viernes, 15 de mayo de 2015

ALGUNOS ASPECTOS DEL LIBERALISMO EN EL CLERO – P. AGUSTÍN ROUSSEL





Con agradable sorpresa encontramos en la “Revista del Clero Francés” (15 de junio de 1905), firmadas por el Padre De la Paquerie, las afirmaciones referentes a ciertos aspectos del Liberalismo moderno, sobre todo en el clero:

“Podemos definir el Liberalismo con una sola palabra, el sistema del temor. Bien entendido que no hablo de ninguna manera de un miedo personal. Muchos liberales han sido hombres de gran coraje a la vez que de lo más caballerescos. No tenían miedo en cuanto a ellos mismos, sino, solamente, cosa ésta honorable, y aún que emociona, pero poco juiciosa, por respetuosa, y osaría decir, poco cristiana, miedo por la Iglesia. Ellos hubieran dado su vida por salvarla. Actitud muy hermosa. Pero hubiera sido más hermoso, y sobre todo más real, más verdadero, no temblar por Ella y no creer tan fácilmente que Ella tenía tanta necesidad de ellos.

“No cesan de decir: si no aceptáis nuestras ideas, está todo perdido, la religión está perdida; la Iglesia está perdida. Todo el mundo le dará la espalda y esto estará terminado. ¡Sobre todo nada de desgracias! Es necesario hacerse aceptar. ¡No nos hagan perder la reputación! No nos pongan en enemistad con el mundo moderno…”
 Éste es su estilo uniforme.

“Digamos de paso que esta, aun humanamente considerada, es una mala táctica. Un hombre intrépido se hace respetar, un hombre que no duda, atrae confianza. Al contrario, si tenéis miedo, es que no estáis seguros de vosotros mismos; y si no estáis seguros de vosotros mismos, ¿cómo me fiaré yo? Más que nunca, en el tiempo en que vivimos, es necesario tener firmes creencias: las almas desamparadas buscan un abrigo y un refugio. Sólo la iglesia puede proporcionárselos. Ella lo ofrece pero no se le cree: y ¿cómo le han de creer viendo a sus servidores, los más devotos, atender todos los ruidos exteriores y ponerse al unísono con un mundo que ellos hubieran debido dominar?

“No hay más que una especie de personas que son respetadas: las fuertes. Los débiles son siempre menospreciados. Y la señal de que uno es fuerte es que no se tiene necesidad de nadie. Ser refugio seguro para quien acude a nosotros, tener creencias firmes, mientras los otros no saben ni que es lo que creen, permanecer tranquilos y confiados, mientras que todos los demás son sacudidos por las tormentas políticas, o devorados por pasiones insaciables, hacer prosélitos no cediendo nada, sin nada disminuir, sin nada disfrazar, esto prueba firmeza y atrae respeto. Pero tener de todo, retener a fuerza de concesiones a aquellos que no quieren permanecer con nosotros, sacrificar los principios para obtener número, conservar el nombre de quienes ya no se tiene el corazón, eso es debilidad, es desgracia y falta de fe, es eso lo que hace decir a nuestros enemigos que estamos acabados y que lo sabemos.

“Jamás, antes de nuestra época, la Iglesia había producido ese personaje miserable”.

El Liberalismo envejeció ya, sin duda, como todos los errores.

“Pero el sentimiento que lo inspira, el miedo, está siempre vivo. Incluso se ha extendido y multiplicado. Todo lo invade. Hace languidecer la controversia, debilita y rebaja la moral y el ascetismo. Los que hace poco tiempo abandonaban la tradición católica sobre este punto en particular, la libertad del error; estos, digo, puesto que siempre son los mismos, la abandonan en una multitud de otros puntos. Siempre con el mismo pretexto: hay que modificar nuestras ideas puesto que el mundo ya no las va a aceptar. No dicen que las nuevas teorías estén demostradas ni que sean demostrables; afirman solamente que están de moda, que la ciencia las ha adoptado y que la Iglesia, si no las acepta, se condena a un aislamiento mortal. Siempre el mismo sentimiento: el miedo. Miedo a los sabios incrédulos, miedo a un público escéptico, miedo de afirmar algunas cosas que haya que retractar después, miedo de repetir la historia de Galileo, miedo del presente, miedo del futuro, miedo de todo”.

Este mismo miedo, que es el fundamento del liberalismo y de la apologética actual, tiende a introducir en el clero un espíritu nuevo.


Escuchemos a esta escuela otra vez: “lo primero que hay que hacer es ponerse al día. Es preciso que la Iglesia se modernice. Si eso no ocurre, está perdida. Ya es hora de advertirlo”.

La Iglesia, auténtica interprete del pensamiento del Verbo Encarnado, no quiere ni que el Sacerdote se limite estrechamente a la sacristía como si fuese un simple profesor de religión, ni que salga de ella despojándose de su carácter sagrado, olvidando su misión divina. Lo que quiere es que, una vez reconfortado sin cesar y fortificado con el contacto íntimo de Jesús-Hostia, salga de ella a través del mundo para dar a Dios a las almas y las almas a Dios, para trabajar al restablecimiento progresivo del reino de Nuestro Señor Jesucristo, para penetrar con la influencia cristiana no solamente las conciencias de los individuos, sino incluso la vida entera del hombre, tanto doméstica, como social y política, para cristianizar las leyes y las instituciones (1).

El liberalismo, al contrario, pretende separar la política y la religión, la vida pública y el terreno de la conciencia privada. Por consiguiente, quiere, o que el Sacerdote haga la Religión sin ocuparse de política; y en este sentido hace suya la fórmula masónica ¡“ninguna política”, “ninguna ingerencia clerical”, “nada de clericalismo”!; o por el contrario, que se ocupe de los intereses temporales del pueblo, pero sin “intención apologética”, de un modo “desinteresado”, de manera que vele lo más que pueda su condición de Sacerdote, y como si tuviera que perdonársela..., es decir, ¡siempre una falta de fe y “miedo”! En este sentido reclama:

“Un clero menos relegado a la iglesia, más ocupado de las cosas de la tierra, con habilidad para alcanzar influencia, capaz de ponerse a la cabeza de empresas temporales, sociales, políticas o semi-políticas. Actualmente el pueblo es todo; hay que ganarlo, y, como se dice, ir al pueblo. Ahora bien, el pueblo casi no se deja conmover por la promesa del cielo, quiere el cielo en esta tierra; así pues, hay que ocuparse de la tierra”.

El autor concluye acerca del clero de “nuevo estilo”:

“Creo que una buena parte del clero se hace ilusiones. Excelentes sacerdotes exageran con muy buena fe sus triunfos; creen que han convertido a los que solamente han agrupado alrededor de su persona. En realidad, el sacerdote de nuevo estilo no es popular. Tanto en los salones como en los talleres, desconfía de él. Un sacerdote que habla bien, que es un hombre de negocios, que está al corriente de las teorías económicas, que da consejos acerca de los sindicatos, de los Bancos, de las elecciones, que es competente en multitud de cosas ajenas a su vocación sobrenatural, será a menudo escuchado o aplaudido; pero nadie se confesará con él si puede evitarlo, y no es a él a quien se irá a pedir consejos íntimos, a quien se le confiarán las limosnas. Lo que los franceses de toda condición prefieren, lo que reclaman, lo que temen siguiendo la naturaleza de sus disposiciones religiosas, es un sacerdote de estilo antiguo, un sacerdote exclusivamente sobrenatural, desprendido, caritativo, y totalmente ajeno a las rivalidades del tiempo”, a menos que se trate de penetrarlas con una influencia cristiana.

“Muchos sacerdotes de nuevo estilo son muy piadosos y muy edificantes”, pero por la fuerza misma de las cosas, su piedad irá retrocediendo poco a poco, su carácter mismo irá cambiando insensiblemente hasta la adulteración.

“Está bien, esto es prácticamente una especie de abandono. No se puede dejar la piedad aparte”. Decía el Padre Ravignan que para poder ser algo hay que serlo hasta el cuello. No se puede ser santo en segundo término, por la mitad. Eso es un compromiso. La piedad tiene que ser la dueña para poder ser piedad.

En el nuevo sistema no se podrá evitar, a pesar de lo que se haga con toda buena voluntad, que la piedad no vaya bajando poco a poco al nivel de una decencia moral, de una especie de conveniencia de estado, de una conveniencia externa que hay que conservar. Ella se conservará en la compostura, en el lenguaje, pero ya no en el corazón y menos aún en la cabeza; algo esencialmente antipático al genio francés que, antes que nada, es amigo de la franqueza. El sacerdote tendrá una apariencia de piedad; pero su esperanza estará en otra parte. Hombre de fe por estado, que es lo único que es a los ojos de la gente, se convertirá en realidad en un hombre como los demás, con una apariencia de fe, pero en el fondo, en un hombre terrenal con preocupaciones terrenas y medios terrenales.

Permítasenos ir hasta el fondo de las cosas y poner los puntos sobre las íes. La finalidad misma cambiará poco a poco. Así como la ciencia nunca ha servido para ganar el cielo —menos aún la habilidad humana—, como la gente burda a la que se quiere conquistar cueste lo que cueste, no se preocupa más que del mundo presente, descuidará un poco el cielo. En el fondo, la finalidad del celo ya no será la salvación de las almas para la vida futura, sino la influencia sacerdotal y clerical en la vida presente. Su motivo ya no será Dios ni la Iglesia que conduce a Dios, sino la Iglesia considerada solamente en este mundo. Por supuesto Dios y la Iglesia son lo mismo, y también los intereses de ambos. Pero el punto de vista es distinto: Dios recompensa a sus fieles en el cielo, mientras que estos siervos de la Iglesia, sin renunciar al cielo, quieren en primer lugar cosechar algo en este mundo.

Por eso mismo, las altas virtudes, la fe ciega, la pobreza feliz y deseada, la vida retirada, austera y silenciosa, las prácticas ascéticas que mantienen el alma en el fervor como la lectura espiritual, la meditación prolongada..., todo eso pasa a segundo término. Como ya no se espera de ellas gran cosa, ya no se les dedica mucho tiempo: porque lo que no es útil pronto se deja, sobre todo cuando cuesta. Pronto, no será más que una etiqueta, una vieja costumbre, respetable, e incluso un poco inoportuna. Es una pendiente rápida e inevitable. Una vez más, no creo que se siga a propósito, e incluso estoy convencido que se dan esfuerzos sinceros para resistir a su fuerza.

Pero digo que se acabará siendo arrastrado. Afirmo que la nueva teoría conduce a que la piedad pierda todo lo que ganarán los medios humanos.

Digo también que esa es la peor desgracia que le pueda suceder a la Iglesia de Francia.

Es equivocarse de camino.

En la sociedad en que vivimos, no se puede vivir sin una utilidad inmediata y evidente. Todo lo que no sirve está condenado inevitablemente a perecer. Si nosotros, la Iglesia, el clero, queremos existir en el mundo, tenemos que tener una utilidad para él, una función, algo que nos sea propio, que nosotros le proporcionamos a nuestros contemporáneos y que ellos no pueden recibir de otra parte. ¿De qué se trata? ¿Qué utilidad tendremos en la Francia moderna, en la democracia europea? ¿Ser sabios? Evidentemente que no. La ciencia no nos necesita, funciona muy bien sin nosotros, y lo único que podemos esperar, es demostrar que no se opone a nosotros. ¿Ser bienhechores del pueblo? ¡Por desgracia!, ya hay una multitud, el lugar ya está ocupado. El pueblo tiene ya demasiados bienhechores; ya no cree en ellos, ya no quiere más, y está persuadido —aunque no con razón— de que todos los bienhechores son gente interesada que quiere ponerse al lado de los que tienen “la sartén por el mango”.

Sólo hay una función que conocemos bien, un solo terreno que nos pertenece como propio y exclusivo: el de la virtud. A los ojos del mundo laico e irreligioso, somos trabajadores de la moral, útiles para disminuir los crímenes y para disminuir los sufrimientos con la esperanza de una recompensa celestial. Esta definición levanta susceptibilidades, y parece irrespetuosa, sin embargo, en el fondo, es honrosa y cierta. ¿Qué pretendía nuestro Señor? Salvar las almas por medio de la huida del pecado, es decir, por medio de la moral. ¿Qué es la Iglesia? No sino una escuela de santidad, de virtud, es decir, de moral.

Este punto de vista —permitid que lo diga— es muy francés, es decir, franco, limpio e inatacable. Queremos ser influyentes, de acuerdo. Pues lo seremos por este medio y solamente por él. No lo seremos por medio de nuestros servicios pasados, pues el pasado cuenta poco en la vida real. No lo seremos por medios que se apartan de su fin, como por ejemplo la habilidad y la intriga, o por una apariencia de ciencia que sería siempre sospechosa: los medios que se apartan de su fin, nos harían sospechosos y que se nos arroje fuera. Tenemos una función oficial, y por mejor decir, una vocación divina: la virtud. En este terreno somos inexpugnables.

En la Francia de hoy, faltan todas las virtudes y especialmente las que son más necesarias tanto a las sociedades como a los individuos. Esto es algo patente. Nosotros somos los únicos que poseemos su código y receta, ha sido probada a través de los siglos con una experiencia constante. Todo el mundo lo sabe, tanto amigos como enemigos. Esto es lo que sigue conmoviendo a todos los que regresan a nosotros.

¡Que aberración sería cargar sin motivo preocupaciones que no nos corresponden, que no nos ofrecen alguna salida y en las que perdemos nuestras ventajas, abandonando así el camino real y directo en el que estamos seguros de la victoria!

Seamos hombres de Dios. No pensemos tanto en salvar la Iglesia. La iglesia no necesita nuestra ayuda, tiene un defensor más poderoso y más iluminado que nosotros. Una u otra parte de la Iglesia puede estar en peligro, por ejemplo, Francia; pero esto es por culpa nuestra: nos ha faltado la fe, y las olas empiezan a llenar la barca: modicæ fidei, ut quid dubitatis? (3).

No cabe duda que entre nosotros hay sabios, es necesario, los hay y los habrá. Que haya incluso hombres de acción, y también los habrá, puesto que los hombres de acción, si se entiende bien esta palabra, son hombres llenos de celo.

Pero no intentemos reemplazar la fe y la piedad por la ciencia. La mayor parte de los hombres y de los sacerdotes no tiene que dedicarse a eso. No olvidemos que nuestra gran ciencia es Jesús, Jesús crucificado, escándalo para los Judíos, locura para los Griegos. Esta ciencia tenemos que tenerla todos, y ella ocupará el lugar de muchas otras.

Entre nosotros no tendría que haber intrigantes, gente hábil o que está al corriente de todo. Contentémonos en general con ser el refugio, la consolación y el modelo para todos. ¡Lo principal es que se vea que trabajamos para Dios y no para nosotros mismos o para nuestro propio convento!

Nuestro siglo está completamente sumergido en la materia, todo lo dedica al progreso material, al dinero y al confort. Y hasta la vida, las fuerzas y el tiempo removiendo barro. En el fondo, la gente no está satisfecha y quisiera que hubiera algo distinto. Sacerdotes, haced que eso distinto exista. Pero hacedlo ver con seguridad, con una fe firme y confiable. Mostradlo con vuestras palabras, lo que no es poca cosa, y con ejemplo de vuestra vida, que es todo. Hacedle ver a la gente que los bienes que busca con tanta avidez sirven poco, que pueden vivir sin ellos, y que hay gente que no los tiene. Mostrad que estáis por encima de ellos. ¡Ah! ¡Qué profunda y que santa influencia! Se suele decir que los sacerdotes tienen que estar por encima de los partidos, pero eso ya se ha convertido en una banalidad. Yo os pido aún más: estad por encima del mismo mundo. Entonces “atraeréis todo a vosotros”, es decir, todo a Dios por Jesús y María, por Nuestro Señor y Nuestra Señora.

P. Augustin Roussel – Liberalismo y Catolicismo.


(1) Cfr. el claro y perfecto librito del Padre Guerry, que apoyándose únicamente en las enseñanzas pontificias, nos da la guía segura, el verdadero “Código de acción católica”. Cfr. también, del mismo autor, “Los principios de la acción católica”.
(2) Los Católicos tienen que seguir siendo Católicos, y con mayor razón los Sacerdotes, cuando entran en la vida pública; tienen que proponer “infundir en todas las venas del Estado, como una vida y sangre reparadoras, los principios y la virtud de la Religión Católica” (León XIII, Encíclica “Immortale Dei”).
(3) “Hombres de poca fe, ¿por qué habéis dudado?”