viernes, 24 de octubre de 2014

EL GOBIERNO DE LA CLASE ABOGADIL – RAMÓN DOLL


Ramón Doll (1896-1970)


En un libro sobre abogacía, de Rafael Bielsa, el autor trilla, aunque muy ligeramente, el tema que ha preocu­pado ya a muchos otros tratadistas de la materia. ¿Son los abogados los hombres más indicados para intervenir en política, para dirigir los negocios públicos?
Con algunas reticencias, Bielsa se inclina a conside­rarlos como los más indicados, y dice que “la versación jurídica del abogado le da cierto ascendiente en todo aquello que sea ciencia de gobierno”. Y en otra parte afirma que “en América el papel del abogado ha sido, sin duda, más eficaz que en los viejos pueblos de Europa.
Desentendiéndonos del resto del libro, que sólo ofrece interés para algunos alumnos de Derecho procesal de la Facultad, digamos que Bielsa ha perdido la oportuni­dad de formular contra el gremio de abogados el cargo más grave: el de su absoluta incapacidad e ineficacia para gobernar y actuar en política.
Los abogados en la política argentina han sido senci­llamente nefastos. Es curioso que, así como se ha traba­jado a la opinión pública durante muchos años para en­señarle a temer al militarismo (predominio en el gobier­no de un espíritu profesional que encarnan los mi­litares), no se haya denunciado nunca y se haya silen­ciado arteramente este otro espíritu profesional, mucho más antisocial, y que podría llamarse el curialismo, pro­ducto de la abundancia de abogados en el manejo de la cosa pública. Gremio por gremio, es mucho más peligro­so el de los abogados que el de los militares, cuando interviene en política; y en la República Argentina bas­taría recordar que, hace apenas un siglo, mientras los militares ganaban con su espada la Banda Oriental, los abogados la perdían como unos imbéciles ante la diplo­macia brasileña.
Digamos, a fuer de sinceros, que militarismo no ha existido nunca en nuestro país, y, en cambio, curialismo o abogadismo eso sí ha existido desde el 53 en adelante. ¿Quién puede negarlo? Ese tipo de político curial, siem­pre con estudio abierto y banca perenne en la Cámara de Diputados, ¿no ha proliferado en el país, no ha sido desiderátum de varias generaciones de muchachos ar­gentinos que aprendían en la Universidad y en las alha­racas de la reforma el arte de la demagogia y del nego­cio curialesco a un tiempo mismo? ¿No es la Facultad de Derecho semillero de diputados nacionales que repar­ten su tiempo entre la banca y el estudio o bufete?
No podemos hacer excepciones con ningún partido po­lítico, por más que algunos conductores como Juan B. Justo hicieron lo posible por retraer a los abogados del Partido de intervenir en litigios privados.
Mas no es nuestro propósito aconsejar aquí normas que pueden pertenecer a la ética profesional. Prohibir o no prohibir a los abogados que ocupan cargos públicos el ejercicio de la profesión es asunto mediano, y el mis­mo Bielsa se muestra reservado en esa materia y acon­seja por ahí una magra restricción de bien poca impor­tancia.
Lo que sostenemos es que el gremio abogadil conforma la mentalidad de sus miembros de tal manera que los hace ineptos, peligrosos y perjudiciales, para la cosa pú­blica.
Considérese que el abogado tiene por función propia la defensa de lo particular, lo individual, lo excepcional, diríamos. Al hablar así no queremos decir que el abogado tenga por misión defender todo aquello que se ha­lle en pugna con la llamada cosa pública o con lo que suele denominarse interés público o social, por oposición a los derechos de los particulares. No. Sabemos que la protección de los intereses particulares es también de alto interés público o social. Lo que queremos decir es que el abogado tiene forzosamente que perder de vista y se acostumbra a desentenderse de toda preocupación sobre los intereses generales de la sociedad, porque su oficio lo habitúa profesionalmente a poner su atención en el beneficio o ventaja individual que una norma general proporciona a su cliente.
Un ejemplo: en toda causa criminal la misión genuina del abogado es tratar de que el criminal escape a sanciones penales que, sin embargo, son de alto interés público y que velan por la tranquilidad y el orden de la población. Es cierto que también hay un no menos alto interés público en que todo acusado se defienda, para evitar la condena de un inocente, pero, en rigor, el abogado tiene que perder de vista esa finalidad de la defensa para concretarse a obtener la libertad, aun de un criminal. En suma, el abogado no puede contemplar más que derechos subjetivos. Profesionalmente no entiende de otros.
Se dirá que todas las profesiones habitúan a lo mismo, y el médico o el curandero subordinarán también la interpretación de una ley de higiene pública a sus hábitos e incurrirían en esa limitación; en cuanto a las demás medidas de orden público, se convierten en el buen hombre de la calle, capaz de juzgar y aplicar desinteresadamente —sin anteojeras profesionales— los actos de gobierno. El abogado, en cambio, tiene por oficio juzgar y, en cierto modo, aplicar todas las leyes, de manera que en la interpretación y aplicación de todas las leyes, su limitación, su miopía y su concepción unilateral del orden jurídico, lo inhabilitan para la defensa desinteresada y apasionada de la ley, en cuanto ésta corporiza un bien general y público y contiene exigencias de la población entera.
Recuerdo la sorpresa que hace años me causó verlo al doctor Antonio de Tomaso defender en los tribunales una interpretación de la ley de alquileres que la desvirtuaba por completo y la convertía en letra muerta, porque retiraba a los inquilinos las ventajas que de Tomaso mismo había preconizado en la Cámara. Y en realidad la contradicción no provenía de ninguna inconsecuencia o inconducta en el mencionado legislador, sino simplemente de la incompatibilidad que hay entre las funciones del político, defensor de intereses difusos en la masa, y del abogado, defensor de un interés concreto y localizado, cuyo triunfo es de rigurosa ética profesional hacerlo prevalecer aun sobre aquellos intereses generales de la masa. No es que el abogado que defiende un interés particular frente al bien público sea un hombre inmoral; al contrario. Es un profesional perfectamente honesto, puesto que está cumpliendo nada más que con su deber. Pero ese mismo abogado es seguro que carece de horizontes para conducir la política si no cambia de piel como la serpiente, abandona absolutamente su bufete, y se somete a rudos ejercicios y disciplina mental severísima para arrojar ese hábito del negocio y de la ventaja individual que enseña la abogacía.
Varios han sido los males de la excesiva intromisión de los abogados en la política argentina.
Ninguno más grave que el de haber imbuido a nuestros gobiernos con la idea de que la Constitución es un frío engranaje de ruedas dentadas, poleas y aparatos de relojería, que marca la legalidad o ilegalidad de una medida de gobierno, echando por la ranura una moneda de oro con que se pagan las consultas de los grandes abogados. Siempre ha habido en las cámaras, en los ministerios y en los tribunales, un constitucionalista agazapado con los tres tomos de González Calderón por escudo, para aniquilar los efectos de una ley de bien público so pretexto de que el artefacto mecánico marcaba cero. La idea de que la Constitución es un organismo vivo, fecundante, que acciona y reacciona sobre la realidad social; en una palabra: la idea de que la Constitución es un instrumento político que se acomoda a las más palpitantes cuestiones del momento, de acuerdo con la inteligencia y previsión de los gobernantes, es aborrecible para los abogados, que mantendrán lo contrario mientras se crea que el fallo de Marbury v. Madison, dictado hace ciento treinta años en un país extranjero, puede servir de algo en nuestro país.
Los abogados han llevado a la política argentina el abominable aire, superficialmente agitado, de los negocios. La verdad es que ningún gobernante, desde cincuenta años a esta parte, tiene aquel estremecimiento civil y cívico de nuestros hombres de antes, aquella vida interior, aquella dignidad e inquietud patriótica que sólo se afina y se macera en una larga soledad y en prolongada paciencia. Un hombre que toda la mañana y la mayor parte de la tarde se lo ha pasado en el tráfago de los grandes bufetes de abogado, en consultas telefónicas y cablegráficas, en el ajetreo tribunalicio, en el negocio, en el pleito, llega a las horas de la tarde con un ánimo bien ajeno a las grandes preocupaciones de nuestra nacionalidad, de nuestro porvenir y de nuestra posteridad.
Y sin embargo, casi todos los grandes abogados argentinos, más o menos a la hora de la oración, van o han ido a ocupar sus bancas de diputados y, acaso, sus despachos de ministros.