miércoles, 4 de febrero de 2015

ÉSTA ES LA IGLESIA DE FRANCISCO


Los astros se horrorizaron esa vez




¿Quién podría reconocer hoy a la Iglesia en las palabras de aquella constitución dogmática del Concilio Vaticano I, que dicen ser ella «como una bandera levantada para las naciones, [que] no sólo invita a sí a los que todavía no han creído sino que da a sus hijos la certeza de que la fe que profesan se apoya en fundamento firmísimo» (Dz 1794), cuando la misma Jerarquía insta a los infieles a mantenerse en sus falsas creencias y a sus hijos les ofrece una enseñanza mudable y tornadiza, ajena al Magisterio perenne?Extemporáneas se dirían aquellas palabras (o alusivas a otra Iglesia, portadora de sus cuatro notas hoy irreconocibles) que afirman que a ella sola «pertenecen todas aquellas cosas, tantas y tan maravillosas, que han sido divinamente dispuestas para la evidente credibilidad de la fe cristiana. Es más, la Iglesia por sí misma, es decir, por su admirable propagación, eximia santidad e inexhausta fecundidad en toda suerte de bienes, por su unidad católica y su invicta estabilidad, es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su divina legación». Ciento cuarenta años atrás los padres conciliares hablaban decididamente otro idioma: el de la fe.

Apenas como una muestra del efecto que la apostasía provoca en las costumbres, ahí está la denuncia del fiscal del tribunal del Vaticano, Gian Piero Milano, acerca de que las blasonadas transparencia y reforma francisquistas han dejado el ominoso saldo de un aumento de las prácticas delictivas muros adentro del pequeño Estado. Con menos de 800 habitantes entre cardenales, nuncios, sacerdotes y guardias suizos, en 2014 se abrieron dos investigaciones por tenencia de material pornográfico de menores, a la vez que se advierte un aumento de la criminalidad financiera y del tráfico de drogas (hemos tratado aquí el caso, pronto silenciado por los medios, de la carga de cocaína en el auto del secretario del cardenal Mejía). Lodazal, que no fons signatus. El estatuto monárquico de la Iglesia trocado en una caquistocracia de hecho, y ésta comandada por un bufón cuya elección se deduce fraudulenta, a juzgar por el vejamen en que se incurrió contra la Universi Dominici Gregis, la constitución apostólica que regula los términos del cónclave.

Entre los dos polos del cinismo y la hipocresía: así naufraga la nueva Iglesia. Cinismo como el del cardenal de peluca y prefecto de los Institutos de Vida Consagrada, João Braz de Aviz, que dedica a los frailes de la devastada orden de los Franciscanos de la Inmaculada sendos documentos en los que los alienta -perífrasis fatigada por diezmilésima vez- a reconocer los "signos de los tiempos", de los negros tiempos que corren. A rendirse, en una palabra, tomando sobre un total de 84 notas (al menos en el segundo de los documentos en cuestión, que el primero arroja similares cifras), 73 del magisterio volátil de Francisco, entre la Evangelii gaudium, fragmentos de homilías, la explosiva entrevista con Antonio Spadaro, etc. De las restantes notas, dos son de Benedicto XVI, dos de Juan Pablo II, dos de la Congregación que dirige el mismísimo peluquín y otras dos de san Ambrosio, sin la más mínima alusión a algún texto magisterial anterior al Vaticano II. Es seguramente una manera de actualizar aquella insistente enseñanza de Francisco acerca del «salir la Iglesia de sí misma», en la más cruda acepción de "tirar por la borda" la propia identidad. Ya lo supo san Gregorio Magno: «de dos maneras podemos salir de nosotros mismos. La primera es cuando nos zambullimos en pensamientos rastreros. La otra cuando nos sublimamos por la gracia de la contemplación. Así el que apacentaba puercos se rebajó a la divagación del espíritu y a la impureza, mientras que el otro [Pedro, cfr Act 12, 7ss.], a quien el ángel rompió las cadenas que lo amarraban -llevado y arrebatado por el espíritu-, fue levantado sobre sí». La equivocidad de la enseñanza post-conciliar, ya con cincuenta años de experiencia, se vuelve diáfana por la evidencia de sus definitivos efectos: «salir de sí mismo» significa para éstos revolcarse en el cieno, teniendo a los cerdos por confidentes de su desgracia.


La paz con el dragón, el último sapo
que nos quiere hacer tragar Francisco.


Hipocresía, decíamos, porque últimamente no le han faltado ocasiones a Francisco para llamar en auxilio de sus entuertos a los santos de otras edades, haciéndolos garantes de los mismos. Hace poco más de un mes manoteó el santo recuerdo del papa Pío XII para avalar su proverbial laxismo en relación con las disposiciones para comulgar (esta vez en lo relativo al ayuno). Ahora se sirve convocar a una jornada de oración mundial por la paz para el día que se cumplan los 500 años del natalicio de santa Teresa de Jesús. «Se va a comunicar a todas las conferencias episcopales para que a lo largo de ese día, después de que el Papa haya comenzado la oración, todo el mundo, incluidos miembros de otras religiones, puedan unirse a ella durante una hora de silencio, al estilo teresiano», informaron con lacónica desvergüenza los divulgadores. Sinceramente, preferimos que Bergoglio omita toda mención a los santos de la Iglesia y continúe ensalzando en cambio a sus Romero, sus Angelelli, sus Arrupe, ya que lo suyo es como de un anti-Midas: lo que toca lo vuelve barro.

Pero no hay razón ¡ay! para creer esto posible. El universalismo católico, tal como lo concibe el Neopapa, supone -después de la razonable purga de los refractarios- sentar en una misma mesa a los opuestos. Ya lo sugiere la tenebrosa alegoría del dragón bueno, con un mediador entre éste y los hombres llamado Pedro, según el cuento ilustrado que se distribuye a instancias del proyecto Scholas Occurrentes, creado por Bergoglio y financiado por entidades de dudosa catadura moral. Un cielo que se confunde con la tierra, la aspiración celestial trocada en roznidos. Astronomía -llamémosla así para el vulgo, para las muchedumbres descristianizadas- que no es sino gastronomía.