miércoles, 29 de abril de 2015

UNA CARTA MUY ACTUAL




El escritor y político argentino José Manuel Estrada (1842-1894) fue un católico de tendencia netamente liberal la primera parte de su vida, incluso execró duramente a Juan Manuel de Rosas. Sin embargo, viendo los estragos que causaba el liberalismo triunfante en el país, con su laicismo avasallante de los derechos de la Iglesia, se convirtió luego (hacia fines de los años ’70) en un enemigo del mismo, siendo el líder de la resistencia a los gobiernos de Roca y Juárez Celman, a través de la Unión Católica. En una carta confesó aquella primera y errada postura suya:

“Me sedujo durante algún tiempo el espíritu, bien intencionado pero paradojal, de los que en Bélgica y en Francia se llamaron, antes del Concilio Vaticano, católicos liberales. Doy gracias a Dios que me abrió los ojos y disipó de mi alma estas ilusiones... El cristianismo es el Reino de Cristo sobre las almas y las sociedades. Qué idea tan sencilla, tan luminosa, y tan difícil de percibir, sin embargo, cuando se envenena desde la niñez en una atmósfera de filantropía, que es una verdadera antropolatría”.
(Revista Sol y Luna número 8, 1942, Carta Inédita a Apolinario Casabal).

Otra carta al mismo destinatario, secretario del mismo partido, en tiempos de dura contienda contra el estado liberal, que terminó imponiendo el matrimonio civil y la educación laica, da cuenta de la desazón de un combate desigual, debido sobre todo a la falta de resistencia de los propios católicos al enemigo. El partido de Estrada sería vencido por la astucia masónica en connivencia con hombres de la propia Iglesia. Por más de un motivo la carta es aleccionadora y nos lleva a pensar en lo que está ocurriendo actualmente, muy particularmente en las filas de la FSSPX, hacia donde podrían ser dirigidos los reproches lanzados por aquel católico de fines del siglo XIX:

Buenos Aires, julio 5; 1888.
Querido amigo:
El Dr. Terrero me ha transmitido sus preocupaciones respecto de las cuestiones del día, añadiéndome que toma una solicitud amistosa por las inquietudes y desagrados que, a su juicio, deben producirme a mí. Se lo agradezco de todo corazón, y no se engaña suponiendo que me hallo en situación harto violenta y dolorosa. Ver la invasión del enemigo, y no encontrar quien la advierta ni la resista ni apruebe siquiera que se luche, es cosa para abatir el espíritu. V. es la persona a quien mayores confidencias he hecho desde que logramos dar formas, aunque rudimentarias, y hoy día por demás disminuidas y desfiguradas, al movimiento católico. Sabe que a los santos empeños de nuestra causa he consagrado lo que me resta de vida. Calcule V. si he de padecer o no, viéndome condenado al silencio por no arrostrar la censura de nuestros mismos amigos, que tachan de imprudente provocación al mal todo lo que sale de la apatía y los acomodamientos bastardos que, durante cerca de ochenta años, han conspirado a la ruina de los buenos principios en la vida social de la República.
Pero ¿a qué lamentarnos? Aún espero que en el último momento despierten los que no quieren dejar el sueño. Será tarde. Nuestros elementos estarán dispersos. Los hombres habrán caído en un desaliento enervador. Nada eficaz se hará.
Sin embargo, una agitación nueva nos dará nuevo brío, y acaso una lección más haga a la experiencia tan elocuente para los otros como lo es para V. y para mí.
Con motivo de la malhadada cuestión de los Seminarios y otros incidentes, he tenido varias entrevistas con el Arzobispo, y le he hablado con la mayor franqueza, sin disimularle nada de lo que pienso sobre la situación, sobre el porvenir, ni sobre los deberes, que en mi sentir, incumben a los Prelados, al clero, y a los fieles laicos, que no pueden actuar sino como auxiliares de la Iglesia, y están totalmente desarmados mientras la Iglesia calla. En teoría, él acepta mi modo de ver, pero no parece comprender que esos juicios no son temas de conversación ni proposiciones académicas, sino reglas de conducta.
Con aceptarlo, sin embargo, me deja plena libertad de palabra para reproducirlos y ampliarlos sin impertinencia, lo cual es poco, pero es algo.
(…)
Todo autoriza a creer que la cuestión del matrimonio civil no se hará  esperar mucho. Conferencié también extensamente sobre este punto.
Esa innovación, díjele en suma al Prelado, es la única que falta para completar en el país el programa del liberalismo. ¿Qué quedará después de adoptada? . . . El Patronato usurpado y abusivo, es decir, la servidumbre. Y como ella entra en el plan del actual Gobierno, es evidente que ese Gobierno es, como lo he pensado y dicho sin cesar, un Gobierno liberal, solapado a ratos, cínico a otros, anticatólico sin duda.
Si pues el Estado, lejos de ser auxiliar de la Iglesia, continúa siéndole hostil, la Iglesia necesita obrar directamente sobre el pueblo cristiano para defenderse y restaurar el Reino de Cristo. También adhiere el Arzobispo a ésto, pero en cuanto no sale del estado de máxima especulativa para pasar al de móvil de acción y criterio de política. Le arredra la censura de los tímidos y de los tibios.Los Obispos y los católicos, le repliqué, sólo tienen que arrepentirse de no provocar más a menudo esa censura.
Yo admitiría una política conciliatoria si ella condujera a salvar  instituciones cristianas esenciales. Pero dado el matrimonio civil, y cuando el matrimonio civil se discute, nada tenemos ya que perder. — Cuento por nada el presupuesto del Culto, y es nada; es menos que nada: es el pretexto de la tiranía secular sobre nuestra Santa Madre la Iglesia.
A pesar de todo, en el momento decisivo el Sr. Aneiros será lo que su deber y su alma sacerdotal y fidelísima le obligan a ser: el primer guardián de la Verdad: un Obispo, es decir, un invencible.
Esperemos.
Con estos dolores y el deseo de que Dios mitigue los que agobian a su familia, me despido, repitiéndome todo suyo.


J. M. Estrada