lunes, 22 de diciembre de 2014

R.P. TRINCADO - SERMÓN EN EL DOMINGO IV DE ADVIENTO



El pecado original ha dado a las almas
 las formas torcidas de la serpiente.




Voz del que clama en el desierto: reparad el camino del Señor; haced rectas sus sendas. Antiguamente, en esa región del mundo, cuando un rey viajaba, se preparaban los caminos por donde debía pasar su carruaje, rellenando las partes bajas y rebajando las elevaciones, rectificando en lo posible las curvas y aplanando las partes ásperas o abruptas. La Iglesia lee hoy este Evangelio para que en nuestras almas preparemos el camino a nuestro Rey que llega en la Navidad.

Preparad el camino, hacedlo recto. Como dijimos el domingo pasado, el pecado original ha dado a las almas las formas torcidas de la serpiente, pero Dios, que es la perfecta rectitud, no puede morar en un alma retorcida. ¿Y qué es un alma recta? Un alma que verdaderamente ama el bien y la verdad. El alma recta y pura es la que aborrece la oscuridad y va siempre hacia la luz, todo lo quiere hacer en la claridad, de frente, con sinceridad; aspirando a que todas sus acciones, palabras, pensamientos y deseos lleven el sello de la verdad ante Dios y ante los hombres.

Hay falta de rectitud en el alma que desea algo contra el querer de Dios, y no es recto el corazón que, para el logro de fines buenos, está dispuesto a valerse de medios impuros como la mentira, el engaño, la hipocresía, la lisonja, la astucia. Tampoco es recta el alma que se reserva algo ante Dios, que quiere guardar para sí algún espacio oscuro en el que no permite la entrada de la luz divina. El corazón doble e impuro a veces mira a Dios y otras veces querría no ser visto por Dios. El corazón puro y recto es el que somete todos sus anhelos al deseo  profundo y central de alabar, reverenciar y servir a Dios y, mediante esto, salvar el alma; como dice San Ignacio en el Principio y Fundamento de sus “Ejercicios Espirituales”.

Un alma recta, un corazón puro no zigzaguea, no serpentea en el polvo buscando lo que no es Dios, ni vacila inconstante y veleidoso como las débiles cañas que doblegan los vientos; sino que se yergue firme sobre la roca sólida del santo deseo primordial: cumplir la voluntad de Dios siempre y en todo, y resistir a la impura voluntad propia, a las infinitas tendencias del egoísmo. ¡Eso es negarse a sí mismo! ¡Eso es tomar la cruz y seguir a Cristo! ¡Eso es la santidad!

Dice la Imitación de Cristo (l, III, Cap. 33) que los judíos vinieron a casa de Marta y María Magdalena en Betania, no sólo por Jesús, sino también para ver a Lázaro. Se debe purificar la intención para que sea sencilla y recta Dios debe ser el único fin de todas nuestras acciones. Por eso salmo 118, que es un maravilloso canto a la rectitud de corazón, comienza así: Felices los que van por camino sin mancha, los que andan según la ley de Dios. Felices los que guardan sus mandatos, los que los buscan de todo corazón. Y recurriendo también la imagen del camino, se advierte a las almas poco rectas en Eclesiástico 2, 14: ¡Ay del corazón doble y de los labios dolosos, de las manos que hacen el mal y de los pecadores que van por dos caminos! 

Dice el Evangelio: todo valle será rellenado. Estos valles son lo hundido, deprimido o vacío de nuestras almas, son  la debilidad, la cobardía, la negligencia, la irresolución, pusilanimidad, la pereza; el vacío del desánimo, de la tristeza que no es según Dios, de las angustias e indebidas preocupaciones, de la falta de confianza en el poder divino, de la desesperanza, de la ignorancia culpable, del olvido de Dios, de la tibieza; el terreno hundido de lo que en nuestra vida hay de inútil, estéril o sin sentido. Estos terrenos bajos o vacíos deben ser rellenados con el fervor, el esfuerzo en el bien, la alegría espiritual, la confianza en el poder divino, la esperanza sobrenatural, la fe viva, el ánimo combativo y la fortaleza que nos da Dios para atacar lo que debe ser atacado y para resistir lo que debe ser resistido.

Todo monte y colina será rebajado. Por el contrario, las elevaciones que deben ser rebajadas son el orgullo y la rebeldía, el afán de autonomía, el egoísmo, la ambición, el deseo de dominar, la envidia y las pasiones que en nosotros se alzan insolentes para dominar al alma. Todo eso debe ser abajado con la humildad de Cristo, que dijo: el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”. “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes”. "Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. 

Y los caminos retorcidos serán enderezados. Los caminos torcidos son los corazones en los que se da la injusticia, el engaño, la hipocresía, la mentira, la simulación, la maledicencia, la impureza. Se enderezan estos caminos con la práctica de la justicia, con la simplicidad, con la veracidad y la franqueza en las palabras, virtudes -ambas- tan escasas en estos tiempos terribles, en los que la palabra de la mayoría de los hombres no vale nada; con la castidad.

Y los caminos ásperos serán allanados. Los caminos escabrosos o abruptos son los de las almas duras y violentas que se dejan arrastrar por la ira, la venganza, la crueldad, el rencor, las antipatías, la discordia, la impaciencia. Estos caminos se allanan con mansedumbre, con moderación, con caridad, dulzura, afabilidad, paciencia, paz, con amor de la Cruz. 

Estimados fieles: imitando a los Reyes Magos, los católicos acostumbramos hacernos regalos en Navidad. Pero ¿qué va a regalar cada uno de nosotros al Divino Niño? Pues lo que Dios quiere que le demos: el corazón. Ofrezcámosle un corazón puro, un corazón que ame realmente a Dios por sobre todas las cosas, un alma recta que quiera cumplir siempre su voluntad. 

San Juan Bautista preparaba el camino a Nuestro Señor en los corazones de los hombres pecadores, pero Dios se había preparado a Sí mismo un camino a esta tierra, nunca visto ni imaginado. Inmune a la acción de la serpiente infernal, este camino era totalmente recto y enteramente puro, sin que en él hubiera nada que rectificar, nada que elevar ni rebajar, nada que enderezar ni allanar. Tal camino fue y es la Santísima Virgen María, la Madre Inmaculada de Dios.

Pidamos, entonces, a la Sma. Virgen, Nuestra Madre, que el Cielo nos conceda dar a Dios, en esta Navidad, eso que Dios quiere de nosotros: esa respuesta que hizo posible la Encarnación del Verbo y nuestra Redención: he aquí mi alma esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra. Fue para darle esta respuesta pura, para decir a Dios estas palabras rectísimas, que fuimos creados.