jueves, 21 de marzo de 2013

EL DOBLE LENGUAJE DE BERGOGLIO


A propósito del “caso Bargalló”
EL SEGUNDO MANDAMIENTO

Por Antonio Caponnetto

30 de junio de 2012



El obispo modernista Casaretto y el cardenal modernista Bergoglio, éste con la misma mitra que ostenta ahora como Sumo Pontífice.

“Dios no se deja burlar”
Gálatas, VI, 7

Tan luego en el Día del Pontífice traían los medios una noticia que parece ser la coronación del escándalo causado por Bargalló, el obispo traidor.

La noticia aludida da cuenta de una misa concelebrada por Bergoglio y Casaretto en la Catedral Nuestra Señora del Rosario, de la diócesis Merlo-Moreno, a cuyo cargo supo estar el pastor infiel. Los concelebrantes osaron hacer el elogio de sus quince años de gestión, el público rubricó lo dicho con vítores y aplausos dirigidos al desertor ausente; y el Arzobispo de Buenos Aires —en uno de sus habituales desmadres— se atrevió a sugerir y a encomiar el presunto carácter martirial del renegado, diciendo de él que “trabajó para los pobres y esto le valió la persecución” (cfr. “La Nación”, 29 de junio de 2012, pág. 19, y AICA, 29 de junio de 2012) *.

Así, lo que debió ser una ceremonia de desconsagración del clérigo felón, se convirtió en su homenaje, exhibiéndolo como víctima de quienes no habrían compartido su compromiso social. Lo que debió ser el necesario, reparador y legítimo vilipendio al mercenario, se trocó por una caracterización del mismo cual un cordero al que las fuerzas del mal acosaron, pero que no obstante dejó “a la Iglesia unida, humanitaria y misionera” (cfr. “La Nación”, ibidem).

El descarriado llevaba por lo menos dos años de doble vida, cometiendo perjurio contra el Orden Sagrado e incurriendo en una repugnante fayutería propia de los fariseos. Pero para la ignominiosa dupla bergoglio-casarética es un detalle obviable que no merece reprobación explícita.

Esto se llama tomar en vano el nombre de Dios. Es un pecado mortal contra el Segundo Mandamiento, y Santo Tomás de Aquino —analizándolo y explicándonoslo— recuerda la vigente condena de Zacarías (XIII, 13): “No vivirás porque has mentido en el nombre del Señor”.

Pero la triste historia de Bargalló tiene capítulos previos igualmente lacerantes. No hablamos de los remotos, como su nombramiento a instancias de Mejía —cuya culposa inserción en la Iglesia Clandestina documentó oportunamente Carlos Alberto Sacheri— ni de su corrupción sacerdotal en manos de quienes no respondían a la Iglesia de Roma sino al Club de San Isidro; ni siquiera de antecedentes aún más lejanos y profundos, como el agudo proceso de desacralización desatado hace larguísimas décadas. Tampoco mentaremos ahora los desaguisados innúmeros de carácter doctrinal y litúrgico, perpetrados bajo su mandato episcopal.

Hablamos escuetamente de lo sucedido las semanas anteriores. Bargalló mintió al decir que desconocía lo que las fotos probaban. Mintió después al reconocer que las fotos eran veraces, pero que no implicaban dolo pues la mancebía se consumaba con una amiga de los años infantiles. Mintió al decir que estaba  “totalmente comprometido con Dios y con la Iglesia en la misión que me ha encomendado”, y que “siento profundamente mi sacerdocio y la entrega al Señor Jesús” (AICA, Declaración del 19 de junio de 2012). Mintió con descaro, pública y ostensiblemente.



El obispo escandaloso, encomiado por el cardenal Bergoglio.

Esto también se llama tomar en vano el nombre de Dios, porque “en ocasiones” —enseña el Aquinate— “vano quiere decir falso, como en este texto del Salterio (XI,3): ‘Todos dijeron cosas vanas a su prójimo [...]. Quien así procede injuria a Dios, a sí mismo y a todos los hombres” (Los Mandamientos comentados, II, 78-79).

Otro capítulo previo habrá que recordar, y eso hacemos. Aceptada que le fuera la renuncia se nombró Administrador Apostólico de la diócesis al precitado Casaretto; esto es, a quien lo prohijó y cohonestó, amparándolo bajo su alero eclesiástico repleto de lobos. Como quien reemplaza a Fidel Castro por Lenin y a Judas por Caifás: así es la magnitud de esta burla.

Para coronarla —ya sin ningún atisbo de temor de Dios y en el terreno mismo de la blasfemia— la invitación oficial a la misa por los quince años de la diócesis Merlo-Moreno, instaba a rezar y a agradecer a “nuestro hermano y padre Fernando María que, durante todo este tiempo, ha demostrado la calidad de su vida y corazón, para que Dios lo bendiga y fortalezca en esta nueva etapa que le toca vivir” (AICA, 27 de junio de 2012). ¿Pero es que estamos hablando de una despedida de soltero? ¿Pero es que el adulterio, el perjurio, la doblez y el iscariotismo convierten a un pastor en modelo de corazón y de vida? ¿Acaso Dios puede bendecir sin más —esto es sin castigos y enmiendas públicos— a quien se hizo merecedor de las maldiciones lanzadas contra los fariseos? ¿Acaso “la nueva etapa que le toca vivir” es tan auspiciosa como un ascenso jerárquico conquistado a fuer de santidad y coherencia?

También esto, claro, es tomar en vano el nombre de Dios, “porque algunas veces vano es sinónimo de insensato [...]. Por tanto, los que emplean el nombre de Dios insensatamente, como por ejemplo los blasfemos, toman el nombre de Dios en vano. A estos se refiere la Escritura cuando dice: ‘Quien blasfemare el nombre del Señor deberá morir ’(Lev. XXIV, 16)” (Santo Tomás de Aquino, Los Mandamientos comentados, II, 83).

Algunos amigos dicen que, en este caso, Roma estaba mirando para otro lado. Puede ser. Pero es obligación de Roma mirar siempre a la Cruz, y si distrae o desconcentra la vista, las consecuencias no serán benéficas. Otros atemperan la responsabilidad vaticana aduciendo que la Santa Sede no puede estar minuciosamente al tanto de cada prete al que nombran obispo. También puede ser, lo concedemos. Pero además de que lo propio del buen pastor es conocer a cada oveja por su nombre (San Juan, 10, 11), ya hace demasiado tiempo que vienen resonando fuera de las fronteras domésticas las graves heterodoxias de Bergoglio. Lo menos que se podría hacer —no digamos lo necesario que es la categórica destitución y el castigo condigno— es estar doblemente vigilantes y atentos a lo que sucede en estos pagos, alrededor de tan culposo mercenario, en el sentido joánico del término.

Hace muy poco tuvimos ocasión de adentrarnos en un valioso libro titulado Su Santidad Benedicto XVI y el sacerdocio; notable recopilación de textos editada por Aciprensa. Va de suyo que el modelo de sacerdote propuesto y exaltado por el Santo Padre está en las antípodas de este curerío adúltero, mentiroso y carnal del que Bargalló es apenas una patética muestra. Pero razón de más entonces para extremar el cuidado. No;decididamente Roma no puede mirar para otro lado.

Entiéndanlo los fieles, porque el mundo jamás entendió nada. Los cuestionadores del celibato que marchen a buscar ganancias a otro río revuelto. Porque el revoltijo turbio de estas aguas no lo causa más la castidad que la herejía, ni menos el progresismo que la continencia.

Lo de Bargalló no es primero ni principalmente una imprudencia. Tampoco es primero un pecado contra el sexto, el séptimo o el noveno mandamiento. Si robó los fondos de Caritas que vaya a la cárcel, que devuelva con creces el dinero a los pobres y se ocupen del caso “las sórdidas noticias policiales” de las que hablaba Borges. Si fornicó con la mujer del prójimo, que lo confiesen, le den una ducha fría y lo manden a prestar servicio a un leprosario. La Iglesia tiene larga y penosa experiencia en pecados de alcoba, y si quisiera, no le faltaría ciencia para remediar con justicia este nuevo episodio.

Pero aquí estamos ante algo más tenebrosamente hondo, más crepuscular y sombrío, más pasible de suscitarnos el proverbial temor y temblor. Algo cuya plena intelección no se alcanza leyendo los periódicos sino el Apocalipsis. Aquí se ha burlado a Dios. Se ha ultrajado el Segundo Mandamiento, se ha violado el sacramento del Orden Sagrado, se ha dado escándalo, tal vez irreparable por muchísimo tiempo. Se ha empantanado el alma adulterina del culpable y la de quienes con complicidad lo homenajearon en  el irrespirable lodazal del sacrilegio.

Todo esto, en su conjunto; huele más a pecado contra el espíritu que a pecado carnal. Y al fin de cuentas, el que puede lo más puede lo menos. Si obispos de esta laya pueden revolcarse gustosos en las oscuras defecciones morales, doctrinales y litúrgicas propias de la Iglesia de Pérgamo y de Laodicea, ¿por qué no habrían de vivir en concubinato con una gastronómica? Si se los ve protagonistas de tantos rebajamientos y adulteraciones del Sacrificio Eucarístico, ¿por qué habría de limitarlos un chapuzón lascivo en aguas caribeñas? Si son maestros del error cuando celebran, predican y enseñan, sin que la inteligencia les reproche nada, ¿por qué habrían de detenerse, reverentes y dignos, ante los umbrales de la pureza?

Mientras con dolor de bautizado escribimos estas líneas —rumiando la sexta petición del Paternoster: no nos dejes caer en la tentación— se cumplen cuarenta años exactos de aquella grave y solemne alocución de Paulo VI, declarando que el demonio había penetrado en la Iglesia. Fue el 29 de junio de 1972. Así lo recordó oportunamente el interesante sitio Secretum meum mihi, agregando que desde entonces —y eso es lo peor— nadie dijo con igual solemnidad que había sido expulsado.

No estamos en condiciones de hacer un juicio global al respecto, ni es tampoco nuestra competencia. Pero en lo que concierne a la patria argentina, hace apenas dos años que escribimos La Iglesia traicionada, dejando documentada constancia de que los demonios andan sueltos y disfrutando de formales poderes y autoridades. El desquicio que producen es literalmente infernal. Casos como el que ahora nos ocupa —y que, reiteramos, no llevan únicamente el nombre de Bargalló— no hacen sino confirmarlo.

Que cuanto más ronde el diablo como león rugiente, más nos encuentre dispuestos a resistirlo firmes en la Fe. Es el pedido viril de San Pedro, en su primera carta. No se nos pide callar, ni disimular, ni mucho menos abrazarnos festivamente con los servidores del Maligno. Se nos pide resistir, que es el acto mayor y más sólido de la virtud de la fortaleza.
       
* NOTA SYLLABUS:

Del libro “Sobre el Cielo y la Tierra”, Cardenal Jorge Mario Bergoglio y Rabino Abraham Skorka:

Bergoglio: Lo peor que le puede pasar a un religioso es una doble vida, sea rabino, cura o pastor. En una persona común, puede suceder que tenga su hogar acá y su nidito allá y que no parezca tan condenable, pero en un hombre religioso es absolutamente condenable. Juan Pablo II fue terminante en eso, con el lío del Banco Ambrosiano ordenó que se pague todo.