuntes de conferencias. En Marco Aurelio hay toda la frialdad satisfecha del aprendiz estoico; en Agustín, todo el incendio de un alma redimida, que se acusa para mejor exaltar a su Dios.

Ni siquiera el frío y corto poema autobiográfico de San Gregorio Nacianceno puede ponerse al lado de la trepidante polifonía del africano.

Aquí es el hombre que imprime en los fondos eruptivos de su jubilosa atestación todas sus inquietudes, su batir de alas hacia el fuego central del universo, su deseo de hundirse en el abismo del ser. Espejismo de deleite, fulgores de éxtasis, zozobras de corazón, sediciones de pensamientos, todo un vivo pulular de un espíritu que luce y arde, hace claro y milagroso este fulgurante complejo. Si la tierra, según la profunda definición de Keats, es «el valle de la creación del alma», este libro es una tierra, un mundo. Aquí se ve a un alma que, paulatinamente, va dejando la enfermedad por caridad del Sumo Médico; que surge, desde el cenagal de los lujuriosos, a embriagarse, en el alto banquete, con el vino de la luz eterna. Agustín se hace delator de sí mismo, su arrebato desnudador descubre los aguijones clavados en su carne, pero para mostrar, al final, que cada espina puede convertirse en remo o ala. Y vemos al sacamuelas de la juventud cambiarse, ante nuestros ojos, «en la mesa de bronce en que escribe el Señor».

Al par de La Divina Comedia y del Pilgrim's Progress, es la historia de un hombre que de la selva de los pecados asciende a las esferas de la salvación y de la contemplación. No tiene como fondo al linaje de Adán repartido en tres reinos, o una geografía alegórica y mística, sino al mundo todo humano de las pasiones y de las ideas. El esquema ideal es, no obstante, el mismo: metamorfosis de lo bajo en lo alto, «comedia» de dos personajes, el yo y Dios, de final alegre. A qué género pertenezca el libro, nadie puede decirlo. No es biografía, pues faltan demasiadas cosas: por momentos, desahogo; por momentos, oración; ya es el profesor que explica, ya el filósofo que recapacita en nuestra presencia, ya el teólogo que enseña, ya el poeta que llega a hacer que el dolor beba en la casta belleza de las evocaciones, ya el místico que se lanza a decir lo indecible.

Si acaso, pertenece al género epistolar. Agustín, cuando escribe, tiene siempre necesidad de sentir a una persona delante, saber a quién habla. No habla nunca en el vacío, sobre un plano genérico y a oyentes confusos en el universal anónimo. En los tratados polémicos se dirige a los adversarios; en los diálogos, a su interlocutor; en las cartas, a los amigos; en los sermones, a los fieles: toda obra suya lleva por delante un nombre y una dirección. Y las Confesiones, ¿qué otra cosa son sino una gigantesca epístola a Dios, una grandiosa carta del esclavo al amo, del redimido al salvador, del ignorante al omnisapiente, del beneficiado al bienhechor? A Él se confía, a Él pide, a Él recuerda la antigua caridad, a Él se encomienda, y le suplica como se hace al escribir a un amigo poderoso, y le celebra como se hace con quien se ama más que a todas las cosas.

Los hombres, si leéis atentamente, no aparecen en ellas sino para dar los claros a las andanzas del que escribe ; las Confesiones están concebidas en una especie de abstracto desierto en que divisamos solamente a Agustín y a Dios: Agustín, abajo, en la tierra, que habla a Dios; Dios, en los cielos, en apariencia destinatario mudo, pero que ha hablado con los rayos de su Gracia. Las Confesiones son una carta que tuvo su primera contestación antes de ser escrita: es el cántico de la gratitud, entonado por el pobre a los pies del rico que ha saciado su hambre.

En las Confesiones, Agustín se quita, se arranca, dirá mejor, de encima las diferentes vestiduras que ha de llevar cada día para estar solo, al fin, consigo mismo y con Dios. Y por mucho que se asome, aquí y allí especialmente al final, o el exégeta o el teólogo o el filósofo, este libro es un verdadero espejo interior, su examen de conciencia en la perspectiva del absoluto. Para él, «cristiano» no significa nada añadido a «hombre», sino la explicación y el complemento necesario del hombre: una cosa sola.

Esto desenmascara a los que quieren ver en las Confesiones a un Agustín que crea, a propósito, casi fantásticamente, una «experiencia religiosa» que sobrepone a su verdadero yo. Para él, el hombre sin Dios no puede vivir realmente, ser él mismo, y, por consiguiente tiene el deber de estar en su presencia, en su compañía, digamos más, en su intimidad, todo lo más que pueda, si realmente quiere existir. Y, por lo menos una vez, dejando a un lado al polemista y al obispo, Agustín quiere estar solo con Dios y hablar con Él solo y sentirse vivir en Él.

A Dios, que nada ignora, se le puede decir todo, hasta lo que se oculta a los hombres, hasta los secretos vergonzosos de nuestra miseria, siempre grande, aun después del más grande don.

Muchos inconvertibles se imaginan que en el convertido debe nacer, de hoy a mañana, lo que ellos llaman «el hombre nuevo», y cuando no lo encuentran con toda aquella absoluta novedad que su incompetencia exige y pide, niegan, sin más, la verdad, o la sustancialidad de la conversión. El ejemplo de Agustín, convertido célebre, debería bastar para desengañarlos. La conversión, aun la más profunda, no suprime ni puede suprimir la naturaleza ingénita del hombre viejo: le reforma, le poda, le sublima, pero no le aniquila. Aquellas fuerzas que estaban dirigidas al mal las dirige al bien; pero son siempre las mismas en cuanto que son potencias del ánimo y del espíritu; las facultades de la inteligencia, que se satisfacían con el error, ahora se ocupan en la verdad, pero siguen siendo las mismas facultades, no debilitadas, sino, por el contrario, vigorizadas, pero siempre las mismas. El alma cambia de rumbo, pero no de índole. El que era dado a la indignación, a la intransigencia, a la teoría pura, a la polémica apasionada, permanece el que era, con la diferencia, importantísima, de que usa de estas disposiciones suyas para la gloria de Dios en vez de para servicio del diablo. Agustín, que era maestro de retórica, amante de la filosofía, siguió, aún después, siendo filósofo, y en el estilo un retórico; pero empleó su sabia oratoria y su destreza filosófica en defensa de Cristo, en lugar de usarlas a favor del apostolado maniqueo o para adquirir fama y ganancias.

Y ni siquiera los vicios son expulsados inmediata y enteramente: son refrenados, domados, reducidos y debilitados, aunque en una u otra forma intenten florecer de nuevo en la misma santidad. La profundidad del cambio consiste en que, mientras antes se los toleraba, ahora se los detesta; si antes no se los reconocía como pecados, ahora se ve toda su suciedad; si antes nos servían de motivo de renombre, ahora se los siente como una vergüenza.

Y en las Confesiones Agustín nos da una prueba decisiva. Escribió las Confesiones entre el 397 y el 398; hacía, pues, casi doce años que era un convertido. Y, sin embargo, en el análisis que hace, en el libro X, de su alma actual, encontramos la transformación en camino, pero no completa. El pecador no ha llegado aún a santo, y algunas tendencias pecaminosas de su antigua naturaleza lo perturban todavía, no victoriosas ya, pero tampoco extirpadas. Él mismo lo reconoce: «Tú has «empezado» mi transformación, y Tú sabes en «cuánta» parte estoy cambiado.»

A los cuarenta y cuatro años, sacerdote, y obispo, la vida se le presenta todavía a Agustín como una tentación «sine ullo interstitio». La sensualidad, que tan joven le ha asaltado, y que por tantos años ha retrasado su vuelta no está apagada aún en él: ha renunciado a ella, pero continúa asaltándole; las imágenes de aquellos placeres, reforzadas por la costumbre, «son débiles cuando estoy despierto; pero en el sueño me llevan, no sólo hasta su deleite, sino hasta al consentimiento y a la ilusión del acto». Y no se puede renunciar a la comida como se renuncia a la mujer; aunque poco, es necesario alimentarse. Y entonces se percata de que en la satisfacción de esa necesidad anida siempre la sensualidad, no tanto en el beber como en el comer. Y la concupiscencia del oído le hace ser demasiado indulgente para el canto, aun el de la Iglesia, y quizá se deja arrebatar más por la dulzura de los sonidos que por el sentido de los himnos. Y los ojos se complacen con demasía en las bellezas de lo creado, en las formas de las cosas, en la perfección del arte; «libido sentiendi», arrojada por un lado, vuelve por otro bajo formas más decorosas, pero siempre culpables. Y el placer del mirar, del observar, del buscar, es honesto ante la conciencia del deseo de conocer, pero muy a menudo no es sino delectación y satisfacción de curiosidad. Aun viejo, Agustín se distrae siguiendo con la vista al perro que persigue a la liebre, a la lagartija que caza la mosca, a la araña que prepara su tela para coger a sus víctimas.

Y a cada paso se da cuenta de que obra para contentar aquel doble instinto del hombre de ser amado y temido; está  tentado por el contentamiento de sí mismo y, por mucho que de él se defienda, se complace más en la necesidad de las alabanzas.

Las tres concupiscencias fundamentales—la sensualidad, la curiosidad, el orgullo—, las que Dante encontrará bajo el pelaje de las tres fieras, en la selva, están en Agustín calmadas y condenadas, pero no cercenadas y quizá ineliminables. En Agustín ha nacido el hombre nuevo, pero no ha dado muerte al viejo. El antiguo Adán, en él está en parte encadenado y en parte sublimado, pero continúa y a veces se rebela. En la primera parte de las Confesiones Agustín parece decir: «¿Quién podrá consolarme de mi pasada felicidad?» Ahora, ya cercano a la vejez, pregunta: ¿«Qué castigos podrán merecerme la plenitud de la futura felicidad?».

«¡ Tarde te he amado, Belleza tan antigua y tan nueva, tarde te he amado!», exclama el renacido en convulso clamor. Después de tantos años de obras y de súplicas, de purificaciones y de éxtasis, sabe que es todavía imperfecto e infeliz. «Nosotros te manifestamos nuestro afecto confesando nuestras miserias y tus misericordias para que nos libres del todo, ya que has empezado, para que dejemos de ser desgraciados y seamos felices en ti.» En Agustín encontramos la señal de la verdadera santidad, que es no creerse santo.