viernes, 16 de noviembre de 2012

UN AÑO DESPUÉS DE LAS CONSAGRACIONES



(Aunque han pasado poco más de 2 años, el tema es de tal actualidad que no duda­mos en publicarlo.)

El 30 de junio, en el curso de una ceremonia de la que todos los asistentes han guardado un re­cuerdo emocionado, se cumplió un año de la consagración de cua­tro obispos por S. Exc. Mons. Lefebvre asistido por S. Exc. Monse­ñor de Castro Mayer, en su calidad de obispo co-consagrante.
Con ocasión de ese aniversario, Monseñor Lefebvre ha queri­do responder gustosamente a las preguntas de Fideliter y expresar su profunda satisfacción por este acontecimiento que ha calificado de milagroso.

Fideliter. Monseñor, sobre esta decisión de consagrar obispos, ha­bló ya desde hace algún tiempo. Había escrito incluso al Papa, con­juntamente con Mons. de Castro Mayer, para comunicarle su inten­ción. Había hecho también una declaración al periódico italiano Tienta Giorni, en la que decía particularmente: “Si es mi deber, consagraré obispos”. Propósito que ha confirmado cuando las ordenaciones de 1987. Era la prime­ra vez que lo decía en público. Y esto ha desencadenado una espe­cie de proceso. Recibió a fines de julio una carta del cardenal Ratzinger que le permitió decir con ocasión de la ceremonia del 40° aniversario de su episcopado: “Me parece efectivamente que algo ha cambiado en Roma ya que lo que me proponen indica que hay un nuevo modo de enfocar las cosas”. Luego ha habido distintos cam­bios de impresiones que han con­ducido a los coloquios en mayo de 1988. Estos desembocaron en el protocolo que habría quizás per­mitido llegar a. un acuerdo; proto­colo que firmó sin entusiasmo, puesto que desde el día siguiente fue inducido a considerar que las prórrogas del cardenal Ratzinger en cuanto a la elección de un obis­po, conducían a pensar que final­mente buscaban engañarle. En­tonces, tomó la decisión de consagrar cuatro obispos, decisión irreversible, hecha pública en la conferencia de prensa que dio el 15 de junio.
Quizás sería bueno recordar por qué, con qué fin tomó esta de­cisión de graves consecuencias, de la que no ignoraba entonces que suscitaría una reacción violenta de parte de Roma. Aceptó incurrir en el riesgo de ser excomulgado, de ser calificado de cismático, por­que quería asegurar por estas con­sagraciones la continuidad de la transmisión del sacerdocio y de los sacramentos.

Monseñor Lefebvre. Sí, evidente­mente, ha habido una prepara­ción. Esto no se hace de un día para otro. Desde hace ya varios años intentaba hacer comprender a Roma que, siendo anciano, me era preciso asegurar la sucesión, que un día u otro, ocupe mi lugar. No es posible tener seminarios y seminaristas sin un obispo; los mismos fieles tienen necesidad también de un obispo para la transmisión de la fe y la de los sa­cramentos, en particular el de la confirmación. Eran muy conscien­tes de eso en Roma. Yo hice alu­sión a ello muchas veces, y al fin acabé por hacerlo públicamente.
No pueden decir en Roma que los he cogido desprevenidos, que no sabían nada y que he hecho es­to subrepticiamente. Han sido perfectamente advertidos algunos años antes por cartas, por las cin­tas de mis sermones que han reci­bido y por la carta que Mons. de Castro Mayer y yo mismo había­mos dirigido al Santo Padre.
Pienso que es esto lo que de­terminó un cierto cambio de acti­tud frente a nosotros. Temían estas consagraciones episcopales, pero no creían que yo llegase a hacerlas.
No obstante, cuando el 29 de junio de 1987 hablé de ello públi­camente, el cardenal Ratzinger se conmovió un poco. En Roma tu­vieron miedo de que llegase ver­daderamente a consagrar obispos y es entonces cuando decidieron hacer una apertura mayor respec­to a lo que pedíamos desde siem­pre, es decir, poder celebrar la Mi­sa, los sacramentos y los oficios pontificales según el rito de Juan XXIII en 1962. En este momento parecía que no formulaban exigencias a propósito de la adhesión al Concilio. No hablaban de ello y hacían incluso una alusión a la po­sibilidad de tener un obispo que fuese mi sucesor.
Parecía un cambio bastante profundo, bastante radical. Enton­ces surgió la cuestión de saber qué debíamos hacer. Yo mismo fui a Rickenbach a ver al Superior ge­nera! y a sus asistentes para pre­guntarles: ¿qué piensan ustedes? ¿Tomamos la mano que se nos tiende? ¿O bien la rechazamos? Yo, personalmente, dije, no tengo ninguna confianza. Hace años y años que frecuento este medio, años que veo la manera en que ac­túan. No tengo ninguna confianza. Pero no quisiera que en la Her­mandad y en los medios de la Tra­dición se diga: Pudieron intentar­lo. Poco costaba discutir, dialogar. Esta ha sido su opinión: hay que tomar en consideración el ofreci­miento que se nos hace y no des­preciarlo. Vale por lo menos la pena el hablar con ellos.
En ese momento acepté ver al cardenal Ratzinger e insistí mucho cerca de él para que mandaran un visitador. Esperaba que esta visita daría como resultado mostrar los beneficios del mantenimiento de la tradición, constatando al mismo tiempo sus efectos. Pensaba que es­to habría podido reforzar nuestras posiciones en Roma y que las peti­ciones que haría para obtener va­rios obispos y una comisión en Ro­ma para defender la Tradición tendrían más posibilidades de éxito.
Pero rápidamente nos dimos cuenta de que teníamos que tratar con personas que no son honra­das. Ya desde el regreso del car­denal Gagnon y Mons. Perl a Ro­ma el desprecio se lanzaba sobre nosotros. El cardenal Gagnon ha­cía en los periódicos declaraciones inverosímiles. Según él, el 80% nos dejarían si yo hacía las consa­graciones. Nosotros deseábamos el reconocimiento: Roma quería la reconciliación y que nosotros reconociésemos nuestros supues­tos errores. Los que nos habían vi­sitado decían que después de todo no habían visto más que el exte­rior, que sólo Dios ve el interior y que por consiguiente la visita no valía lo que valía... En resumen, que no correspondían a lo que habían dicho y hecho durante la visi­ta. Al volver al Vaticano, y encon­trar de nuevo la mala influencia de Roma, recobran su mentalidad y se vuelven contra nosotros, nos desprecian de nuevo.
He ido no obstante a Roma pa­ra estos coloquios, pero sin tener ya confianza. Escribí a principios de enero al Padre Aulagnier: estoy persuadido que el 30 de junio con­sagraré obispos. Será el año de la consagración de obispos, porque realmente no tengo confianza.
Y, de hecho, he querido ir tan lejos como era posible para de­mostrar nuestra buena voluntad. Entonces nos han vuelto a poner el tema del Concilio ante los ojos, del cual nosotros no queríamos ni oír hablar. Se ha encontrado una fórmula, aceptable en rigor.
Seguidamente nos otorgaban la misa v los libros litúrgicos. Pero respecto a la comisión romana y consagraciones de obispos no han querido aceptar nuestras peticio­nes. No obtuvimos más que dos miembros sobre siete en la comi­sión romana, ni el presidente, ni el vice-presidente, y no se me otor­garía más que un obispo, cuando yo pedía tres. Esto era ya casi ina­ceptable. Y cuando, incluso antes de firmar, preguntamos cuándo tendríamos ese obispo, era la huida por anticipado. No lo sabían. Para noviembre, no sabían. Por Navidad, no sabían. Imposible fi­jar una fecha.
Por esto, después de haber fir­mado el protocolo que debía abrir el camino a un acuerdo, he refle­xionado. Esta acumulación de desconfianza y de reticencia me ha impulsado a exigir el nombra­miento de un obispo para el 30 de junio entre los tres expedientes que había depositado el 5 de ma­yo. Esto, o consagro obispo. Este requerimiento hizo que el carde­nal Ratzinger dijese: "Si es así, el protocolo está abolido. Se acabó, no hay protocolo. Usted rompe las relaciones". Fue él quien lo dijo, no yo.
El 20 de mayo escribí al Santo Padre diciéndole que había firma­do el protocolo, pero que exigía absolutamente tener obispos y pa­ra el 30 de junio.
Y de hecho no ha habido me­dio de llegar a un acuerdo. Mien­tras que ponía al cardenal Ratzin­ger entre la espada y la pared y que nos decía que nos iba a dar un obispo para el 15 de agosto, me pedía todavía otros expedientes para que la Santa Sede pudiera es­coger un obispo que tuviese el perfil deseado por el Vaticano. ¿A dónde podía llevarnos esto?
Vista la imposibilidad de en­tendernos, el 2 de junio escribí de nuevo al Papa: inútil continuar los coloquios y los contactos. No per­seguimos el mismo fin. Por vues­tra parte, ustedes quieren captar­nos y reconciliarnos, y nosotros queremos ser reconocidos tal como somos. Queremos continuar la Tradición tal como lo hacemos.
Entonces, he decidido dar esta conferencia de prensa el 15 de ju­nio, porque no quería actuar en forma secreta. No puede mante­nerse la Tradición sin obispo tra­dicional. Es absolutamente indis­pensable. Por ello la Hermandad de San Pedro y el monasterio de Le Barroux se hacen puras ilusio­nes, pues no tienen obispos tradi­cionales.

Fideliter. Ha corrido el rumor que la Hermandad de San Pedro po­dría tener un obispo.

Mons. Lefebvre. ¿Qué obispo? ¿Un obispo que tendrá el perfil que desea el Vaticano? En este caso tendrán un obispo que poco a poco los conducirá al Concilio, es evidente. No obtendrán jamás un obispo plenamente tradicional, opuesto a los errores del Concilio y a las reformas postconciliares. Ellos no han firmado el mismo protocolo que nosotros, porque no tienen obispo. El protocolo que firmé con el Cardenal Ratzin­ger estipulaba al menos que po­dríamos tener un obispo. Luego, en cierta manera, Roma aprobaba el nombramiento de un obispo. Se nos dice: han desobedecido al Santo Padre. Desobedecido en parte, pero en lo fundamental no hemos desobedecido. El cardenal Ratzinger nos ha dado la autoriza ción por escrito para tener un obispo miembro de la Herman­dad. Yo he consagrado cuatro, es verdad. Pero el mismo principio de tener uno o varios obispos ha sido concedido por el Santo Pa­dre.
Hasta que se demuestre lo contrario, los que nos han dejado no han obtenido obispo ni ningu­na representación en el seno de la comisión romana. Luego están atados de pies y manos, en manos de los progresistas. En tales condi­ciones no es posible conservar la Tradición. Les conceden aparen­temente todo lo que desean, pero todo es pura ilusión.
Creo que era un deber para mí y una necesidad para los fieles y para los seminaristas tener obis­pos tradicionales.
Todavía una vez más, no creo posible para una comunidad per­manecer fieles a la fe y a la Tradi­ción si los obispos no tienen esta fe y esta fidelidad a la Tradición. Es imposible. No obstante la Iglesia está formada ante todo por obis­pos. Quieren sacerdotes y los sacer­dotes son influidos por los obispos. Son sin embargo los obispos quie­nes hacen a los sacerdotes y los orientan, sea en los seminarios, pa­ra las predicaciones, retiros, o en todo un conjunto de cosas. Es im­posible conservar la Tradición con obispos progresistas.
Puesto que no había otros me­dios para nosotros, estoy muy contento de que estemos ahora segu­ros de tener obispos que mantengan la tradición católica, que conserven la fe. Es cuestión de fe, no es algo insignificante.

Fideliter. Algunos dicen: sí, pero Monseñor habría debido aceptar un acuerdo con Roma, puesto que una vez la Hermandad hubiese si­do reconocida y levantadas las suspensiones, habría podido ac­tuar de una manera más eficaz en el interior de la Iglesia, mientras que ahora se ha colocado fuera.

Monseñor. Eso son cosas fáciles de decir. Ponerse dentro de la Iglesia, ¿qué quiere decir? Y ante todo ¿de qué Iglesia están hablan­do? Si es de la Iglesia conciliar, ¡habría sido necesario que noso­tros, que luchamos contra ella du­rante veinte años porque amamos a la Iglesia católica, entrásemos en esta Iglesia conciliar para volverla supuestamente católica! Es una completa ilusión. No son los súbditos que hacen a los superiores, sino los superiores que hacen a los súbditos.
Entre toda esta Curia Roma­na, entre los obispos del mundo que son progresistas, yo habría es­tado completamente ahogado. No habría podido hacer nada, ni pro­teger a los fieles ni a los seminaris­tas. Nos habrían dicho: bueno, le vamos a dar tal obispo para hacer las ordenaciones, pero sus semina ristas deberán aceptar a los profe­sores venidos de tal o tal diócesis. Es imposible. En la Hermandad de San Pedro tienen profesores venidos de la diócesis de Augsburgo. ¿Quiénes son estos profeso­res? ¿Qué es lo que enseñan?

Fideliter. ¿No teme que a la larga y cuando Dios le haya llamado a Sí, poco a poco la separación se acentúe y que se tenga la impre­sión de una Iglesia paralela a lo que algunos llaman la “Iglesia vi­sible”?

Monseñor. Esta historia de la Igle­sia visible de Dom Gérard y M. Madiran es infantil. Es increíble que se pueda hablar de Iglesia vi­sible para designar a la Iglesia conciliar por oposición a la Iglesia católica que intentamos represen­tar y continuar. Yo no digo que somos la Iglesia católica. No lo he dicho nunca. Nadie puede repro­charme de haber querido nunca considerarme un papa. Pero re­presentamos verdaderamente a la Iglesia católica tal como era en to­do tiempo puesto que continua­mos lo que ella siempre ha hecho. Somos nosotros quienes poseen las notas de la Iglesia visible: la unidad, catolicidad, apostolicidad, santidad. Es esto lo que constituye la Iglesia visible.
El señor Madiran añade: y la infalibilidad. Pero respecto a la in­falibilidad es preciso  repetir lo que expresaba el Padre Dulac en una frase sugestiva respecto al pa­pa Pablo VI: “Cuando ha habido en la historia de la Iglesia varios papas, se podía escoger entre ellos. Pero ahora tenernos dos pa­pas en uno”. No tenemos elección. Son papas que tienen una doble faz. En lo que representa la tradi­ción de los papas, la tradición de la infalibilidad, estamos de acuer­do con el Papa. Le estamos adhe­ridos en tanto que continúe la su­cesión de Pedro y a causa de las promesas de infalibilidad que le han sido hechas. Somos nosotros los que estamos aferrados a su in­falibilidad, pero él, incluso bajo ciertos aspectos, ontológicamente, podemos decir que la representa, formalmente se opone porque re­chaza la infalibilidad. No cree en ella y no hace actos marcados con la infalibilidad.
Es por lo que ellos han queri­do que Vaticano II fuese un Con­cilio pastoral y no un Concilio dogmático, porque no creen en la infalibilidad. No quieren verdades definitivas. La Verdad debe vivir y evolucionar. Puede cambiar eventualmente con el tiempo, con la historia, la ciencia etc... La infali­bilidad fija una fórmula para siem­pre y una verdad que no cambia más. Ellos no creen esto. Somos nosotros quienes están con la infa­libilidad, no es la Iglesia conciliar. Ella está contra la infalibilidad, sin duda alguna.
El cardenal Ratzinger está contra la infalibilidad, el Papa está contra la infalibilidad por su for­mación filosófica. Que se nos comprenda bien, nosotros no esta­mos contra el Papa en tanto que representa todos los valores de la sede apostólica, que son inmuta­bles de la sede de Pedro, sino contra el Papa que es modernista que no cree en su propia infalibili­dad, que hace ecumenismo. Evi­dentemente estamos contra la Iglesia conciliar que es práctica­mente cismática, aunque ellos no lo acepten. En la práctica es una Iglesia virtualmente excomulgada, porque es una Iglesia modernista. Son ellos quienes nos excomulgan, cuando nosotros queremos per­manecer católicos. Queremos per­manecer con el Papa católico y con la Iglesia católica. He ahí la diferencia.
Que el señor Madiran, que co­noce bien la situación, venga a de­cir de nosotros que dejamos la Iglesia visible que posee la infali­bilidad, son palabras que no ex­presan la realidad.

Fideliter. ¿Puede uno no estar ni en pro ni en contra de las consa­graciones e incluso tener el dere­cho de no pensar nada sobre ello y preconizar la formación de sacerdotes tal como usted la ha practicado fundando Ecône, sin llegar a la conclusión que si ha de haber seminaristas formados para el sacerdocio católico son necesa­rios obispos católicos para orde­narlos?

Monseñor. Tendrán obispos como Mons, de Milleville que se presen­tó vestido de seglar para hacer las ordenaciones en Fontgombault. Si hubiese hecho un sermón, me pre­gunto qué es lo que habría dicho a los seminaristas y qué ejemplo les ha dado.
Esto no es ya la Iglesia católi­ca, es la Iglesia conciliar con todas sus malas consecuencias. Es la destrucción de la Iglesia.
Es Juan XXIII quien, como lo decía el Padre Dulac, ha comenza­do a ser dos papas en uno. Es él quien ha representado la apertura de la Iglesia al mundo. Desde en­tonces se entró en la ambigüedad, en el equívoco y esta manera de actuar es propia del liberal.
Pienso, pues, que no hay que tener ninguna vacilación, ningún escrúpulo frente a las consagracio­nes episcopales. Nosotros no somos ni cismáticos, ni excomulga­dos; no estarnos contra el Papa. No estamos contra la Iglesia cató­lica. No hacemos una Iglesia para­lela. Somos lo que siempre fui­mos, católicos que continúan. No hay que buscar tres pies al gato. No hacemos una “pequeña Igle­sia” como lo escribe Paupert en su libro[1]. Cuando se llega a la con­clusión de su obra, lo que escribe es para hacernos temblar: “¡Ya no sé lo que soy!”
Este Paupert que ha sido semi­narista, sí no sacerdote, ha perdi­do la fe, después la ha reencontra­do en parte y es más bien de espíritu tradicional, pero tiene miedo de dejar la Iglesia conciliar. Como consecuencia ya no sabe si es católico o no, si es practicante o no. “Actualmente cuando estoy en una iglesia tengo la impresión de no estar en casa. Por esto no comulgo”.
Es un hombre inteligente pero se encuentra en una especie de ca­llejón sin salida. Y este es el pro­blema de todos los católicos que no quieren dar el paso hacia la Tradición. Se quieren quedar con aquellos que ocupan los puestos, con los obispos, pero no tienen nada que ver con la fe católica que han practicado cuando eran más jóvenes y a la cual no tienen la vo­luntad de volver. Resulta estremecedor cuando uno piensa que mi­llones de católicos se encuentran en esta situación. Es así como mu­chos de entre ellos no van ya a la Iglesia el domingo, como otros en­tran en las sectas, o dejan de prac­ticar y pierden la fe.

Fideliter. En su libro “Ecône, có­mo desenredar la tragedia” el Pa­dre de Margene le aconseja re­conciliarse con Roma aceptando prácticamente lo que ha rechaza­do. ¿Qué piensa de esto?

Monseñor. No conozco personal­mente al Padre de Margene. Está lleno de contradicciones. Se ve bien que está muy turbado al de­fender la libertad religiosa y afir­mar que es conforme a la Tradi­ción, que no hay ruptura. Es una posición insostenible. Porque los defensores de la Iglesia conciliar, las personalidades más señaladas, como por ejemplo el Rector de la Universidad de Letrán o Mons. Pavan que es un hombre impor­tante en Roma (es él quien ha re­dactado prácticamente todas las encíclicas sociales de los papas), han dicho abiertamente el año pa­sado en el mes de mayo, en el Congreso de Venecia a propósito de la libertad religiosa: Sí, ha cam­biado alguna cosa. Los otros, co­mo el cardenal Ratzinger y los teólogos que han escrito numero­sas obras sobre el asunto se es­fuerzan en demostrar que es la continuación de la Tradición.
Antes, la libertad estaba esen­cialmente en relación con la Ver­dad. Ahora la libertad está en re­lación con la conciencia humana. Es así dejar a la libertad de con­ciencia la elección de la Verdad. Es la muerte de la Iglesia. Es la introducción del veneno de la Re­volución, de los Derechos del Hombre aceptados por la iglesia. El Rector de la Universidad de Letrán y Mons. Pavan al menos lo reconocen. Los otros dirán lo que les parezca para intentar acallar­nos. Pero está escrito en negro so­bre blanco: “El Estado, la Socie­dad civil, es radicalmente incapaz de conocer cuál es la verdadera religión”.
Toda la historia de la Iglesia desde Nuestro Señor se inscribe contra semejante afirmación.
Y Juana de Arco, y los santos, y todos los príncipes y reyes que han sido santos, que han defendi­do la Iglesia, ¿eran incapaces de discernir la verdadera religión? Nos preguntamos cómo se pueden escribir semejantes enormidades.
Las respuestas a nuestras obje­ciones que nos han sido enviadas desde Roma por intermediarios, tendían todas a demostrar que no había cambio, sino continuación de la Tradición. Son afirmaciones peores que las de la Declaración sobre la libertad religiosa. Es la mentira oficializada.
En tanto que Roma permanez­ca aferrada a las ideas conciliares: libertad religiosa, ecumenismo, colegialidad... irán descaminados. Es grave porque esto llega a al­canzar hasta las realizaciones prácticas. Es lo que justifica la vi­sita del Papa a Cuba. El Papa visi­ta a los jefes comunistas, verdugos o asesinos que tienen sangre de cristianos en las manos, como si fuesen tan dignos como las perso­nas honradas.

Fideliter. Hay una laguna con el cardenal Lustiger que no ha podi­do ir a Kiev.

Monseñor. Yendo a la URSS cre­yó que Moscú se había vuelto ca­tólico. Es una falta de juicio. Se dice que el Papa habría concedido más o menos a Moscú la designa­ción de un Patriarca ucraniano en sustitución del actual, que ha suce­dido al cardenal Slipyi, pero un Patriarca que sería evidentemente un agente soviético, como Pimen.
Todas estas visitas hacen el juego a los soviéticos que acaba­rán por tener lo que desean, es de­cir, meter a los Ucranianos en su bolsillo por mediación de una je­rarquía en manos del gobierno. Exactamente como han hecho, después del cardenal Mindszenty en Hungría, nombrando a Lekaï: ¡el escándalo Lekaï! En otro tiem­po los cardenales y obispos eran arrojados en prisión porque de­fendían la religión católica, y aho­ra son ellos los que hacen meter en prisión a los sacerdotes que son verdaderamente católicos. Esta­mos exactamente en la misma situación: los obispos nos persiguen porque somos católicos. No es el gobierno ateo, no son los socialis­tas o los franc-masones los que nos persiguen, son los obispos su­puestamente católicos, los obispos conciliares.
Es lo mismo que acontece en los países comunistas; tienen obis­pos conciliares, obispos que for­man parte de los “sacerdotes de la paz” que están de acuerdo con el gobierno comunista. No son los gobiernos los perseguidores, sino los obispos.
He recibido una carta de un sacerdote húngaro que me dice: cuando hay litigios, el gobierno es casi el buen papá que intenta po­ner el obispo, de acuerdo con los sacerdotes y que juega a hombre bueno. ¡Es inverosímil! El Papa es la causa de este inmenso escánda­lo de otorgar el mismo derecho a! error y al vicio que a la verdad y a la virtud. Es catastrófico para los humildes, es la ruina total de la moral cristiana, del fundamento de la moralidad y hasta de la vida social.

Fideliter. Juan Pablo II defiende la unidad de la familia, es contra­rio al matrimonio de los sacerdo­tes, contrario al aborto. En el pla­no de la moral muchos estiman que es un buen Papa.

Monseñor. Así es frente a ciertos principios de moral natural. Pero se dice esto, y luego prácticamente deja obrar impunemente a los sacerdotes favorables a la contracepción. No hay tomas de posición enérgicas. Son disposiciones gene­rales que forman de tal modo par­te de la moral natural que no pa­rece posible oponerse. Bush, el presidente de los Estados Unidos está contra el aborto. No sería imaginable que el Papa estuviera a favor.

Fideliter. Juan Pablo II ha proce­dido al nombramiento de obispos, en Austria y en otras partes, que son considerados más bien tradicionales, hasta tal punto que un grupo de teólogos alemanes, apo­yados por teólogos franceses, criti­can al Papa y lo reprochan.
Recientemente también, el cardenal Ratzinger ha publicado una instrucción sobre juramento de fidelidad con una profesión de fe que lo precede. ¿Es que usted no ve aquí signos de una especie de corrección y retorno hacia cier­tas fórmulas más tradicionales?

Montseñor. No pienso que sea un verdadero retorno. Es como en un combate, cuando se tiene la im­presión que las trepan van un po­co demasiado lejos se las retiene, se las frena. Así se hace con el ím­petu del Vaticano II, puesto que los paladines del Concilio van de­masiado lejos. Por otra parte estos teólogos se equivocan al protestar. Esos obispos están todos ganados al Concilio y a las reformas post-conciliares, al ecumenismo y al carismatismo.
En apariencia hacen algo un poco más moderado, con un poco de sentimiento religioso tradicio­nal, pero no es profundo. Los grandes principios fundamentales del Concilio, los errores del Con­cilio, les inspiran y los ponen en práctica. Sin problemas. Al con­trario, yo diría incluso que son esos los más duros con nosotros. Son ellos los que más exigían que nos sometiésemos a los principios del Concilio.
No, es una táctica necesaria en todo combate. Hay que evitar los excesos.
Por otra parte el Papa acaba de nombrar a Mons. Kasper en Alemania. Fue secretario del síno­do en 1985, presidido por el carde­nal Danneels de Bruselas. Kasper fue el jefe, el cerebro del sínodo. Es muy inteligente y uno de los más peligrosos. El Papa acaba de nombrarlo obispo. Es un poco co­mo el obispo de Treveris que es el presidente de la Asamblea episco­pal alemana y es también muy pe­ligroso. Son totalmente gente de izquierda, que en el fondo se jun­tan con los Rahner, los Hans Küng, pero que se guardan de decirlo. Guardan las formas para evitar que se los asocie a ellos, pe­ro tienen el mismo espíritu. Pienso que no hay ninguna esperanza por el momento.

Fideliter. ¿Qué pensar finalmente de la actitud de Roma que puede estar representada por los carde­nales Ratzinger y Mayer que hasta ahora dan prueba de una cierta to­lerancia frente al Barroux, a la Hermandad San Vicente Ferrer, a la Hermandad de San Pedro? ¿Piensa que son sinceros? ¿Se tra­ía de un doble juego que prosegui­rá el tiempo de lograr la adhesión de otros grupos tradicionalistas y que entonces, ya el juego termina­do, se pedirá a los “reconciliados” con Roma: someteos al Concilio?
¿O bien se tratara de un giro a ins­cribir en su activo?

Monseñor. Hay bastantes signos que nos muestran que eso es sola­mente esporádico y provisional. No son reglamentos generales pa­ra todos los sacerdotes y para el mundo entero. Son privilegios ex­cepcionales otorgados para casos determinados. Así, lo concedido a la abadía de Fontgombault o a las hermanas de Jouques y a otros monasterios —ellos no lo dicen— pero es según el indulto. Ahora bien el indulto es una excepción. Puede ser retirado siempre. El in­dulto confirma la regla general. Y ésta es la nueva misa, la nueva li­turgia. Es pues una excepción he­cha a estas comunidades.
Tenemos un ejemplo en Lon­dres, donde el cardenal arzobispo ha inaugurado tres centros de mi­sas alrededor de nuestro propio centro, en la capital británica, pa­ra intentar quitarnos los fieles. “Hago una prueba por seis meses” ha dicho. Si nuestros fieles co­mienzan a separarse de nuestro centro, continuará. Si al contrario los fieles se quedan con nosotros, las suprimirá. Si se les suprimen estas misas, los fieles que habrán recuperado el gusto por la misa tradicional vendrán sin duda con nosotros.
Parece que el cardenal Lustiger consideraría el dar una iglesia a los sacerdotes que nos han dejado, pero exigiría también que se celebre la Nueva Misa. Cuando nosotros discutíamos en Roma con el cardenal Ratzinger, él me dijo que ante la perspectiva de un acuerdo, si se diera la autorización para utilizar la antigua liturgia en San Nicolás, sería necesario tam­bién que se celebrase la misa nue­va.
Estaba perfectamente claro y eso ilustra muy bien su estado de espíritu. No se trata para ellos de abandonar la nueva misa. Al con­trario y eso es evidente. Por eso lo que puede aparecer como una concesión no es en realidad más que una maniobra para llegar a quitarnos el mayor número posi­ble de fieles. Es preciso convencer a los fieles que se trata de una ma­niobra, que es un peligro el poner­se en las manos de los obispos conciliares y de la Roma moder­nista. Es el mayor peligro que los amenaza. Si hemos luchado du­rante veinte años para evitar los errores conciliares, no es para po­nernos ahora en las manos de quienes los profesan.

Fideliter. Después de un año de ejercicio para los obispos que ha escogido, ¿se ha desarrollado todo como lo deseaba y según las direc­tivas que les dio un año antes?

Monseñor. Hasta el presente me parece que los acontecimientos se desarrollan bien. Nos esforzamos en hacerlo de suerte que nadie pueda reprocharnos el asignarles una jurisdicción territorial, es de­cir, que no haya un obispo atribui­do a cada territorio. Ciertamente parece más normal que sea un obispo francés, el que vaya a los franceses y un obispo germanófo-no el que vaya a los alemanes. Pe­ro nos esforzamos en hacer un cambio de vez en cuando para no dar lugar a la crítica. Claro que es normal que en los Estados Unidos sea Mons. Williamson quien admi­nistre las confirmaciones. No obs­tante Mons. Fellay ha ido a confir­mar a Saint Mary's. No se puede pues decir que los Estados Unidos sea un feudo de Mons. William­son. Mons. Fellay ha estado tam­bién en África del Sur que prece­dentemente había sido visitada por Mons. Williamson. En cuanto a Mons. Tissier de Mallerais ha es­tado en África del Sur y en Zaitzkofen, en Alemania. Nos esforza­mos pues en mantener este principio de que no hay asigna­ción territorial. Van allá para or­denar y confirmar, para sustituir­me y hacer lo que yo he hecho durante años.
Por lo demás son evidente­mente los superiores de distritos los que están asignados a un terri­torio determinado, y que en la medida de lo posible, van en soco­rro de las almas que los llaman. Porque estas almas tienen el dere­cho a disponer de los sacramentos y la verdad, el derecho de ser sal­vadas. Por consiguiente, acudimos a socorrerlas, y son estas almas las que nos confieren el derecho pre­visto por la ley canónica de acudir a ellas.
Pienso que podemos dar gra­cias a Dios porque todo haya transcurrido bien. Los ecos que recogemos cerca de los fieles nos prueban que están contentos y «que nuestros obispos son bien acogidos.
Sin duda hemos sufrido por la salida de algunos sacerdotes y se­minaristas. Pero por ejemplo lo que sucede en la peregrinación de Chartres, podemos dar gracias a Dios por haber permitido que quienes no están completamente con nosotros, que no comprenden nuestro combate, se vayan. Así so­mos más fuertes y más seguros en nuestra acción. Sin lo cual estaría­mos todo el tiempo con gentes que nos critican, que no están de acuerdo con nosotros en el inte­rior de nuestras propias obras, y esto desencadenaría la división y el desorden.
Tal como lo señalaba el Rvdo. Padre Schmidberger en el último número de Fideliter, hemos teni­do buenas inauguraciones de cur­so en nuestros seminarios, así co­mo en las hermanas de la Hermandad y las otras religiosas. No sentimos, pues, un rechazo du­ro, como algunos auguraban, que nos hacía temer una disminución considerable.

Fideliter. Se ha entrevistado con el cardenal Thiandoum a petición suya, ¿buscaba abrir una vía de conciliación?

Monseñor. Es verdad, insistió en que fuera a verlo a Neuilly donde las Religiosas de Santo Tomás de Villanueva; fui entonces a visitar­lo. El siempre se muestra muy amable, muy afectuoso, pero por el momento no hay nada, ni de parte de Roma, ni de parte del cardenal Thiandoum, ni de ningún otro cardenal. No hay ninguna cla­se de acercamiento.
Pienso siempre que los hechos son más convincentes que las pa­labras. Hay algunos que me dicen: Podría hacer una extensa carta al Papa. ¡Pero hace veinte años que escribimos cartas que no sirven para nada! Una vez más, son los hechos los que hablan. Cuando se abre un seminario, se fundan prio­ratos, se abren escuelas, cuando las Hermanas y los conventos se multiplican, esto constituye el úni­co medio de obligar a Roma al diálogo. No se trata de mi presen­cia, pero sí de las obras. Se dan cuenta de lo que esto significa. Los obispos se ponen un poco ner­viosos porque nos instalamos aquí o allá. Entonces se lamentan a Roma, y Roma lo sabe.
No creo pues que sea oportu­no intentar algo en dirección a Roma. Pienso que es preciso espe­rar. Esperar, desgraciadamente, a que la situación empeore aún más por su lado. Pero hasta el presente no lo quieren reconocer.

Fideliter. Si Roma hubiese acepta­do otorgarle solamente un obispo, el protocolo de concesión hubiera podido conducir a un acuerdo y cabe extrañarse de que esta con­cesión que no comprometía a gran cosa (existen aproximadamente tres mil en el mundo) os haya sido rechazada.

Monseñor. Es extraordinario sí, y esto sólo se explica por el miedo a la Tradición. Es increíble, pero tienen miedo de un obispo tradi­cional que trabaje contra los erro­res conciliares; no pueden sopor­tarlo.

Fideliter. ¿Qué piensa de la instrucción del cardenal Ratzinger instituyendo el juramente de fide­lidad y que incluye una profesión de fe?

Monseñor. Primero se reitera el Credo, que no presenta ningún problema. Ha quedado intacto. El primer y segundo apartados no presentan tampoco dificultades. Son cosas corrientes desde el pun­to de vista teológico. Pero el ter­cero es muy malo.
Es prácticamente alinearse con lo que los obispos del mundo en­tero piensan hoy día. En el preám­bulo está por otra parte claramen­te indicado que este apartado ha sido añadido en razón al espíritu del Concilio. Se refiere al Concilio y al supuesto magisterio de hoy día que es el de los conciliares. Habría sido preciso añadir: en tan­to que este magisterio está en ple­na conformidad con la Tradición.
Tal como está esta fórmula es peligrosa. Esto demuestra bien el espíritu de estas gentes con las cuales no es posible entenderse. Es absolutamente ridículo y falso —como han hecho algunos— pre­sentar este juramente de fidelidad como un resurgimiento del jura­mento antimodernista suprimido después del Concilio. Todo el ve­neno está en el tercer apartado que parece hecho ex-profeso para obligar a quienes se han adherido a suscribir esta profesión de fe y afirmar así su pleno acuerdo con los obispos.
Es como si en tiempo del arrianismo hubiesen dicho: ahora es­táis plenamente de acuerdo con todo lo que piensan los obispos arríanos.
No, yo no exagero, está clara­mente expresado en la introduc­ción. Es el engaño. Cabe pregun­tarse si no se ha querido en Roma corregir con esto el texto del pro­tocolo. Aunque no satisfizo, pare­ció todavía demasiado en nuestro favor el artículo 3 de la declara­ción doctrinal, puesto que no ex­presa bastante la necesidad de so­meterse al Concilio.
Pienso que se desquitan ahora. Van sin duda a hacer firmar estos textos a los seminaristas de la Hermandad de San Pedro antes de su ordenación y a los sacerdotes de esta Hermandad, que van entonces a encontrarse obligados a hacer un acto oficial de adhesión a la Iglesia conciliar.
A diferencia del protocolo, por estos nuevos textos se someten al Concilio y a todos los obispos con­ciliares. Tal es su espíritu y no cambiarán.

Fideliter. Finalmente ¿no tiene duda alguna y no lamenta nada?

Monseñor. No, en absoluto. Pien­so que todo esto ha sido conduci­do verdaderamente de una mane­ra providencial y casi milagrosa.
Muchos me apremiaban: se va haciendo viejo, si desaparece, qué será de nosotros... Habría podido ordenar obispos desde hace al me­nos tres o cuatro años. Habría si­do incluso razonable. Pero pienso que Dios quería que las cosas ma­durasen muy lentamente, para mostrar a Roma que hemos hecho todo lo posible para llegar a obte­ner la autorización de tener obis­pos verdaderamente tradicionales.
Mientras firmaban el protoco­lo, Roma ha rehusado darnos es­tos obispos. Y si hubiésemos pro­seguido, en la práctica habríamos tenido todos los inconvenientes del mundo. Pienso que era necesa­rio llegar a la decisión que he to­mado, y que estábamos en el lími­te extremo.
Mons. de Castro Mayer está ahora tan acabado que ya no puede decir su misa, y esto a menos de un año después de las consa­graciones.
Pienso verdaderamente que ha sido milagrosa su venida, su viaje, su admirable profesión de fe, la aceptación de hacer conmigo la ceremonia de consagración de nuestros obispos. Todo ha sido milagroso. La prensa no ha eva­luado la importancia de su presen­cia. Pero para mí y para todos los obispos que han sido consagrados ha sido verdaderamente una gra­cia extraordinaria. El hecho de ha­ber sido consagrados por dos obis­pos es muy importante.
En cuanto a mí, me siento bien, no tengo ninguna enferme­dad grave, pero me siento fatigado y voy a verme obligado a renun­ciar a las ceremonias que todavía realizo pues ya no me veo con fuerzas. Me siento ya incapaz de hacer lo que hacía. Me insisten pa­ra que vuelva a Argentina, para que vaya a los Estados Unidos a ver el nuevo seminario de Winona. Pero hay límites y no puedo más. Conservo sólo las cosas que no cansan: una bendición de capi­lla, una toma de hábito en las car­melitas, una primera misa a la cual asistiré; en fin, pocas cosas con re­lación a mis actividades anterio­res. Siento claramente que para mí también el 30 de junio pasado era la fecha límite. Creo que Dios quería que las cosas se desarrolla­ran tal como han transcurrido. To­dos los que han asistido a esta ce­remonia guardan de ella un recuerdo extraordinario. Todo ha sido providencial.
Podemos esperar que los fieles sean cada vez más y más numero­sos, que abran los ojos y acaben por ver dónde se encuentra la ver­dad y que la salvación está en la Tradición y no en la Iglesia conci­liar que es cada vez más y más cis­mática.

Fideliter. ¿Sabe que su nombre ha desaparecido de la última edición del Anuario Pontificio?

Monseñor. Pienso que no ha desa­parecido del anuario de Dios, al menos así lo espero... y es lo prin­cipal.


Revista Tradición Católica nº 62, noviembre de 1990. Reportaje publicado originalmente en la revista Fideliter N° 70.


[1] Los cristianos de la ruptura, Jean-Marie Paupert.