viernes, 24 de julio de 2020

UN PAÍS ARRUINADO POR SU CLASE POLÍTICA







Hace muchos años, la ministra de Sanidad de un país africano defendió que la ingesta de ajo y limón era eficaz para luchar contra el SIDA[1]. Con similar rigor científico, casi todas las comunidades autónomas españolas exigen ahora el uso de mascarillas al aire libre aunque esté usted completamente solo en la calle o en mitad del campo. La medalla de oro en esta competición de estulticia “transversal” (pues no conoce fronteras de partido) le corresponde probablemente a Galicia y Andalucía, que obligan a circular con mascarilla hasta por la playa, ocurrencia propuesta por el político de turno a los “expertos” y no al revés, lo cual es muy revelador. Naturalmente, esto espanta al turismo (que cancela sus reservas y se va a Portugal, Grecia o Italia), tanto por su insalubre incomodidad como por miedo, pues da a entender una situación gravísima que no se corresponde con la realidad epidemiológica española. Vean el ridículo caso andaluz: con una población de 8,5 millones de personas, cuando escribo estas líneas sólo hay 37 hospitalizados, 7 en UCI y ningún muerto por Covid desde hace 10 días. La naturaleza absolutamente grotesca y abusiva de tales imposiciones me parece tan evidente que huelga mayor comentario. Con pocas excepciones (como Madrid), España se va transformando en una orwelliana dictadura del absurdo en la que su clase política, preocupada más por sus intereses que por el bienestar del ciudadano, le impone pesadas cargas sin ningún propósito salvo cubrirse las espaldas.
En realidad, esta repentina, acientífica y opresiva histeria autonómica que obliga a los ciudadanos a usar mascarillas (pagadas por ellos) al aire libre sin nadie cerca es una farsa que no comparte ningún país de Europa [2]: Francia obligará a utilizar mascarillas sólo en lugares públicos cerrados a partir de agosto, como hacen Alemania, Italia y otros. En Inglaterra sólo es obligatoria en el transporte, los supermercados y las tiendas, y los países nórdicos se limitan a recomendar su uso en espacios cerrados [3]. Corea del Sur, paradigma de lucha contra el coronavirus, sólo obliga a utilizar mascarillas desde junio en el transporte público. ¿Por qué? Como detallé en un artículo anterior (ver El miedo como instrumento de poder [4], EXPANSIÓN 2 de junio de 2020), varios estudios concluyen que los contagios por coronavirus se producen casi en su totalidad en espacios interiores, sobre todo aquellos que están concurridos y poco ventilados, muy principalmente los hogares (por ejemplo, durante un confinamiento), los hospitales, las residencias y el transporte público. El aire es un fluido en constante movimiento lo que dificulta el contagio en el exterior, donde además el ingente volumen de aire por individuo disipa la concentración de carga viral. Además, varios estudios apuntan a que el virus es sensible a aumentos de temperatura y radiación solar ultravioleta, que según un grupo de virólogos y astrofísicos italianos inhabilita el SARS-CoV-2 al 99% en cuestión de segundos [5] (el Homeland Security norteamericano concluye algo similar[6]).

Por otro lado, no existe consenso ni evidencia científica clara sobre la eficacia real del uso generalizado de mascarillas [7]. En Wuhan (como en otras ciudades chinas) el frecuente uso de mascarillas debido a la polución no impidió que se convirtiera en epicentro de la pandemia, y durante el confinamiento en España, el más dictatorial del mundo, el número de muertos se multiplicó por más de 100 a pesar de que las calles estaban absolutamente desiertas porque, repito, en circunstancias normales los contagios se dan en interiores concurridos y poco ventilados, no en la calle. Es más, cuando en abril el gobierno “permitió” paseos en estrechas franjas horarias, las aceras se atestaron de gente sin mascarilla durante casi dos meses y no hubo repunte alguno.

De forma adicional, estudios médicos advierten de los efectos potencialmente contraproducentes del uso generalizado de mascarillas desde el punto de vista epidemiológico: entre otras cuestiones, otorga una falsa sensación de seguridad y puede empeorar la condición de quienes están contagiados al aumentar su carga viral [8]. Por último, las mascarillas tienen una vida útil de pocas horas y luego, con su reutilización intermitente, se vuelven inservibles y potencialmente nocivas: lo que la gente acaba llevando a su nariz y a su boca es un trapo sucio lleno de polvo y gérmenes. Al omitir estos puntos y trasladar a la opinión pública que existe riesgo al aire libre y que la mascarilla (¡cualquiera!) garantiza no contagiarse de Covid-19, la clase política española engaña con otra falsa creencia (la primera fue que el confinamiento fue exitoso) y contribuye al mantenimiento del dañino estado de paranoia colectiva (único en el mundo) existente en España y creado por el sensacionalista martilleo de los medios. En palabras del sensato Jefe de Enfermedades Infecciosas del Hospital Vall d’ Hebron, “la posibilidad de transmisión del virus en la calle es muy limitada y no hay nada que justifique que 40 millones de personas vayan por la calle con mascarilla” [9], y añade: “los brotes que tenemos tienen poco que ver con el uso de las mascarillas, y aun utilizándolas seguirá habiendo brotes, porque el virus está” [10].

Estas arbitrarias medidas tienen connotaciones sociopolíticas y económicas muy peligrosas. Primero, convierten a España en una opresiva dictadura normativa al albur del capricho del político, que se exime a sí mismo de toda responsabilidad en la penosa gestión de la epidemia trasladando el foco de atención al ciudadano. La baja autoestima del español hace el resto, y muchos con síndrome de Estocolmo se culpan diciendo que “si fuéramos más responsables no haría falta esto”. Segundo, ponen de manifiesto que en España no existe verdadera libertad individual ni derechos inalienables, porque el Estado de Derecho es constantemente violado por la clase política con total impunidad (incluso hay CCAA que confinan y aquí no pasa nada). Tampoco existe una sociedad civil libre que se defienda de estos atropellos, sino una población generalmente sometida por el miedo. Tercero, sin otorgar beneficio sanitario digno de mención, estas medidas, que no toma ningún otro país europeo por ser absurdas, hacen la vida imposible y contribuyen a la depresión nacional, mental y económica, abocándonos al abismo insondable de una crisis creada por nuestra clase política, no por el virus.

Necesitamos un liderazgo serio y sereno ante los inevitables vaivenes de esta dura epidemia en vez de caer en el pánico y correr como pollo sin cabeza una y otra vez. La letalidad del coronavirus ha caído en picado en toda Europa, por lo que un aumento en el número de contagios no es una medida significativa de la gravedad de la situación, como sí sería el de hospitalizaciones graves. La primera forma de combatir el SARS-CoV-2 es con nuestro propio sistema inmunitario, que se robustece paseando a la luz del sol por la playa, por el campo o por la montaña, disfrutando y respirando con normalidad y no a través de un trapo sucio. También se combate con recursos hospitalarios, rastreos, tratamientos prometedores y medidas de salud pública lógicas, científicas y no indiscriminadas (centradas en la población de riesgo y en los focos locales). O sea, con rigor y no con excéntricas ocurrencias sacadas de la chistera por políticos que sólo actúan guiados por electoralismo y comportamiento de rebaño (en español, borreguismo), y a quienes nada importan las penurias causadas a sus “súbditos”, allá se las apañen. El pueblo que justifica las cadenas pronto acabará esclavizado. Tras la caprichosa imposición del bozal, ¿por qué no el collar, la correa y el chip localizador? Y si creen que estas medidas no terminarán de apuntillar la maltrecha economía española, están muy equivocados. La tiranía de la mascarilla al aire libre, caso único en Europa, es un símbolo: no evita los brotes, pero anuncia la muerte de la lógica, la pérdida de la libertad y la llegada de una crisis económica sin precedentes.

Fernando del Pino Calvo-Sotelo
www.fpcs.es