viernes, 15 de noviembre de 2013

CARTA ABIERTA A LOS CATÓLICOS PERPLEJOS




CARTA ABIERTA A LOS CA­TOLICOS PERPLEJOS
Mons. Marcel Lefebvre, Edit. EMECE.


Se lo acepte o se lo discuta a Mons. Marcel Lefebvre, el presente libro se­rá iluminador para todos, tal como lo es a sus destinatarios obvios, el católi­co “medio”, el buen creyente que — a pesar de haber sido horadado por una práctica abusiva y malin­tencionada de cierta autoridad ecle­siástica y, en general, por los medios de comunicación— no puede dejar de sentirse sorprendido y atacado por reformas más o menos subrepticias que se han venido sucediendo desde el Concilio Vaticano II. No es necesa­rio decir, por supuesto, que estas mo­dificaciones en un cuerpo que siempre se consideró inmutable, pro­vienen de ese fenómeno de reacomo­damiento que fuera condenado de una vez por todas por San Pío X: el progresismo modernista; fenómeno que, revestido de nuevo ropaje —una nueva terminología y una nueva teología— se impuso finalmente en niveles neurálgicos de la Iglesia e hi­zo eclosión en el Concilio; la etapa actual de este desquiciante proceso —fomentado por todas partes, desde dentro y desde fuera de la Iglesia— es lo que motiva la preocupación vital y recurrente de Mons. Lefebvre, pre­ocupación tan central que le ha recla­mado sus mejores esfuerzos, su buen nombre y su vida. El que el nombre de Monseñor Lefebvre se ha hecho circular como sinónimo de sectaris­mo, de incomprensión o de in­disciplina —el hereje o el separado— y que no haya periodista que no se sienta obligado o autorizado a agre­gar al lado de su apellido, el adjetivo de "rebelde", constituye el mejor triunfo del progresismo eclesiástico.

Tal vez no fuera necesario agregar nada a las propias palabras del autor, quien casi en el comienzo asienta es­ta observación no por evidente menos profunda: "En las iglesias se oyen afirmaciones que causan estupefac­ción, se leen tantas declaraciones contrarias a lo que se había enseñado siempre que la duda se ha insinuado en los espíritus... En consecuencia uno se ve obligado a preguntarse por la causa que determinó semejante es­tado de cosas. A todo efecto corres­ponde una causa. ¿Se trata de la fe de los hombres que disminuyó por un eclipse de la generosidad del alma, del apetito de goces, de la atracción de los placeres de la vida y de las múltiples distracciones que ofrece el mundo moderno? Esas no son las ver­daderas razones que de un modo u otro siempre existieron; la rápida caída de la práctica religiosa se debe más bien al espíritu nuevo que se introdujo en la Iglesia y que suscitó sospechas sobre todo un pasado de la vida eclesiástica, de enseñanza y de principios de vida. Antes todo se fun­daba en la fe inmutable de la Iglesia transmitida por catecismos que eran reconocidos por todos los episcopados". Aquí está dicho todo, diagnosticado, descripto y reducido a esquema el íntegro drama de la Iglesia Católica contemporánea, de la Cristiandad y de los cristianos. El resto de "la carta" es no más que una explicitación y una ilustración a través de mil ejemplos de esta verdad de a puño que atenaza a los corazones fieles.

Pero es, también, una larga reflexión sobre las causas, los modos, los signos, los efectos y los remedios de esta hecatombe religiosa, intelectual y cultural que amenaza con enterrar —esto en el sentido más estricto de la expresión— a la Iglesia de Cristo y a la civilización que engendró, si es que ésta aun sobrevive en la actualidad. El hecho es que lo que parecía no sólo imposible sino impensable, la contradicción interna de la Iglesia y su autonegacíón, es hoy una realidad histórica. El febril espíritu mundano de renovación que se adueñó de los lugares santos está haciendo estragos en la Iglesia y en las almas de cuya salvación Ella es custodia y responsable. Porque es verdad que el Progresismo o Modernismo no sólo ciega las inteligencias sino que seca los corazones al confundirlos y alterarles o sustituirles su objeto propio de especulación y de amor: ya no será Cristo el alfa y el omega de la historia, de la humanidad y de cada individuo como proyecto sino que la Iglesia que desperdiga —y sus hombres más encumbrados hacen de esto una cuestión casi principista— en un ecumenismo proteico, abierto y permisivo. La Iglesia ha salido a marcar su Verdad —que es la de Cristo, es decir la Verdad—, a relativizarla, a transarla, a prostituirla (y, en definitiva, a cambiarla, lo que equivale a decir modificarla), en síntesis inacabables, siempre abiertas, inadministrablemente siempre abiertas. La Iglesia no convierte sino que dialoga, no enseña sino que escucha, no lleva Su Palabra sino que la mezcla hasta hacerla inaudible, no habla, calla. Esta es la crisis que nadie —ni el más optimista ni el más disciplinado ni el más cómplice— podrá disimular. Poco falta para que se niegue a Cristo puesto que se ha alterado sin mayores dificultades ni oposiciones su enseñanza, su doctrina, su Evangelio y hasta su imagen. La Revelación misma es alterada, no ya negada (esto había quedado a cargo de los revolucionarios de afuera de la Iglesia; ahora, en cambio, la incredulidad viene desde adentro, en forma de desarticulación y, también, de enseñanzas multívocas, en un proceso que no tardará en enfrentar a las propias verdades dogmáticas), la Iglesia, a este propósito, se ha inocultablemente, protestantizado, cada fiel es dueño e intérprete de "su" verdad y la unidad católica se ha hecho añicos. Carece, entonces, de sentido imponer una autoridad que ha muerto en sus propias raíces, que es, apenas, un formalismo. La Unidad es en torno y en función a la Verdad, a su conocimiento, a su acatamiento, a su defensa, a su participación, no en torno a una autoridad, que se explica y se justifica por su militancia, precisamente, en su condición de depositaría de la Verdad de Cristo y que a cada paso —desde hace más de veinte años— amenaza con su debilidad y sus balbuceos.

La Iglesia es y siempre ha sido lo que Su Fundador ha querido que sea; nunca se apartó de Su enseñanza ni de Su naturaleza ni de su ejemplo y cuando lo ha hecho, no tardó en volver a Su quicio a impulso de un movimiento interior. Ahora no; el mundo se adueñó de Sus claves y ha sustituido sus categorías espirituales e intelectuales esto para decir lo menos: en realidad el peligro es que se reemplace su Fe por otra, tal como Maritain sustituyó la caridad por una generosidad horizontal y con la Teología de la Liberación reemplazó a la Esperanza celestial por revancha mundana y revolucionaria. Esto produce perplejidad, que es dolor, es desconcierto, es camino de extravío, camino trazado desde las cumbres, a veces. Esto es sobre lo que advierte Mons. Lefebvre en este libro que debería convertirse en una suerte de brújula para perplejos y despistados. Hoy los perplejos forman una categoría — posiblemente mayoritaria— de fieles que se aferran todavía al cristianismo del pasado pero que son arrastrados, un poco a los empujones, hacia el cristianismo del futuro, un cristianismo sincrético alrededor no de la Revelación sino de un vago deísmo y de un cambiante humanismo inmanentista. Hoy no son pocos los católicos que creen que cumplen con sus deberes religiosos si dejan de ir a la Misa para atender a sus deberes de asistentes en una villa, por ejemplo o si se ocupan más de los pobres que de Cristo en el Altar o que suponen que su mejor acto de amor es coincidir con un ateo o con un protestante o aliarse a un marxista.

Esta es una exposición diáfana, didáctica, si se quiere sencilla que no incursiona tanto por las arideces teológicas como por los senderos de la sensatez. Hombre de Dios e hijo de la claridad mediterránea, Mons. Lefevbre nos ofrece compartir su experiencia de pastor, de luchador y de observador en este período trágico de la Iglesia y de la civilización, sin perder la Esperanza en una Fe que, por lo mismo que es inmutable podrá empalidecer o enriquecerse pero no modificarse ni extinguirse.


Revista Cabildo Nº 100, Mayo de 1986.