viernes, 1 de agosto de 2014

SERMÓN DE SAN BERNARDO





De los tres preparativos de guerra que necesitamos para guardar y defender el castillo de Dios

1.  Esta casa, Hermanos míos, es un castillo del Rey eterno, pero sitiado por los enemigos. Así, todos cuantos hemos jurado seguir sus ban­deras y nos hemos alistado en su milicia, de­bemos persuadimos de que tenemos necesidad de tres defensas para la custodia de este cas­tillo: es a saber, de alcázar, de armas y de alimentos. ¿Cuál es el alcázar? Sión es nuestra ciudad fuerte, dice el Profeta, el Salvador será para ella su muro y su baluarte. El muro es la continencia y el baluarte la penitencia. Buen muro el de la continencia, pues de tal suerte circunda y ciñe alrededor por todas partes la plaza, que ni por las ventanas de los ojos, ni por las de los demás sentidos, se permite la entrada a la muerte. Buen baluarte el de la penitencia, que sostiene los primeros ímpetus de los enemigos, para que nos mantengamos va­ronilmente entre las muchas tentaciones, y per­severemos siempre inalterables; puesto que el único remedio, cuando la continencia es aco­metida y en algún modo vacila, es poner de­lante la paciencia, y por más que se encienda el sentido del pecado, negarle resueltamente el consentimiento Mediante vuestra paciencia, dice el Salvador, salvaréis vuestras almas. Así, pues, en la defensa de su ciudad el Salva­dor sirve de muro y antemural, puesto que no sólo fue constituido por Dios Padre en fuente de justicia para con nosotros, sino que también nos comunica su paciencia como lo afirma el Profeta diciendo: Vos sois. Señor, mi paciencia. Sirve de muro, vuelvo a decir, en la conducta de nuestra vida; y de antemural, en la toleración de los trabajos, haciendo que nos abstengamos de todos los deleites de la car­ne y del presente siglo, y que suframos varonil­mente todo lo adverso.
2.  Conviene además que preparemos las ar­mas, pero armas espirituales potentísimas, no sólo para resistir las acometidas del enemigo, sino también para atacarle briosamente y ven­cerle. Revestíos de toda la armadura de Dios, dice el Apóstol, para poder contrarrestar las asechanzas del enemigo. ¿En qué pensamos, pues, hermanos míos? Pesada es, a la verdad, para nosotros la tentación del enemigo, pero mucho más pesada es para él nuestra oración. Nos molesta su iniquidad y astucia; pero mu­cho mus le atormenta a él nuestra sencillez y misericordia. No puede resistir a nuestra hu­mildad; con nuestra caridad se abrasa, y le ator­menta sobremanera nuestra mansedumbre y obediencia. Por otra parte no podemos ser apre­tados por hambre, de suerte que nos veamos compelidos a entregar el castillo a los enemi­gos: porque, a Dios las gracias, no cae sobre nosotros aquella terrible amenaza de hambre y sed, que nos hace oír el Profeta, o más bien el Señor por medio del Profeta; porque allí no era cuestión de escasez de pan y agua solamente, sino también de la palabra de Dios. Por esto nos avisa el Evangelio que: No vive el hombre de sólo pan, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios. Así que, no nos faltan alimentos a nosotros; quienes frecuentemente oírnos sermones, y con más frecuencia las lecciones sagradas; y alguna vez gustamos también las delicias de la devoción espiritual, como cachorrillos que comen las migajas que caen de la mesa de sus señores: hablo de aquellos convidados celestiales, que gozan ya de la abundancia de la casa de Dios. Tenemos igualmente el pan de las lágrimas, que aunque menos suave, sin embargo robustece grandemente el corazón. Tenemos además el pan de la obediencia, de que habla el Señor a los Discípulos; Mi comida, dice, es el hacer la voluntad de mi Padre. Sobre todo tenemos el pan vivo del Cielo, el cuerpo del Señor Salvador, con cuya fortaleza ciertamente es abatida toda la fortaleza de la parte adversa.
3. De este modo, pues, está guarnecida la fortaleza del castillo del Señor, de suerte que nada hay que temer con tal de que queramos obrar fiel y valerosamente: esto es, con tal de ­que no seamos traidores, ni cobardes, ni ocio­sos. Traidores son ciertamente todos los que en este castillo del Señor intentan introducir a los enemigos, cuales son los murmuradores, aborrecibles para Dios, y los que siembran discordias y fomentan escándalos entre sus hermanos. Porque así como el Señor sólo mora donde mora la paz, así es manifiesto que la discordia es el lugar más apropiado para morar el diablo. No os admiréis, hermanos míos, si os parece que hablo con alguna dureza: porque la verdad a nadie adula. Sepa que haría el oficio de trai­dor, si alguno (lo que el Señor no permita) in­tentara introducir cualesquiera vicios en esta casa, y convertir el templo de Dios en cueva de los demonios. Gracias a Dios, serán muy pocos aquí los que así procedan. Sin embargo, no faltará alguno quizá que de vez en cuando se ponga al habla con los enemigos, y establezca pacto con la muerte, esto es, que trate (cuanto es de su parte) de aflojar los resortes de la dis­ciplina de la Orden, de entibiar el fervor, turbar la paz y ofender la caridad. Guardémonos de ellos cuanto podamos: pues como se escribe en el santo Evangelio, de esos tales Jesús no se fiaba. De verdad os digo, que aunque se les tolere, sufrirán presto un grave juicio, si con suma presteza no se enmendaron, puesto que el daño que intentan hacer es sumamente grave. ¡Cómo! hermano mío. ¿Guardas fidelidad, con tus obras, a la vanidad, a la tibieza o a otros cualesquiera vicios, y mientes a Dios con la tonsura? Un bellísimo Castillo habrás quitado a Cristo, si entregares a sus enemigos el de Claraval. Bellísimos réditos, y preciosos en sus ojos los que recibe de aquí todos los años; y el abundante botín que Él arrebata a sus enemi­gos, suele ponerlo en este lugar de su alcázar, pues tiene mucha confianza en esta fortaleza. Mira a tantos y tantos que redimió del poder del enemigo, y les congregó aquí desde las re­giones del oriente y del ocaso, del aquilón y del mar. ¿A qué suplicios juzgas será entregado, a qué suplicios, vuelvo a decir, te parece será ex­puesto, después que fuere juzgado (pues que ni esconderse ni huirse podrá) el traidor de este Castillo? No será condenado ciertamente a la muerte común de los demás, sino que es pre­ciso que muera con exquisitos tormentos. Pero no me detengo por ahora más en esto: confío que de aquí en adelante nos guardaremos me­jor de traición tan execrable, procurando con mayor solicitud no atraer, sino repeler los vi­cios, de cualquier especie que sean, carnales o seculares, a fin de que no merezcamos incurrir en la nota o la pena reservada a los traidores,
4. En segundo lugar, se debe también pre­caver que alguno, acaso vencido por la pusilanimidad y cobardía, huya de la guarnición, temblando y espantado en donde no hay que temer; y reputándose con loca temeridad se­guro, en donde es sumo el peligro. Porque a las enemigas manos, a las enemigas espadas se ex­pone cualquiera que huye: como si no supiera que aquellos enemigos carecen totalmente de misericordia, siendo a la verdad crueles con los ajenos, pero mucho más crueles con los suyos, como quienes son cruelísimos consigo mismos.
5, Digamos ahora siquiera dos palabras acer­ca del tercer peligro, porque mientras busco, deseoso en gran manera de vuestra salud (co­mo es justo), diversos remedios para las di­versas enfermedades espirituales, pasó ya la hora algún tanto. ¿Qué aprovechará que no quieras entregar el Castillo, ni dejarle tampoco, si permaneces en él ocioso y desidioso? Por tanto, con todo el ánimo, con toda la virtud de que seamos capaces, carísimos, trabajemos en mantener y defender el Castillo de nuestro Se­ñor y Rey, que han puesto a nuestro cuidado; andemos solícitos contra las astucias del ene­migo, y aparejados contra todas sus maquinaciones, según está escrito: Resistid al diablo, y huirá de vosotros. Mas porque sabemos quién dijo: A no ser que el Señor guardare la Ciudad, en vano velará el que la guarda, humillémonos bajo la mano poderosa del Altísimo, encomen­dándonos a nosotros mismos y a esta casa, con toda la devoción posible, a su misericordia, pa­ra que Él nos guarde de todas las asechanzas de los enemigos, para alabanza y gloria de su nombre, el cual es bendito por los siglos de los siglos. Amén.