domingo, 7 de agosto de 2016

LA AMERICANIZACIÓN DE LA IGLESIA




por Rubén Calderón Bouchet


Si algo distingue espiritual­mente a EE.UU. del resto de las naciones es la fuerza con ­que ha sostenido su ideal de felicidad terrena, mediante el condicionamien­to psicológico de las masas. Este ideal, en sus primeros pasos, tropezó con la enseñanza tradicional de la Iglesia Católica para quien la meta de la Encarnación no era, indudable­mente, el goce pacifico de los ali­mentos terrenos. ¿No era posible una conciliación de dos ideales aparente­mente tan diferentes?

El cardenal Billot, destacado miembro del Colegio Apostólico, cuando hablaba de las corrientes lai­cistas y de los esfuerzos, no siempre estériles, que hacían para penetrar en la doctrina tradicional, decía a propó­sito de la moral del trabajo que procu­raba por todos los medios sustituir la ética del calvario: "Laicismo por últi­mo, en la moral cristiana, quiero de­cirlo lo tocante a las virtudes, algu­nas de las cuales, las que pertenecen a la vida interior, que dependen del espíritu de oración, de penitencia, de humildad, que nos mantienen en la continua dependencia de Dios, nuestro dueño, de Dios nuestro crea­dor, de Dios nuestro fin último, son jubiladas como virtudes propias del antiguo régimen, mientras las otras que denominan activas, son conside­radas como las únicas dignas del hombre adulto, emancipado, libre y consciente de sí mismo".

La Congregación Paulista, fundada en EE.UU. por Isaías Hecker (1819- 1888) se propuso, un poco más allá de la segunda mitad del siglo pasado, acentuar en las enseñanzas católicas el valor de las virtudes activas y pro­curar un desarrollo de la personalidad donde la ética del calvario: humil­dad, obediencia, renunciamiento, mortificación, fueran reemplazadas por esa nueva moral que requiere del hombre un concurso activo a todo cuanto constituye progreso material, sentido individualista de la responsa­bilidad y democracia social.

La voz de este profeta americano se perdió en el tumulto desatado en la Iglesia por el modernismo y sólo tuvo eco en Norteamérica donde sus ideas sobrevivieron esperando la oportuni­dad de un nuevo brote. Por su biógra­fo el R. P Elliot conocemos algunas de las tesis americanistas que no tar­darían en ser condenadas por Roma:

"La energía que la política moder­na reclama no es el producto de una devoción como la que se estila en Europa; ese género de devoción pudo en su debido tiempo prestar servicios y salvar a la Iglesia, pero eso era, ante todo cuando se trataba de no suble­varse".

"La exageración del principio indi­vidualista por parte del protestantis­mo llevó forzosamente a la iglesia a reaccionar y limitar las consecuencias de ese principio..."

Ello condujo, lamentablemente, al cultivo de las virtudes pasivas, y éstas "practicadas bajo la acción de la Pro­videncia para defensa de la autoridad exterior de la Iglesia entonces amena­zada, dieron resultados admirables: uniformidad, disciplina, obediencia. Tuvieron su razón de ser cuando to­dos los gobiernos eran monárquicos. Ahora o son republicanos o constitu­cionales y se acepta que sean ejerci­dos por los propios ciudadanos. Este nuevo orden de cosas exige necesa­riamente iniciativa individual, esfuer­zo personal La suerte de las naciones depende del aliento y de la vigilancia de cada ciudadano. Por lo cual, sin destruir la obediencia, las virtudes ac­tivas deben cultivarse con preferencia a las otras, tanto en el orden natural como en el sobrenatural".

Ésto se escribía a fines del siglo pa­sado y provenía de la mano de un sa­cerdote que creía, sin vacilaciones, que la sociedad americana prohijaba una nueva manera de entender al hombre en su relación con Dios y participaba, al mismo tiempo, de una fe pueril en las virtudes del sufragio y en la promoción de toda la ciuda­danía a participar activamente en el gobierno de la ciudad, porque un día fue convocada a ratificar la elección de unos candidatos previamente ele­gidos por las comanditas partidarias.


León XIII condenó el error que hablaba de una adaptación de la Igle­sia a las exigencias del siglo, fun­dándose en que Cristo no cambiaba con el tiempo: "hoy es el mismo que ayer y que será en los siglos venide­ros. A los hombres de todos los tiem­pos se dirigen éstas palabras: "Apren­ded de mí que soy manso y humilde de corazón". No hay época en que no se muestre Cristo haciéndose obe­diente hasta la muerte. También vale para todos esta frase del Apóstol: "los que son discípulos de Cristo han crucificado su carne con sus vicios y concupiscencias".

Sabemos por la experiencia publi­citaria que los vicios y las concupis­cencias son fuertes promotores del consumo y que sería una verdadera catástrofe social y económica tener que parar la maquinaria de la produc­ción si la gente comienza a pensar en su salvación en términos de ascesis. ¿Por qué esa salvación no puede serles ofrecida sin renunciar a la téc­nica moderna del confort?

El americanismo, detenido en la puerta del Santo de los Santos, por la espada flamígera de los Papas, reinicia su acometida a través de la Com­pañía de Jesús y otras congregaciones modernas y trata de penetrar, no di­rectamente en la dogmática como pretendió en su momento el modernismo, sino indirectamente por el ses­go de la pastoral y la liturgia.

LA IGLESIA AMERICANA

La Iglesia Católica es en EE.UU. la más numerosa de todas, la estadística oficial de las Iglesias americanas le adjudicaba en 1964 una cantidad de 44.874. 371 fieles. Los protestantes pa­saban de 66 millones pero divididos en 220 principales iglesias sin contar algunas capillitas oscuras en afán de cultivar su pequeña disidencia. No solamente por su número importaban los católicos, sino también por su po­der económico. La Cancillería de la Iglesia Católica ocupaba sobre la "Madison Avenue" en New York un enorme edificio estilo neo renacimiento que compartía con una cono­cida firma de publicidad. Esta cancillería estaba dotada con todos los adelantos de la técnica y sus mon­señores, rigurosamente vestidos de "clergyman" oscuro, manejaban con habilidad las computadoras y las máquinas de calcular. La Iglesia Ca­tólica era, desde el estricto punto de mira del negocio, uno de los más grandes que existían en EE.UU. ¿Cómo no pensar, puestos en disposición de verla como negocio, en la publici­dad adecuada para que pudiera ven­der su producto al público america­no?

Ernest Dichter, padre de la investi­gación motivacional, preguntado en alguna oportunidad por la mejor ma­nera de hacer una buena propaganda para la Iglesia, recordó "que la descripción de elevados ideales está siempre por encima de la posibilidad de la masa", "el cielo es maravilloso pero para la mayoría de nosotros está demasiado lejos". Este hecho debe llamar la atención sobre la necesidad de no predicar cosas que por su altura y su majestad estén más allá de nuestras manitos. Se debe adecuar el mensaje de Cristo a la mentalidad de ese pobre hombre reducido por la publicidad a ser un manojo de de­seos.

Pero volviendo al negocio de la Iglesia, uno de los organismos técni­cos encargados del asunto averiguó que un dólar invertido en la Iglesia Católica de los EE.UU., tenía la mis­ma rentabilidad que uno invertido en la General Motors. Esto explica que sean los administradores, los sociólo­gos y los psicólogos y no los teólogos los que dirigen los asuntos de la Igle­sia y le imponen sus criterios. Fulton J. Sheen, que había alcanzado una cierta notoriedad televisiva, habría dicho en una oportunidad: "Por el amor de Cristo, dejen de administrar y sean buenos pastores".

Esto sucedió poco después de la úl­tima gran guerra y no cayó mal en las orejas de un público que todavía sentía el escozor de la muerte. Unos años más tarde Fulton J. Sheen había perdido su audiencia y la Iglesia lo abandonaba junto a los viejos misa­les, en algún depósito de trastos.

Francisco ha sido el primer Papa en ser recibido en el Congreso de los EE.UU. Allí se ha sentido como en su casa, pues es también, como buen modernista,  un producto del Americanismo.


Para el año 1964, poco tiempo an­tes que el Papa Pablo VI hiciera su fa­mosa visita, la Arquidiócesis de Nueva York desarrollaba un programa de construcción de inmuebles por va­lor de 90 millones de dólares. Como EE.UU. es el país de las estadísticas minuciosas, difícilmente algo pueda escapar a su control. La comparación del poder económico de la Iglesia Ca­tólica con el de la General Motors viene una y otra vez a la pluma de los periodistas que manejan cifras y ob­servan negocios. En el año 1962 la Iglesia Americana poseía 17 mil es­tablecimientos escolares, 400 casas de retiro, 920 hospitales, 460 escuelas de enfermeros, 520 periódicos. Con­taba además con 142.000 profesores encargados de la formación de 5.600.000 alumnos. Los sacerdotes al­canzaban la cifra de 51.000 y las her­manas religiosas pasaban de 180.000.

El extraordinario poder económico de esta Iglesia extiende sus alas pro­tectoras por toda la cristiandad y es sabido que sostiene en un 95 % el gasto de las misiones. Es una Iglesia seria, limpia, bien administrada y conservadora en la medida que puede serlo una institución america­na. Cree por supuesto en la Comu­nión de los Santos, en la Vida Perdu­rable, en la Resurrección de la Carne, pero americana al fin, cree también en el "american way of life" y en la democracia como sistema infalible para curar todos los males que pro­vienen de cualquier "elitismo". Por esa razón, junto con su dinero, entró también en el seno de la Iglesia Uni­versal su ideología.

La ideologización de la Iglesia Ca­tólica en EE.UU. es un fenómeno que obedece al ritmo de la americaniza­ción de las "etnias" que constituyen este grandioso cuerpo de fieles. Los italianos, irlandeses y polacos de la primera generación preferían los salu­dables "ghettos" donde se juntaban con sus paisanos y recordaban, al sa­lir de misa, la patria perdida. La se­gunda generación ha aceptado todas las consignas del nuevo patriotismo Ha cambiado el nombre de Bellini o de Kowansky por los mejor sonantes de Bell o Cower y por supuesto no es­tán dispuestos a dar su dinero para que la Iglesia Europea sostenga un ré­gimen tildado de fascista o adhiera a la nostalgia del romanticismo monár­quico.

Los que no pueden comprender la integración de la fe en el "american way of life" no comprenderán jamás lo que sucede actualmente en la Igle­sia Católica, Para el americano co­mún la religión y la democracia son indisociables y como ser democrático en esa sociedad no implica ninguna oposición, cada uno lo es de un mo­do natural y sin rencores, porque tal cosa no suscita controversias, ni ne­gación de tradiciones prestigiosas.

El presidente Eisenhower hizo una declaración de fe muy norteamerica­na cuando aseguró "que el gobierno no tenía sentido, si no estaba fundado sobre una fe religiosa profundamente sentida". Añadió a continuación algo que es tan norteamericano como Buffalo Bill: "Poco importa cuál sea esa fe".

Si examinamos su declaración con los desconfiados recaudos de una tra­dición teológica ortodoxa, la en­contraremos tan protestante como vacía de cabal sentido religioso, pero en los EE.UU. suena bien hasta en las orejas católicas, porque todo buen norteamericano tiene fe en la fe, o como decía Miller, que no era un padre de la Iglesia pero sí un buen ob­servador: "Tenemos un culto, no para Dios, sino para nuestro propio culto".

La "Unam, Sanctam, Catholicam Ecclesiam" es la verdadera asamblea de los creyentes fundada por Cristo Nuestro Señor. Esto lo saben todos los católicos sean o no americanos, pero en la conquista de las almas tal decla­ración suena a fascista y el americano medio no está dispuesto a trocar su sistema de libertad de opiniones por una declaración tan tajante. Esto lo pondría en contradicción con el siste­ma pluralista de la vida civil y como ante todo es americano, admitirá ser católico si este adjetivo no crea una pretensión de unificación totalitaria. Es católico como otros buenos ameri­canos son metodistas, presbiterianos, evangelistas, hermanos libres, judíos o musulmanes.

Evelyn Waugh contaba que había visto en Londres y en Chicago el film italiano "Paisa", donde se cuenta que tres capellanes del ejército norteame­ricano llegan a una pequeña comuni­dad franciscana perdida en las mon­tañas. Los frailes se enteran que uno de los capellanes es judío, el otro pro­testante y el tercero católico. Deso­rientados comienzan un ayuno por la conversión de los no católicos. Co­menta Waugh que en Londres, ante un auditorio no católico, la simpatía estaba con los frailes. En Chicago el mismo film fue comentado por un grupo de católicos de ascendencia italiana que encontró ridículo, obso­leto, y totalmente en contra de una posible unión de las creencias la acti­tud de los franciscanos.

La FSSPX de USA también ha caído bajo la influencia del espíritu liberal adoptando el marketing pubñlicitario, el branding empresarial y el culto al número y la gradiosidad de sus proyectos. Business are Business.  


Cuando el R. P. Jacques Montgomery bautizó a Lucy Johnson, hija del entonces presidente de los EE.UU. se­gún el rito católico, muchos sacerdo­tes de la Iglesia Romana encontraron lamentable un procedimiento que rompía con los principios de la plura­lidad religiosa. Esta posición podía aún escandalizar a muchos religiosos de la "Unam, Sanctam" porque has­ta ese momento la influencia yanqui se limitaba al dinero y a la promoción del cura deportista y administrador.

La Iglesia Americana tiene, como hemos tratado de expresar, el candor de una confianza sin rencores, ni ironías, ni reticencias en el valor de la democracia. Diríamos que está incapacitada para pensar que alguien na­cido católico y criado con la leche y la miel del Evangelio, no sea al mis­mo tiempo y por una suerte de pro­moción espiritual paralela a la fe, de­mocrático. Pero como el carácter democrático de su fe lo abre expresa­mente para la comprensión simpática de cualquier otra expresión de fe, el católico al hacerse democrático se hace también protestante y sólo guar­da su capacidad de rencor para los retardatarios que se ríen de la democra­cia y mantienen su fe cerril y cerrada en la Unam Sanctam Catholicam Ecclesiam.

Esto explica también que al entrar en el complicado mundo espiritual de la vieja Europa Católica, el america­nismo ha visto sus aguas enturbiadas por una serie de prejuicios que vier­ten en el gran diálogo ecuménico la resaca de sus viejos rencores. Cuando un santo varón de la Iglesia America­na oficia junto a un metodista o a un presbiteriano, lo hace sencillamente con el propósito de comulgar en una fe cuyos contenidos dogmáticos no son examinados con lentes muy transparentes. Cuando un Reverendo Padre francés hace lo mismo, su propósito más firme es escandalizar a los viejos creyentes, mofarse de su fe, e imponerles una promiscuidad que el otro siente con profunda repugnancia y rechaza desde las más hondas reso­nancias de su historia nacional.

No podemos olvidar que el espíritu que hizo a Norteamérica fue el mismo que destruyó la cristiandad. La re­volución norteamericana fue la lógica consecuencia de esas minorías dis­conformes, emancipadas de la fe tra­dicional y en abierta ruptura con el régimen eclesial. Eran, a su modo, cabezas fuertes, libres pensadores, personalidades dispuestas a perpetuar en el nuevo mundo la libertad reli­giosa tan duramente conquistada. En el plano de la actividad económica eran individualistas y emprendedo­res. En pocas palabras: burgueses. La revolución, en sentido estricto, era su propia salsa y el Nuevo Mundo les permitió realizarla sin los tropiezos de una sociedad con normas, principios, instituciones y prejuicios de otras épocas.


A partir del Concilio Vaticano II la penetración americanista en el seno de la Iglesia aceleró su ritmo y destru­yendo las viejas estructuras teológicas de la Iglesia la prepara para una útil conversación con el mundo moder­no.

En los EE.UU. esto corría de suyo y no traía, como inmediata consecuen­cia, actitudes subversivas en el seno de la cristiandad. Muchos creyeron, no estoy seguro de la sinceridad pues­ta en esa fe, que en Europa ocurriría algo semejante. Muerto el fascismo, la democracia podría discurrir sobre un cauce limpio y cristalino. La ayuda norteamericana levantaría el nivel económico de los pueblos puestos bajo su protección, como efectiva­mente ocurrió, y esto haría entender a Rusia los errores de su planteo colectivista y las bases falsas sobre las que asentaba su política. Con un poco de buena voluntad y la colaboración de- las Iglesias, habría democracia para exportar hasta la Siberia.

Así lo creyeron también los cerebros encargados de programar la política de la Iglesia Católica y como las decisiones ya no eran tomadas por los grandes teólogos que habían visto en el comunismo su calidad de "intrínsecamente perverso", sino por psicólogos y sociólogos expertos en pastoral, el camino quedaba expedito para la gran confraternidad universal bajo el doble signo de la cruz, la escuadra y el compás. No sé si en el nuevo escudo entrarán también la hoz y el martillo, por lo menos el hu­manismo integral no lo rechaza.


Rubén Calderón Bouchet, en “La luz que viene del Norte”.