jueves, 7 de noviembre de 2013

LOS CURAS PROLETARIOS – ESCRIBE EL PADRE CASTELLANI





El episodio de los «curas obreros» de París no tiene la importancia que las chácharas periodísticas le atribuyen. Desde su comienzo vimos que en ese experimento de «apostolado clandestino» (como lo ha llamado Sulis) había muerte, moda y mojiganga. Lo que tiene importancia es la cuestión de los curas proletarios, y en general de los curas trabajadores. El que consiguiera que los curas argentinos trabajaran, por ejem­plo, haría un aporte importante al Plan Quinquenal.
Desde el tiempo en que Tito Livio en su empaque imperial injurio­samente llamó a los galos nata in vanos tumultus gens, los franceses han sido un poco barulleros, como asimismo riñosos y madrugadores; de hecho su animal totémico es el gallo. Así que hicieron grande alharaca cuando algunos pocos sacerdotes suficientemente robustos para el caso, y con los más amplios auspicios del Cardenal Suhard, se entra­ron sigilosamente (?) de estibadores del puerto, mecánicos o chóferes, como quien entra en la nueva Orden religiosa de los tiempos moder­nos en busca de una mayor perfección de vida.
Efectivamente, el obrero manual es el único trabajador; el trabajo es la virtud, y la virtud es la santidad. De modo que cuando los pro­letarios tengan todo el poder sobrevendrá el Paraíso Terrenal y se podrá suprimir incluso el mismo Poder, que no es sino una de las consecuen­cias del Pecado, es decir, del «Capital»; de acuerdo a la visión religioso-maniqueo-mesiánica de Carlos Marx (ver Manifiesto Comunista, cap. II).
De modo que se anunció bruyamment al mundo, como una gran cosa, que había ya «curas obreros»; y el mundo, olvidado de que Jesu­cristo había llamado ya a sus Apóstoles con ese nombre («dignus est operarius mercede sua») se admiró; olvidado que cualquier sacerdote que cumpla con su deber no tiene más remedio que ser un trabajador que trabaja por lo menos tanto como los que celebran el 1° de mayo; aun­que a veces tenga que quedarse en su cuchitril el 1° de mayo, trabajando con gripe, y no pueda hacer su acto de presencia.
Este párrafo se refiere a los curas que trabajan en su trabajo; porque el que trabaja en trabajo ajeno no es buen trabajador. ¿Y cuál es su trabajo?
«¡Oh cura! ¿con qué trabajas / si no es con la cabeza?» dijo el hijo de Martín Fierro.
Ciertamente el cura no es un trabajador manual. Mas el trabajo de la cabeza es uno de los más bravos e insalubres que existen; y es una cosa que hoy día, como lo hagas bien y de veras, te manda quizás a la miseria y te convierte en cuanto te descuidas en proletario, y no de cualquier clase sino de la que los marxistas llaman Lumpenproletarier. En tiempos más propicios a las letras y menos a las armas que los nuestros, Cervantes dijo empero que uno de los «peros» de la vocación de «letrado» era: «Dolores de cabeza, indigestiones de estómago», y vi­ve Cristo que no seremos nosotros los escritores y maestros actuales a contradecirlo, aunque en eso de las indigestiones el peligro ha disminuido mucho, con un aumento en cambio de los dolores de cabeza.
«La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones hasta ahora reputadas como venerables. Del médico, del jurisconsulto, del sacer­dote, del poeta, del sabio, ha hecho trabajadores asalariados» —dice Marx en el mismo manifiesto. Se olvidó de decir que si de muchos sa­cerdotes ha hecho proletarios, de algunos ha hecho capitalistas: con­traparte inevitable.
Sacerdotes capitalistas no son los que tienen capital (pues franca­mente creemos que los obispos buenos deben tenerlo); sino pura y simplemente los que no trabajan con la cabeza. Son simples ociosos, que viven del trabajo ajeno. ¿Y qué diremos de los que ocupan altos puestos o manejan grandes sumas sin tener cabeza alguna visible o ponderable?

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Se ha cumplido entre nosotros la predicción de Carlos Marx respecto al sacerdote. Lo mismo que en el «siglo», supuesto que la Iglesia no llene más remedio que existir en él, en la Iglesia los «bienes» están de­fectuosamente distribuidos; y los «instrumentos de trabajo» no están a veces en manos de los trabajadores sino de los ociosos, de los perros de hortelano que no comen ni dejan comer; simplísimo abuso capitalista que subleva con toda razón a Jaime María de Mahieu.
Existen naturalmente parroquias «pobres» y parroquias «ricas» que producen grandes rentas automáticamente como predios o como feudos; y las parroquias se adjudican entre nosotros por el más ab­soluto discrecionalismo, sin el menor control o respecto a méritos, aptitudes o necesidades —por ejemplo—; y por este tenor se podrían poner otros muchos ejemplos. La regla verdadera de la justicia social o «distributiva» (como la llamaban los antiguos) respecto de las «en­tradas» de cada uno es (según Santo Tomás) «lo que le es necesario según su estado», puesto que es evidente que no son las mismas necesi­dades en un destripaterrones y en un monarca, y que la «producción» propia del monarca se obstaculizaría, con daño de to­dos, de dársele los mismos medios de vida que al destripaterrones; y el estado de estudioso, de intelectual, de investigador, de doctor, tie­ne muchas más necesidades psicológicas, e incluso físicas y fisiológicas, que la de un ganapán de la liturgia que se pasa el día haciendo ceremonias. Justamente contemplando este hecho creó en otros tiempos la Iglesia la institución de los «canónigos», que hoy día ha degenerado de su fin y de su carácter de una manera deplorable... y absoluta —posiblemente irremediable.
Esta decadencia (y otras que sería largo tocar) tiene sus raíces en la decadencia de los estudios de los eclesiásticos; en suma, para hablar breve y mal, en la haraganería. Si el fin del sacerdocio fuese hacer ce­remonias, largar bendiciones o inaugurar iglesias feas, todas esas cere­monias se pueden aprender en menos de seis meses; y no tendrían sentido los largos años que la Iglesia prescribe para esa vocación, hoy día «carrera», cuando no negocio.
«Hemos puesto la religión en las escuelas; sería conveniente llevarla también a las iglesias» —dijo don Pío Ducadelia.
Lo menos que se puede pedir a un cura por oficio es que sepa predi­car el Evangelio. Supuesta por otro lado la fe, el saber hablar en público y un cierto conocimiento de la Escritura Sacra debería ser un mínimum indispensable para una ordenación sacerdotal. No se ve eso. En nuestras iglesias católicas se predica muy poco; y eso bastante mal, en general. Es mucho más fácil hacer moralina y perderse en consideraciones gazmoñas acerca del «pecado feo», que leer, explicar y revivir el pequeño librito que contiene la vida y las palabras de Cristo; el cual, entre paréntesis, habló muy poco del «pecado feo», como hombre de buen gusto que era.
Es más fácil: el Evangelio contiene «misterios»; los misterios son el objeto de la fe; la fe hoy día es lo difícil. Esquivando la paradoja y la «angustia» de la fe, la carrera de pastor de almas se vuelve relativa­mente fácil, reducida al pastoreo de ceremonias. A esos curas harán bien los comunistas si llegan al poder en imponerles un trabajo ma­nual. ¡Y qué falta le está haciendo a algunos buenos monseñores un buen trabajo manual! Pero por justo juicio de Dios, lo que será impo­nerlo a todos: a ésos y a los otros, dado que el actual estado de la dis­ciplina eclesiástica en este país impone injustamente el trabajo manual a los otros, a los que tienen vocación intelectual. Con gran prudencia impuso el cardenal Innitzer a sus seminaristas de Viena que apren­diesen un oficio manual: criticado por algunos «teólogos» españoles, los sucesos posteriores le dieron la razón.

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El argentino tiene una religión sentimental y pueril, cuando no me­ramente política. Aquí no se ha producido en tantísimos años de ca­tolicismo un solo libro eximio acerca de la religión, porque el argenti­no, incluso el sacerdote, no piensa su religión; lo cual es casi igual que decir que no la tiene; ¡y con tantos deanes, tantos canónigos, tantos prelados, tantos profesores y «doctores», tantas becas y prebendas, tantos edificios enormes, tantas bibliotecas intonsas!
El problema teológico de la fe no es el objeto de este artículo, que contempla solamente, de acuerdo al carácter de nuestra revista, el trabajo sacerdotal en su relación social, y sociológica. Sobre este tema es­cribió un sacerdote argentino, Honorato Amándola de Tebaldi, una sensata circular que no fue tomada en cuenta; y lo toca Hernán Benítez en su último libro. Ese trabajo anda mal, y eso es causa oculta de muchos graves daños de toda la comunidad nacional. Si no se lleva la religión a las iglesias, de acuerdo al pío deseo de don Pío Ducadelia, habrá que llevar por lo menos la sociología; y no podemos excusarnos de hacerlo, por desagradable o peligroso que nos resulte, ya que nos ha ganado por la mano Carlos Marx; y él la ha llevado a su manera, como se verá en la gran encuesta sobre el comunismo en que se ha empeña­do nuestra revista.
Una grave revisión y puesta a punto de los estudios eclesiásticos (la misma que pedía Balmes para España en 1844, «La Instrucción del Clero», revista La Sociedad, II, pág. 301) es una cosa que ya no con­cierne sólo a las autoridades eclesiásticas, sino a la comunidad nacio­nal, en su equilibrio actual y en sus destinos futuros; que ya experi­menta los malos efectos de los malos estudios actuales, y cuyo sentimiento estas líneas apresuradas no hacen sino traducir lo más fiel y respetuosamente posible. La joven y activa Universidad de Tucumán ha concedido una equiparación de los estudios del Seminario Dioce­sano con los suyos propios para facilitar una útil «osmosis» a la cultura nacional. Esta medida es justa y progresista, pero supone que los estu­dios eclesiásticos se pongan a una altura universitaria, sin lo cual la Universidad no puede obtener otro efecto que sabotearse a sí propia.
Ramiro de Maeztu ha escrito (Defensa de la Hispanidad): «El ba­chillerato enciclopédico en Sud América no consigue formar sino le­giones de almas apocadas, que necesitan del alero de una oficina pú­blica para ganarse el sustento»; eso son muchísimos sacerdotes en nuestro país: oficinistas. Los espléndidos atributos del «sacerdote» que hallamos en la Escritura y los poetas profanos (como Baudelaire) no les son aplicables.
Con gran despliegue de grandes edificios, de ostentosas ceremonias y falsos «doctorados» la burocracia eclesiástica lanza a la circulación almas sacerdotales apocadas, hombres que no parecen hombres, y que en realidad son esclavos, «incapaces de la amistad», como dijo Aristó­teles del esclavo; porque dependen para su sustento absolutamente de su «oficina» de que puede privarlos sin ambages ninguno en cualquier momento la voluntad del Obispo y echarlos a la vía, con una «suspensión» justa o no, que en eso no hay ni control ni apelación ninguna posible. Aquel que come su pienso de las manos de un amo arbitrario no es libre. El que no es libre no puede ser sacerdote, en el verdadero sentido de esa palabra. Los antiguos cánones de la Iglesia prohibían ordenar sacerdotes a los esclavos, a los malnacidos y a los idiotas. La Iglesia Argentina (como lo sabe la historia) ha tenido otrora por Arzo­bispo a un malnacido, a un bastardo. Así le ha ido al pobre.
Sin que creamos que el método marxista explique todos los fenó­menos sociológicos, explica, sin embargo, como «causa material» este problema que está en el tapete y en la consideración de todos los avi­sados: la Iglesia Argentina enseña latín y aquí no ha habido un solo gran latinista; enseña griego y no hay helenistas; enseña hebreo, y la cátedra de hebreo de nuestra Facultad máxima la tiene que ocupar un Rabino, y bien ocupada por cierto.
Se enseñan cinco años de letras humanas y no hay sacerdotes es­critores, ni siquiera buenos oradores; se enseñan (?) tres años de filo­sofía, y no hay filósofos clérigos: Alejandro Korn, un médico, tiene que inaugurar la filosofía argentina. No hay teólogos, no hay escrituristas, no hay juristas sacros y, sin embargo, se pretende enseñar todo eso, y se pide al Gobierno sumas ingentes con ese pretexto. No hay un solo libro bueno sobre esas materias producido en el país en toda su historia, que depende por tanto en eso de la producción extranjera. Todo esto depende de inmediato de los malos estudios, o de la mistificación y la haraganería en las «universidades» eclesiásticas; y en el fondo, del mal uso de los bienes eclesiásticos, del nombramiento poli­tiquero y tortuoso de los Obispos, de la intromisión y prepotencia de algunos «Nuncios» extranjeros, de la angurria vegetativa de algunas órdenes religiosas desordenadas y mal gobernadas. En suma depende, como dijo poco ha el senador McCarthy hablando de otro asunto «de un aparato burocrático que se ha vuelto pesado, rígido y ciego, que oprime en vez de ayudar, y que ya no responde al objeto para que fue instituido».
De todo esto hablará dentro de poco mejor que yo el P. Hernán Benítez en un libro que prepara sobre el estado actual de la Iglesia, se­gún nos refieren. Pero ya ha hablado el P. Lombardi, en un librote titulado Pío XII per un mondo migliore, que está en nuestras manos; el cual Lombardi, «il micrófono di Dio», aunque no sea santo de nuestra devoción propala aquí varias cosas excelentes, entre ellas una amplia revisión del armazón externo de la Iglesia, que parece (y está) hoy día carcomido en tantas partes.
«La introducción más y más larga y directa de los laicos en la ciu­dadela eclesiástica, tan celosa hasta hoy de la exclusividad de sus po­deres» —exclama el orador italiano, tesis que tiene por autor primero al excelso poeta francés Paul Claudel. En suma, en vez de que los sa­cerdotes se «entren» de obreros, que los obreros hagan un poco de sacerdotes en ese gran «senado de católicos» que él propicia. Tam­bién él hace notar que el manejo impersonal de los asuntos eclesiásti­cos por una burocracia mecánica y ciega puede producir males espantosos, como produjo el resentimiento y la caída reciente de un gran teólogo alemán ¡y no de uno solo a osadas!; idea que en sus dos librotes Pío XII per un mondo migliore y Per un mondo nuovo propala el porvenirista «il micrófono di Dio», con bastante malhumor de la prelatura vaticana, pero con el auspicio directo de Pío XII, según leemos en periódicos italianos.
En 1840 el ministro Mendizábal despojó a la Iglesia de sus bienes, sobre todo los de comunidades religiosas, a los que llamó «manos muertas». El joven filósofo catalán Balmes, entonces de 29 años, dis­cutió con altura el suceso en su revista La Sociedad, condenando como era obvio la injusticia intrínseca de la medida y sus desastrosas conse­cuencias políticas y sociales probables; mas terminó su alegato con una exhortación al estudio serio y a la vida contemplativa enderezada al clero y a las órdenes religiosas. La ocasión del despojo injusto de esos bienes la había dado pura y simplemente el mal uso de esos bienes, como suele suceder en todos estos grandes despojos políticos; el cual mal uso, si se contempla con una visión religiosa, es un abuso más grave en su propio plano que el abuso subsiguiente del poder político: es un abuso casi sacrílego, por ser bienes sacros.
Con ejemplar prudencia y moderación, pero con coraje más ejem­plar todavía, el joven sacerdote exhorta a sus cofrades clérigos y reli­giosos al estudio serio y «social», es decir, útil a la sociedad y realizado en equipo; y traza un esquema que es todavía actual —más actual que entonces quizá— de lo que deben ser los religiosos de ahora.
Sin exhortarlos a que desierten sus claustros por la plaza pública o los estudios profanos, o que se entren de changadores o almaceneros, muy al contrario; aconseja empero su dedicación paralela o accesoria a las ciencias naturales, hoy predominantes, como sustitutivo del anti­guo trabajo manual de los monjes. Copiar manuscritos antiguos o te­jer cestos de mimbres es naturalmente inútil y ridículo hoy con la im­prenta y las maquinarias; su importancia social ha desaparecido; y la botánica o la química deben sustituirlos en esa tarea exterior y como manual, necesaria al contemplativo. Pero para eso es necesario procu­rarse maestros eximios, habilitar laboratorios, y respetar a la inteligen­cia —por lo menos no tenerle rencor, envidia o celos ruines. Hay que ponerla en su lugar y darle los medios. Es necesario un buen uso de los bienes eclesiásticos. Balmes mismo no tenía medios de sostener su excel­sa revista; y murió antes de los 40 años «a causa de los bárbaros dis­gustos con que le acortaron la vida», atestigua Menéndez y Pelayo.
Si los monasterios de hoy tuviesen el aspecto de la «maqueta» que Balmes traza en el artículo II de su trabajo, creemos que los respeta­rían no sólo Mendizábal sino hasta los comunistas, sin necesidad de hacer asambleas «oceánicas» en el Luna Park.
Parecería pues que anda faltando en nuestro país otro Rivadavia eclesiástico que hiciera la otra Reforma, o la única que no concluyó nuestro Mendizábal: la reforma sociológica de los estudios eclesiásti­cos, para lo cual no necesitaría cambiar nada en lo que no existe, sino simplemente instaurar con sentido social y nacional la encíclica Studiorium Duce, a la cual se quema incienso y se ponen ramitos de flores en todos los seminarios argentinos, pero no se cumple en ninguno.
Lo cual es una vergüenza y un desastre, no ya sólo para nosotros los clérigos, sino para toda la Nación, que necesita de la inteligencia tanto o más que de cualquier otro ingrediente, y que sin el ejercicio intenso y ordenado de la inteligencia va perdida: como todo aquel que va a os­curas.

Dinámica social, n.° 45 (mayo de 1954) Reproducido en Las Canciones de Militis