CABILDO
ECCE CHRISTIANUS
NON POSSUMUS
LUNES, 31 DE MAYO DE 2010
BERGOGLIO
DESENMASCARADO
Por Antonio Caponnetto
Bergoglio encabeza los oficios religiosos en una sinagoga.
EL JESUITA
Finalmente, ha salido a la luz el anunciado
libro cuyo propósito es trazar una semblanza oficiosa y una biografía autorizada
del Cardenal Jorge Mario Bergoglio.
Se trata de un largo reportaje, pautado y
ejecutado prolijamente entre los autores y el personaje; y con la plena
anuencia del entrevistado quien, además, promueve formalmente la obra desde la
Agencia Informativa Católica Argentina. De modo que cuanto allí se dice debe
darse por expresamente avalado y refrendado entre las partes. No hay lugar para
el proverbial recurso a la descontextualización mal intencionada.
Los reporteros elegidos para tan singular
retrato, retratan a la par las preferencias dialoguistas e intimistas del
prelado: Sergio Rubín, el circunciso encargado de “los temas religiosos” en
Clarín, y Francesca Ambrogetti de Parreño, la psicóloga social de la Agencia
Ansa.
Párrafo aparte para el prologuista escogitado
por Su Eminencia, el Rabino Abraham Skorka, ferviente justificador de las
coyundas homosexuales, pues aunque “la opinión de la Biblia dice que la
homosexualidad está prohibida, en una sociedad democrática hay que apelar a
informes antropológicos y sociológicos […] Estamos viviendo en una realidad
democrática y sabemos perfectamente bien que existen personas que tienen una
sexualidad definida en otro sentido respecto de la concepción bíblica” (Cfr.
Agencia Judía de Noticias, 30-6-2008,http://www.prensajudia.com/shop/detallenot.asp?notid=19608).
La democracia por encima de la Ley de Dios.
¡Presentador acorde a sus criterios políticamente correctísimos se buscó el
Pastor!
Son simples los datos bibliográficos de la
obra, para quien quiera ubicarla: Sergio Rubín, Francesca Ambrogetti, El
Jesuita. Conversaciones con el Cardenal Jorge Bergoglio, S.J, Buenos Aires,
Vergara, 2010, 192 ps.
Castellani contaba que el torpón de Franceschi
lo reprendió por aquella humorada de “Las Canciones de Militis”, pues –según
él- tal título evocaba “Les chansons de Bilithis” de Pierre Louis, un libro
presuntamente inmoral. Bergoglio tuvo más suerte, o no, según se mire. Porque
El Jesuita es el mismo título de una obra decididamente anticristiana de Rubén
Darío, pero nadie le sugirió que lo modificara. La verdad es que al acabar este
inicuo libelo bergogliano, la voz otrora impía del nicaragüense parece hallar,
al menos en este caso, su justificación más plena:
“Bien: ahora hablaré yo.
Juzga después, lector, tú:
el jesuita es Belcebú
que del Averno salió”.
Jorge Mario Bergoglio. El Jesuita. De él
tratan las páginas que a continuación reseñamos.
ANTES ERA FANFARRÓN, AHORA SOY PERFECTO
Varias obsesiones recorren estas cartillas. Y
nada se ha improvisado para darles cauce.
Bergoglio necesita probar que él es un hombre
humilde, modesto, austero. Un pibe de barrio que puede hablar de fútbol y de
tango —como de hecho lo hace y con abundancia— lo más alejado posible de la
imagen tradicional de un Príncipe Cristiano. Acorde con los tiempos y los
gustos, y con la línea vulagrizante impuesta por alguno de sus antecesores, lo
estimable ya no será el señorío jerárquico sino el muchachismo populista. No la
estricta ortodoxia sino la mirada plural, contemporizadora, con calculados barnices
de herejía. Tampoco y mucho menos la actitud magistral de quien por ministerio
debe ser tenido como Maestro de la Verdad. Por el contrario, lo estimable será
la duda, la vacilación, el enjuague, el espacioso mundo donde las ideas se
pueden negociar, como quería John Dewey. “Alguien puede pensar que un creyente
que llega a Cardenal tiene las cosas muy claras”, le plantea la dupla
interrogadora. “No es cierto”, le asegura enfáticamente el interrogado (pág.
53). Y en él, tan mísero aserto es verdad pura, patética y funesta.
El modelo a seguir, claro, ya no es el de los
eminentes Varones de Cristo, como los Cardenales Pie o Billot, sino el de aquel
monsignori tránsfuga que describiera Hugo Wast, en cuya corona se había
incrustado una cuarta diadema en señal de adoración hacia la democracia. No
prediquemos entonces el deber de batirse por la Verdad Única, Crucificada e
Indivisa, sino “la aceptación de la diversidad que nos enriquece a todos” (pág.
169). No la Verdad Revelada sino las verdades múltiples y consensuadas “con
diálogo y amor” son “la celebración” preferida por el obispo (pág. 169).
Concorde con este clima intelectual y moral se
presenta “prefiriendo el simple traje oscuro a la sotana cardenalicia” (pág.
18), hincha de San Lorenzo, buen cocinero, antiguo bailarín de milonga (pág.
120) y ex laburante en un laboratorio (capítulo dos). Y por eso, verbigracia,
interrogado acerca del ocio, no recurre para definirlo a los seguros autores
clásicos que de él se ocuparon, ni a los modernos como Pieper o Guardini, que
dice haber estudiado, sino a Tita Merello cantando: “che fiaca, salí de la
catrera” (pág. 37). Dar pruebas de “normalidad” para Bergoglio, no es apelar a
lo normativo y eximio sino a lo que abunda, a lo populachero y sensibloide. Ser
hijo del Siglo, diría Ernest Hello.
Nadie podrá escribir de él lo que se anotó del
Quijote, para su gloria: “parecíales otro hombre de los que se usaban”. No; él
es un hombre bien ad usum: vulgar, ordinario, arrabalero, pluralista y
prosaico. Moderno. Y en esto, según su errática perspectiva, está la prueba de
su obsesiva humildad y de su progreso espiritual en el arte de aprender a
superar los defectos.
El Rabino Skorka lo pondera desde el comienzo,
no sólo como alguien con quien trabó “la verdadera amistad” que “define el
Midrash”, sino como un modelo de humildad, ya que “todos coincidirán en la
ponderación del plafón (sic) de humildad y comprensión con que encara cada uno
de los temas” (págs. 10-11).
Bergoglio deja correr insensatamente el juego
del “bajo perfil”, sin querer advertir la paradoja —y aún el pecado— de esta
autocomplacencia infatuada en ser descripto como un sencillo y componedor
bonachón. La egolatría de mostrarse cual l’uomo qualunque sigue siendo
manifestación de la soberbia, no por la naturaleza de lo que se ostenta sino
por vicio de la ostentación. Pero esta es, como decimos, una de las obsesiones
psicológicas del biografiado: que se lo perciba como un hombre del montón;
alguien que continúa “viajando en colectivo o en subterráneo y dejando de lado
un auto con chofer” (pág. 17).
No son pocas las veces en que los periodistas
interrogadores —salvajemente indoctos en materia religiosa— le regalan este
tipo de ponderaciones. Y Bergoglio las acepta, con esa fanfarronería del
humilde profesional que decía Jorge Mastroianni. Desechando el consejo
ignaciano de contemplar la rebelión de los ángeles caídos, para evitar que nos
suceda como a ellos, que “veniendo en superbia, fueron convertidos de gracia en
malicia” (E.E, 50).
Porque ¿quién que tenga realmente esa “corona
y guardiana de todas las virtudes”, como llamó San Doroteo de Gaza a la
humildad, daría su anuencia para que se publiquen páginas y páginas ensalzando
la posesión de este don? ¿Quién, que a fuer de genuinamente humilde, practicara
ese “laudable rebajamiento de sí mismo” que pedía Santo Tomás, erigiría en vida
su propio monumento a la humilitas? ¿Quién veramente abocado a la nadidad
evangélica —en preciosa expresión de San Buenaventura— podrá contratar a un
puñado de escribas para que le canten la palinodia de su arrollador recato?
¿Quién que no tuviera ese “brote metafísico de la soberbia intelectual que es
el principio de la inmanencia”, según clarividente análisis de García Vieyra,
prohijaría que se dijera de sí mismo que “su austeridad y frugalidad, junto con
su intensa dimensión espiritual, son datos que lo elevan cada vez más a su
condición de papable”? (pág. 15) ¿Creerá de veras Bergoglio que a la tierra del
subte y del colectivo se refería San Isidoro cuando definió al humilde en sus
Etimologías como el quasi humo acclinis, o inclinado a la tierra? ¿Creerá de
veras que alguien más que Jesucristo puede decir de sí mismo: “aprended de mí,
que soy manso y humilde de corazón” (San Mateo, 11, 29)?
A Bergoglio le sucede lo que al protagonista
del chascarrillo aquel que desenmascara la petulancia invencible del porteño. A
la hora de aclarar lo mucho que ha mejorado su vida moral, le dice a su
imaginario interpelador: “antes era fanfa, ahora soy perfecto”.
DEJATE “SINAGOGUEAR” POR EL MUNDO
Amigo de neologismos y de chabacanerías, el
Cardenal supo acuñar entre otras zarandajas, aquello de “dejate misericordear
por Cristo”. Pero él —un exponente más del judeocatolicismo oficial, hoy
dominante— ha preferido en principio, dar y recibir las ternezas de los deicidas.
Se cuentan por decenas los gestos judaizantes
del Primado, de los que pueden dar clara y ominosa cifra su pública amistad con
los rabinos Sergio Bergman y Alejandro Avruj, al primero de los cuales prologó
su libelo “Argentina Ciudadana”, y al segundo entregó el Convento de Santa
Catalina en noviembre de 2009 para que festejara la impostura de “La noche de
los cristales rotos”. Y ambos hebreos, al igual que el prologuista Skorka,
explícitos justificadores de la sodomía. El fantasma contranatura de Marshall
Meyer los protege a todos, y a todos reúne bajo el humo desolador de Gomorra.
Mas aquí estamos ante la segunda obsesión del
Cardenal. Se ha impuesto probar su afinidad y su afecto con el mundo israelita;
y no conforme con las definiciones eclesiales públicas dadas en tal sentido,
abunda ahora en El Jesuita, en testimonios menores, intencionalmente escogidos
para agradar al Sanedrín.
Los reporteros —a cuya tribal insipiencia
teológica ya hemos aludido— le plantean como una objeción para la aceptación de
la Fe Católica, el hecho de que “el principal emblema del catolicismo es un
Cristo crucificado que chorrea sangre” (pág. 41). “Usted no puede negar” —le
reprochan cortésmente— “que la Iglesia destacó en sus dos milenios al martirio
como camino hacia la santidad” (pág. 42).
Cabían varias y bien sazonadas respuestas
católicas, todas ellas partiendo del enfático rechazo de la infame petición de
principios de los periodistas, según la cual, la sangre y el martirio son
piantavotos, y eso explicaría el alejamiento popular de la Iglesia. Cabía una
lección magnífica sobre “la sangre por amor a la Sangre” de Santa Catalina de
Siena, y el valor inabolible del martirio con efusión sanguínea para conquistar
el cielo por asalto, como rezan los Evangelios. Cabía, en suma, decirles a los
escribas con sus propias palabras: “No, por supuesto, yo no puedo ni debo negar
que la Iglesia destacó en sus dos milenios al martirio como camino hacia la
santidad. Y no puedo ni debo negarlo porque es la pura y gloriosa verdad que la
Iglesia siempre ha enseñado y siempre enseñará”.
Pero no; Su Eminencia no elige ninguna
respuesta católica. Sostiene sin rubores que “asociar con lo cruento” al
martirio, ligarlo con la idea de “dar la vida por la Fe”, es la consecuencia de
que “el término [martirio] fue achicado” (pág. 42). El peculiar “achicamiento”
consistiría, nada más y nada menos, que en llevar hasta el extremo previsto y
deseable las enseñanzas de Jesucristo: “Todo el que pierda su vida por mí la
ganará” (San Mateo, 10, 39). Lo que para la Iglesia fue su corona; esto es, que
el discípulo se asemeje a su Maestro aceptando libremente la donación de la
propia vida, para Bergoglio es su empequeñecimiento, su reducción, su
“achique”.
En consecuencia, él se inclina por “La
Crucifixión Blanca, de Chagall, que era un creyente judío; no es cruel, es
esperanzadora. A mi juicio es una de las cosas más bellas que se pintó” (pág.
41). Esta “cosa más bella”, según declaró el mismo artista en 1938, es un
Cristo rodeado de ornamentos, personajes, objetos y simbolismos judaicos en
homenaje a las víctimas de los nazis, quienes expresamente aparecen como los
verdugos del Señor, por ser judío. En la línea de otros dogmáticos de la Shoa,
el cuadro de Chagall desplaza el centro del holocausto, de Jesucristo a las
presuntas víctimas de Hitler. Se trata, pues, de una profanación hebrea del
Santo Sacrificio de la Cruz. Pero para Bergoglio es “la” pintura (pág. 120).
En la misma línea ideológica, y para seguir
avivando el fuego semita, Su Eminencia sale del ámbito espiritual y artístico
para recalar en el terreno moral.
Con un simplismo impropio de un hombre de
estudio, y con un relativismo aún más impropio en un hombre de Fe, sostiene que
“antes se sostenía que la Iglesia Católica estaba a favor [de la pena de muerte]
o, por lo menos, que no la condenaba”. Pero ahora en cambio, merced al progreso
de la conciencia, se sabe que “la vida es algo tan sagrado que ni un crimen
tremendo justifica la pena de muerte” (pág. 87).
Entendamos el argumento evolucionista de
Bergoglio para valorar adecuadamente lo que dirá después. La aceptación de la
licitud de la pena de muerte —que aparece taxativamente exigida como tal, tanto
en las páginas vetero y neotestamentarias como en un sinfín de doctrineros
católicos y de textos pontificios— debe percibirse como un déficit, un tramo
oscuro en el devenir de la conciencia que busca la luz. Lo mismo se diga de las
sociedades. En la medida en que “la conciencia moral de las culturas va
progresando, también la persona, en la medida en que quiere vivir más
rectamente, va afinando su conciencia y ese es un hecho no sólo religioso sino
humano” (pág. 88).
Para el Cardenal, está claro, no por un
análisis per se del hecho, que lo valore inherentemente, sino por la evolución
de la conciencia, tanto la Iglesia como la Humanidad saben hoy que la pena de
muerte debe ser rechazada. Clarísimo caso de aquella ruinosa cronolatría que
protestara Maritain en Le Paysan de la Garonne. Pero entonces, ¡cómo no
deplorar, en consecuencia, aquellos momentos aún involutivos en los que se
juzgó erróneamente que algo podría justificar la pena de muerte, incluso “un
crimen tremendo”! ¡Cómo no maldecir los tiempos eclesiales y sociales en los
que la conciencia aún juzgaba que bajo determinadas condiciones, circunstancias
y requisitos era legítima la aplicación del castigo capital!
Este era el sequitur lógico del razonamiento
bergogliano. Pero un tema irrumpe en el diálogo y la ineluctable evolución de
la conciencia se puede permitir una excepción. ¿Y cuál será ese tema? Dejémoselo
explicar al interesado: “Uno no puede decir: «te perdono y aquí no pasó nada».
¿Qué hubiera pasado en el juicio de Nüremberg si se hubiera adoptado esa
actitud con los jerarcas nazis? La reparación fue la horca para muchos de
ellos; para otros la cárcel. Entendámonos: no estoy a favor de la pena de
muerte, pero era la ley de ese momento y fue la reparación que la sociedad
exigió siguiendo la jurisprudencia vigente” (pág. 137).
El pequeño detalle —advertido precisamente por
los kelsenianos de estricta observancia— de que “la ley de ese momento”,
vigente positivamente en Alemania, no volvía criminales a los jerarcas nazis,
se le olvida al Cardenal. El otro detalle más “pequeño” aún, de que en
Nüremberg no se dejó tropelía legal por cometer, ni aberración jurídica por
aplicar, ni derechos humanos de los acusados por conculcar, ni tortura
aborrecible por aplicar, ni mentira por aducir, tampoco cuenta. Ese otro
detallecito de que la horca y el tormento atroz para los germanos no fue “la
reparación que la sociedad exigió” sino la venganza monstruosa de la
judeomasonería, tras los triunfantes genocidios de los Aliados, en Hiroshima y
Nagasaki, ninguna importancia tiene. El Cardenal está en contra de la pena de
muerte, pero si van a matar nazis seamos comprensivos y hagamos una excepción
hermenéutica. “Era la ley de ese momento”, caramba. La evolución de la
conciencia podía esperar un ratito más.
El Cardenal, además, como feligrés y miembro
dirigente del judeocristanismo, ya tiene dónde tranquilizar sus escrúpulos,
supuesto que le acometieran. “Hace poco” —les confía a sus socios biográficos—
“estuve en una sinagoga participando de una ceremonia. Recé mucho y, mientras
lo hacía, escuché una frase de los textos sapienciales que nos recordaba:
«Señor, que en la burla sepa mantener el silencio». La frase me dio mucha paz y
mucha alegría” (pág. 151).
Lo que no sabemos es si Su Eminencia se
refiere a la burla propia o a la que él le propina a Jesucristo al visitar
obsecuentemente la morada de los negadores de su divinidad y artífices de su
asesinato. Porque el prete podrá hacer silencio ante la merecida chacota que lo
tenga por objeto, pero Dios no se deja burlar (Gálatas, 6, 7). Y el día en que
regrese en pos de Su Justicia irrefragable y definitiva, los que se pasaron la
vida sinagogueando, a fuer de felones, sabrán qué quería decir Marechal cuando
mentaba en el Altísimo “la vara de hiel de su rigor”.
MARXISTAS BUENOS Y CATÓLICOS MALOS
En plena concordancia con lo hasta aquí
exhibido —reiterémoslo: una pseudohumildad grotesca y un criptojudaísmo
vergonzoso— Bergoglio saca a relucir su tercera obsesión. Consiste la misma en
mostrarse ponderativo y encomiástico con los enemigos de la Iglesia, omitiendo
todo el vejamen y todo el daño inmenso que los mismos le han infligido y le
siguen infligiendo a la Esposa de Cristo. En el trazo maniqueo de su criterio
—que él pretende encubrir bajo las apariencias de lo ecuánime— a este polo de
positividad sólo puede oponérsele uno de simétrica negatividad; y el mismo,
curiosamente, está encarnado en los católicos. No en todos, claro, sino en los
“fundamentalistas”. Hablemos claro: en los católicos ortodoxos.
Un primer ejemplo de bondad enemiga lo
constituye Esther Balestrino de Careaga.
Para quienes no lo sepan, esta mujer –junto
con todo su grupo familiar- era una activa militante del terrorismo marxista,
procedente del Paraguay. Bajo el sosías de “Teresa” integró las primeras
células que constituyeron la Agrupación Madres de Plaza de Mayo, recibiendo
hasta hoy los homenajes laudatorios incesantes de la desaforada Hebe de
Bonafini. (cfr.
vg.http://www.paginadigital.com.ar/articulos/2002rest/2002seg/entrevistas/hebe26-2.html)
No creemos que en la Argentina del presente
haya un solo ciudadano que necesite que se le explique —cualquiera sea su
posición ideológica— cuál es la verdadera misión que han cumplido y cumplen las
llamadas “Madres de Plaza de Mayo”. Su adscripción a la guerrilla marxista
internacional, y no sólo argentina, es explícita, frontal, sostenida, virulenta
y particularmente belicosa.
Pero para Bergoglio, esta “simpatizante del
comunismo” (sic) se trató de “una mujer extraordinaria”, a quien “quería mucho
[…] Me enseñaba la seriedad del trabajo. Realmente le debo mucho a esta mujer
[…] Fue raptada junto con las desparecidas monjas francesas. Actualmente está
enterrada en la Iglesia de Santa Cruz” (pág. 34). “Tanto me enseñó de política”
(pág. 147-148).
Iniquidades de los tiempos de los que Su Eminencia
deberá rendir cuentas. No hay templos que alberguen los cuerpos acribillados de
los civiles o militares católicos a quienes abatió el odio criminal del
Comunismo. Pero una iglesia puede ser entregada a las bandas erpianas y
montoneras, para que la conviertan en su bastión y en su cementerio. Y el
responsable de tamaña profanación lo vive como un logro y una fiesta.
La segunda bondad encarnada es, para
Bergoglio, la mismísima Bonafini. Los periodistas se la mencionan dándole pie
para alguna observación crítica, para algún llamado tenue de atención, para
algún módico tirón de orejas, habida cuenta de la aversión patológica que esta
infame mujer viene desplegando desde hace décadas, cada vez con más desenfreno
e insolencia.
“Hay también quienes ven actitudes de
revanchismo”, le espetan los escribas. “Por caso, la presidenta de las Madres
de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini”. Lo que le están queriendo preguntar es, en
suma, si actitudes rencorosas y vengativas como la de este monumento al odio
“ayudan a la búsqueda de la reconciliación” (pág. 139). Y se lo están
inquiriendo, no un par de macartistas, sino dos mascarones de proa de la
izquierda nativa, de los tantos que hoy se sienten perturbados ante esta abisal
frankenstein que han creado y ya no pueden controlar.
El Cardenal no admite las premisas implícitas
y explícitas contenidas en el interrogante de los reporteros. Quien ya ha hecho
el elogio de los desaparecidos, como si la condición de tal probara su
inocencia y la justicia de su causa, justificará ahora plenamente a Bonafini:
“Hay que ponerse en el lugar de una madre a la que le secuestraron sus hijos y
nunca más supo de ellos, que eran carne de su carne; ni supo cuánto tiempo
estuvieron encarcelados, ni cuántas picaneadas, cuántos latigazos con frío
soportaron hasta que los mataron, ni cómo los mataron. Me imagino a esas
mujeres, que buscaban desesperadamente a sus hijos, y se topaban con el cinismo
de autoridades que las basureaban y las tenían de aquí para allá. ¿Cómo no
comprender lo que sienten?” (pág. 139).
Hubo otras muchas mujeres —esposas, madres,
hijas, novias, hermanas— a quienes los múltiples retoños de Bonafini asesinaron
a mansalva. Mujeres cuyo dolor no subsidió el Estado, cuyo luto no financió la
Internacional Socialista, cuyo llanto no rentaron los terrorismos estatales
soviético o cubano, cuya venganza monstruosa no prohijó el oficialismo, cuyo
rencor satánico no respaldó la jurisprudencia del Poder Mundial. Para estas
mujeres heridas, anónimas y silentes, a quienes las actuales autoridades
“basurean”, Su Eminencia no tiene una palabra de comprensión ni de consuelo.
Tampoco para los cientos de soldados arbitrariamente detenidos por la tiranía
kirchnerista, detrás de cada uno de los cuales existen otras muchas centenas de
mujeres –católicas prácticas en gran número- a quienes se les ha cercenado la
jefatura del hogar.
Hay más “buenos” previsibles nombrados al
pasar. Angelelli, Mugica, los palotinos, las monjas francesas, los curas
tercermundistas con el Padre Pepe Di Paola a la cabeza (pág. 106), los grandes
heresiarcas “Hesayne, Novak y De Nevares” (pág. 140), los “teólogos de la
liberación” que “se comprometieron como lo quiere la Iglesia y constituyen el
honor de nuestra obra” (pág. 82), los redactores de “Nuestra Palabra y
Propósitos”, publicaciones ambas del Partido Comunista (pág. 48), y hasta el
mismísimo Casaroli, a quien insensatamente pone de ejemplo (pág. 78), omitiendo
que fue el artífice de aquella siniestra y ruinosa felonía denominada
Ostpolitik. Para el glorioso Cardenal Mindszenty (cada llaga recibida en las
cárceles comunistas lo nimbó de gloria) Casaroli era la imagen negra y enlodada
de la “Iglesia de los Sordos”, negociadora ruin de la sangre mártir. Para
Bergoglio, Casaroli es un modelo de la “Iglesia Misionera” (pág. 78).
“Helada y laboriosa nadería, fue para este
jesuita” la Barca de Pedro, diría Borges de Su Eminencia, perdonando por
contraste y post mortem a Gracián. Porque en rigor, tanto sorprende la gélida
conducta con la que encomia a los peores lobos, como la nadidad a la que reduce
a quienes debería tener por arquetipos, si fuera un verdadero creyente. Los
óptimos, para el obispo, están cruzando la raya de la Iglesia y confrontando
con Ella.
Al fin, y como anticipábamos, si los buenos de
la cinematografía bergogliana son todos rojos, aquellos pasibles de reproches y
de acrimonias son ciertos católicos claramente identificables como
tradicionalistas, o simplemente católicos, apostólicos y romanos. Por ejemplo,
los que esperaban que Benedicto XVI criticara “al gobierno de Rodríguez
Zapatero por sus diferencias con la Iglesia en varios temas”, como el “del
matrimonio entre homosexuales”, sin darse cuenta de que “primero hay que
subrayar lo positivo, lo que nos une” (pág. 80). Qué puede unir a un católico
con un gobierno manifiesta y exacerbadamente anticatólico, no se aclara. Pero
la intención es evidente: Zapatero tiene cosas “positivas” que nos permitirían
“el caminar juntos” (pág. 80). Los desviados son los fundamentalistas que
anhelan que el Vicario de Cristo condene a un rufián y a un régimen político en
el que Satán se enseñorea a su antojo.
Otros católicos impresentables son los
preocupados por “si hacemos o no una marcha contra un proyecto de ley que
permite el uso del preservativo” (pág. 89). “Con ocasión de la llamada Ley de
Salud Reproductiva, algunos grupos de élites ilustradas de cierta tendencia
querían ir a los colegios para convocar a los alumnos a una manifestación
contra la norma porque consideraban, ante todo, que iba contra el amor […] Pero
el Arzobispado de Buenos Aires se opuso a que los chicos participaran por
entender que no están para eso. Para mí es más sagrado un chico que una
coyuntura legislativa […] De todas maneras, aparecieron algunos colectivos con
alumnos de colegios del Gran Buenos Aires. ¿Por qué esta obsesión? Esos chicos
se encontraron con lo que nunca habían visto: travestis en una actitud
agresiva, feministas cantando cosas fuertes. En otras palabras, los mayores
trajeron a los chicos a ver cosas muy desagradables” (pág. 90).
Es curioso el razonamiento de Su Eminencia.
Por lo pronto, minimizando los alcances y los fundamentos de la Ley de Salud
Reproductiva, claramente encuadrable en lo que Roma condena como “cultura de la
muerte”. El vocero de esta medida, Ginés González García, Ministro de Salud de
Néstor Kirchner, no dejó un solo instante de manifestarse agresivamente
contrario al Magisterio de la Iglesia, ni de exteriorizar socarronamente su
contento porque con tal disposición legal se coronaba la embestida contra la
moral cristiana. La sociedad entera lo recuerda aún con estupor —a él y a su
mandante— difamando, calumniando y persiguiendo a Monseñor Baseotto, por haber
osado recordarle las prescripciones evangélicas pertinentes.
Sin embargo, tamaña embestida legal contra el
Orden Natural, tamaño intento orgánico y oficial por alterar la Ley de Dios,
tamaño proyecto gramsciano opuesto al Decálogo, tamaña revolución cultural de
inequívoco signo marxista, sería apenas para Bergoglio “una coyuntura
legislativa” contra la que no vale la pena movilizar a la juventud tras las
clásicas banderas del catolicismo militante.
¿No advierte el Cardenal que ese “chico” que
le resulta “sagrado” es el primer damnificado de esta “coyuntura legislativa”
contra la cual no desea que se combata? ¿No advierte asimismo que si la ley
inicua no se detiene, ese “chico sagrado” empezará por no poder nacer, por ser
abortado, o por no poder ser criado en un hogar con padre y madre? ¿No
advierte, al fin, que la susodicha Ley de Salud Reproductiva, forma parte de un
proyecto mayor, que lejos de ser una mera coyuntura legislativa que “va contra
el amor”, instala coactivamente una cosmovisión radicalmente opuesta y
contraria a la moral cristiana?
Los “malos”, los merecedores del repudio y de
la condena, no son para Bergoglio los gobernantes y sus aliados que promulgan
este tipo de normas inicuas, sino los “grupos de élite ilustrada”, los
católicos pro vida, que quieren movilizarse con sus familias para hacerle
frente a tamaña iniquidad. Y en el colmo del desbarre conceptual, el Cardenal,
en vez de encomiar el celo de esos hogares misioneros y de instar a los jóvenes
al heroísmo y al testimonio gallardo, juzga la actitud católica como una
“obsesión” y aún como una imprudencia. ¡Los “chicos” fueron llevados “a ver
cosas muy desagradables”! ¿Es que hay algo más desagradable que pudiera ver un
joven, que la ruina de su patria y del lugar santo, sin intentar siquiera una
reacción vigorosa y entusiasta? ¿Es que la culpa de la desagradable visión no
la tienen los degenerados que arman el espectáculo indecente de su impudicia,
sino los que instamos a concurrir a todos en defensa del Bien?
Su Eminencia nunca podría haber escrito ese
maravilloso elogio que hizo Eugenio D’Ors al gesto impar de Ananías, Azarías y
Misael, pidiendo para sus propios hijos que “en el horno ardiente de la España
roja” fueran capaces de ofrendar sus vidas por la Realeza de Cristo. Maldito el
profeta Daniel que no comprendió que estos tres muchachos son más sagrados que
la “coyuntura legislativa” de Nabucodonosor. Así razona el Primado.
Malos son también los católicos
“restauracionistas, para los cuales la patria es aquello que recibí y que tengo
que conservar tal como la recibí”, cuando “todo patrimonio debe ser utópico”,
porque “las utopías hacen crecer” (pág. 112-113).
Alérgico al uso de la palabra “nacionalista”
—“de una persona que ama el lugar donde vive no se dice que es […] un
nacionalista (pág. 164)—, el Cardenal rechaza de plano al Nacionalismo Católico
cuando alude al restauracionismo, y brega neciamente por el utopismo, esa
herejía perenne que con sobrados fundamentos desenmascarara Thomas Molnar.
Véase si no esta innecesaria referencia.
Cuando se repatriaron los restos de Rosas “los nacionalistas se apropiaron de
este hecho y lo transformaron en un acto sectario […] Hasta el cura que rezó el
responso se colocó [el característico poncho rojo]; se lo colocó arriba de la
sotana, algo aún más desacertado, porque el sacerdote debe ser universal” (pág.
110).
Bergoglio debería saber que el
restauracionismo que rechaza tiene su fundamento en San Pío X, y que a él han
remitido siempre sus desdeñados nacionalistas para proponerse la empresa de
restaurar en Cristo una patria que en Cristo nació. Debería saber igualmente
que el anhelo de conservar la patria tal cual la recibimos, es un mandato del
Génesis no de Mussolini, y que el Apóstol no predicó “guardad las utopías” sino
“conservad las tradiciones”.
Debería saber, además, que la repatriación de
los restos de Rosas no fue un acto del que se apoderaron los nacionalistas —que
tenían todo el derecho del mundo a hacerlo— sino que manejó discrecionalmente,
desde el principio al final, el gobierno que entonces tomó la decisión política
de traer al Restaurador de las Leyes. Otros fueron los sectarios en aquellas
jornadas. Precisamente quienes adscriptos a vetustas sectas y logias masónicas
pretendieron deslegitimar la repatriación del Héroe. Pero para ellos no llegan
las reprimendas.
Si el Cardenal repasara a San Pablo, se
encontraría con la Carta a los Hebreos (10, 32), diciendo: “Traed a la memoria
los días pasados, en que después de ser iluminados, hubisteis de soportar un
duro y doloroso combate”. Y comprendería porqué los nacionalistas —que
soportamos un duro y doloroso combate por desagraviar la memoria de Rosas— sentimos
como propia la repatriación de sus restos, a pesar de que el Menemismo no fue
nunca otra cosa que una pluriforme cloaca. Pero sentir y vivir algo como
propio, no significa apropiárselo sectariamente.
Este agravio gratuito al Nacionalismo
Católico, halla su canallesco estrambote en el ataque al Padre Alberto Ezcurra,
el aludido cura de poncho rojo que le rezó a Don Juan Manuel el responso más
apoteósico y vibrante del que tengamos memoria.
Verdaderamente, llama la atención tanta
infamia. El “Padre Pepe” —uno de los confesos ídolos del Cardenal— va vestido
con deliberado aspecto de zaparrastroso. Idéntica facha marginal y rotosa
adopta como un emblema la clerecía progresista de todo pelaje. Del modo más
aseglarado y secularizante va disfrazado el grueso del clero cuya disciplina
depende teóricamente del Arzobispo. Y hasta los altos dignatarios de la
Jerarquía —Su Eminencia incluido— no portan más que un traje de calle, en las
antípodas del hábito talar cuya preferencia y dignidad predicara obstinadamente,
entre otros, Juan Pablo II. Pero al Cardenal Bergoglio lo único que le molesta
es el poncho federal del Padre Alberto Ezcurra. Lo único que le parece “un
desacierto” es que un destacadísimo sacerdote patriota ande emponchado como
supieron hacerlo Brochero o Fray Luis Beltrán. Que ese poncho insigne —con el
que fueron al combate los criollos de ley y sus viriles capellanes, sirviendo
de pendón y de mortaja a tanto paisanaje fiel— le parezca al Cardenal que le
“quita universalidad al sacerdote”, lo único que prueba es la profunda
desafección que tiene de nuestras genuinas raíces nacionales. Y el
desconocimiento de aquel axioma clásico que sintetizara Tolstoi: “pinta tu
aldea y serás universal”.
¿Debe extrañarnos? Quien puede lo más puede lo
menos. Criptojudío, filomarxista, pro tercermundista, propagador de
heterodoxias —de manera formal, externa, pública y notoria— ¿por qué no habría
de menospreciar a un cura gaucho y patricio, rezándole un responso a Rosas,
ataviado con su poncho punzó, cruzando la vieja, gastada y noble sotana? ¿Por
qué la aristocracia de este gesto sacerdotal habría de sintonizar con el
plebeyismo más rancio que él ostenta cotidianamente?
EL COLABORACIONISTA
Hemos dejado para el final la obsesión central
y recurrente de este libro. Posiblemente su causa eficiente y uno de sus
principales motores.
Aunque con toda deliberación no se lo
menciona, el fiero y terrible replicado en El Jesuita es Horacio Verbitsky. Porque
fue y es este sicario mendaz quien más lo hostilizó a Bergoglio inventándole un
pasado supuestamente derechista, un presente opositor antikirchnerista y unos
antecedentes o comportamientos que lo vincularían con el Proceso. En suma, para
Verbitsky, el Cardenal sería culpable del mayor de los males concebibles en
todos los tiempos, períodos, latitudes y esferas: no haber hecho nada a favor
de los desaparecidos, convirtiéndose así en aliado de la represión militar.
A efectos de replicar esta especie —que para
un hombre como Bergoglio es mucho más grave que si lo acusaran de calvinista,
de arriano, de sacrílego o de invertido— lo primero que hace es comprar el
paquete entero de la historia oficial elaborada por el marxismo dominante. Y
demostrar, además, que el paquete comprado le merece plena confianza.
Por eso los elogios a la terrorista paraguaya,
la amplísima comprensión y ninguna condena a la Bonafini y su banda comunista,
las majaderías hacia el clero tercermundista, la aquiescencia frente a la Teología
de la Liberación, las decenas de contemporizaciones con el marxismo, los
intencionales aplausos a los “luchadores por los derechos humanos”, y la
canonización del clero y del monjerío partícipes activos de la Guerra
Revolucionaria. Por eso el guiño constante de aprobación para los nombres de
Mugica, Angelelli, Argibay o Zaffaroni, y el llanto y rechinar de dientes para
las Fuerzas Armadas y de Seguridad.
En los disturbios del 20 de diciembre de 2001
—causados, sin duda, por el nefasto gobierno de De la Rua—, varios policías
cayeron salvajemente agredidos por la turbamulta de piqueteros que invadió la
Plaza de Mayo. Uno de ellos fue literalmente linchado, sin que sus compañeros
pudieran rescatarlo a tiempo. Bergoglio, que observaba los trágicos sucesos, sólo
vio lo que quiso. “Llamó al Ministro del Interior […] para detener la represión
[…] al ver desde su ventana en la sede del Arzobispado cómo la policía cargaba
sobre una mujer” (pág. 18). Es apenas un primer ejemplo, pero el maniqueísmo
ideológico queda retratado; y el servilismo al pensamiento único también. La
policía represora es siempre malvada. Los manifestantes populares son
fatalmente buenos.
“Durante la última dictadura militar —cuyas
violaciones a los derechos humanos, como dijimos los obispos, tienen una
gravedad mucho mayor ya que se perpetran desde el Estado— hasta se llegó a
hacer desaparecer a miles de personas. Si no se reconoce el mal hecho, ¿no es
eso un modo extremo, horripilante, de no hacerse cargo?” (pág. 138).
Es apenas un segundo ejemplo, pero bien que
representativo. El mito basal de las izquierdas es asumido íntegramente por el
discurso oficial del Cardenal. El “Proceso” fue una “dictadura”; el Estado
Argentino fue terrorista (pero no así los Estados Cubano, Soviético y Chino que
sostenían la guerrilla); los desaparecidos se convierten en incuestionables
seres en virtud de la inmoralidad del procedimiento que los hizo desaparecer; y
el metro patrón para medir la maldad de un gobierno es la violación a los
derechos humanos, concebidos ya sabemos cómo: como se conciben desde la
Revolución Francesa hasta la Revolución Bolchevique.
Esta es, pues, la obsesión hegemónica de Su
Eminencia. Que se lo tenga por un hombre políticamente correctísimo, depósito y
heraldo del pensamiento único, lo que implica, en primer lugar, haber combatido
“la Dictadura” y cooperado con sus “víctimas”. Gran parte del capítulo trece está
dedicado a probarlo. “A mí me costó verlo [se refiere al sistema represivo],
hasta que me empezaron a traer gente y tuve que esconder al primero” (pág.
141).
Su Eminencia, claro, da por sentado lo que los
reporteros y el imbecilizado público en general acepta a priori y sin
condicionamientos: que el escondido era un joven idealista, perseguido
injustamente por las brutales fuerzas del orden. La posibilidad de que estos
escondidos, al igual que los palotinos y las monjas francesas —a cada rato
llorados por Bergoglio— fueran activistas guerrilleros, ideólogos o cómplices
activos de la Guerra Revolucionaria que asolaba a la Nación, ni se le pasa por
la cabeza. Ni siquiera ante la abundancia de constataciones que hoy permiten
saberlo.
Nada le importan la verdad ni el juicio
ecuánime sobre los hechos pasados. Su conciencia no sufre mella alguna con
mirada tan unilateral y tendenciosa. Los militares eran artífices de “la
paranoia de caza de brujas” (pág. 149). Sea anatema su obrar, sin matices. Sus
perseguidos, en cambio, –como los dos “delegados obreros de militancia
comunista” (pág. 148) por los que procuró interceder y rescatar- son presentados
amorosamente como “los dos chicos” de una “viuda” que “eran lo único que tenía
en su vida” (pág. 148). Inofensivos chicos los guerrilleros. Paranoicos
cazadores de brujas los militares. ¿Se necesita algo más para insertarse en la
burda dialéctica de la historia oficial?
Huero de toda templanza en los juicios, y
asustado cuanto ansioso por demostrar que estuvo en el bando de los derechos
humanos, lo que le importa a Bergoglio es cohonestar cuanto antes la versión
instalada: la represión castrense fue repudiable, todo el que la padeció merece
ser defendido, protegido y homenajeado por la Iglesia. Es más, la Iglesia se
justifica y se lava en la medida en que pueda demostrar que, durante aquellos
años, estuvo del lado de los perseguidos por las Fuerzas Armadas, y tuvo sus
propios “mártires” causados por la soldadesca procesista.
Por eso el empeño de Bergoglio en narrar con
detalles cómo “en el Colegio Máximo de la Compañía de Jesús, en San Miguel,
escondí a unos cuantos” (pág. 146), resultando ser hasta “los largos ejercicios
espirituales” en el instituto “una pantalla para esconder gente” (pág. 147).
Cómo “luego de la muerte de Angelelli” (a cuyo homenaje cuenta haber asistido)
“cobijé en el Colegio Máximo a tres seminaristas de su diócesis” (pág. 146). Cómo
sacó del país “por Foz de Iguazú, a un joven que era bastante parecido a mí,
con mi cédula de identidad, vestido de sacerdote, con el clergyman y, de esa
forma, pudo salvar su vida” (pág. 147). Cómo hizo todo lo posible por liberar a
“dos delegados obreros de militancia comunista”, por cuya vida le había pedido
que mediara Esther Balestrino de Careaga (pág. 148).
Entusiasmado por dar noticias de sus proezas a
favor del partisanismo marxista, Bergoglio ni siquiera repara en que está
confesando públicamente la comisión de delitos. Hasta que llega al punto
central de su riña con el incalificable Verbitsky, y entonces jura y rejura, en
largas parrafadas, (págs. 148-151) que estuvo siempre del lado de Yorio y
Jalics, dos de los tantos jesuitas que fungieron de apoyo —intelectual y
físico— a los planes de la Guerra Revolucionaria.
Son páginas sin desperdicio para medir el
fondo del pecado y del temor servil al que ha llegado este desventurado pastor.
Su afán de mostrarse colaboracionista del Marxismo alcanza aquí a su punto
culminante. Porque esta es la tragedia veraz que no podrán seguir ocultando los
artesanos del lavado de cerebro colectivo.
Durante aquellos años, la patria argentina fue
blanco de una guerra, declarada, conducida y financiada por el Internacionalismo
Marxista, como parte del programa total de la Guerra Revolucionaria. En esa
contienda, Bergoglio estuvo del lado de los enemigos de Dios y de la Patria.
Con cálculo preciso, y para que la
delimitación de posiciones ideológicas ya no admita vacilaciones, se le cede la
palabra a Alicia Oliveira. Por si algún lector desprevenido no registrara a
esta vieja militante izquierdista, los escribas nos la presentan de este modo:
“Firmante de cientos de habeas corpus por detenciones ilegales y desapariciones
durante la última dictadura, se desempeñó como letrada e integró la primera
comisión directiva del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), una de las
más emblemáticas ONGs dedicada a luchar contra las violaciones a los derechos
humanos […] Con la llegada de Néstor Kirchner a la presidencia [se desempeñó]
como Representante Especial para los Derechos Humanos de la Cancillería” (pág.
152).
Y Oliveira habla. Declara su “larga amistad”
con el Cardenal “que la terminaría convirtiendo en una testigo calificada de
buena parte de la actuación de Bergoglio durante la dictadura militar” (pág.
152). Cuenta que, dada su ostensible inserción en los planes de la guerra
revolucionaria —que ella llama eufemísticamente “compromiso con los derechos
humanos” (pág. 153)— el Cardenal “temía por mi vida” y le ofreció el Colegio
Máximo como aguantadero. Cuenta cómo confió sus cuitas a Carmen Argibay
—entonces Secretaria del Juzgado de Oliveira— y cómo “tras la caída del
gobierno de Isabel Perón” sus “reuniones con Bergoglio se hicieron más
frecuentes” (pág. 153). También sus coincidencias ideológicas sobre “los
militares de aquella época” (pág. 154), y la necesidad de salvarles la vida a
quienes ellos perseguían (ídem).
“Yo iba con frecuencia, los domingos, a la
Casa de Ejercicios de San Ignacio, y tengo presente que muchas de las comidas
que se servían allí, eran para despedir a gente que el padre Jorge sacaba del
país […] Bergoglio también llegó a ocultar una biblioteca familiar con autores
marxistas” (pág. 154).
Emocionada con los altos y muchos servicios
que su amigo, el Padre Jorge, prestaba a la causa, Oliveira recuerda que no
sólo puso el Colegio Máximo al servicio del ocultamiento de los zurdos, sino la
misma Universidad del Salvador, pues “muchos nos fuimos a resguardar allí”
(pág. 155). Ella, en efecto, dictaba Derecho Penal con Eugenio Zaffaroni, y “en
sus clases hablaba con libertad”, analogando la “ley de ordalía” —que “los
alumnos me decían que eso era horroroso”— “con lo que estaba pasando en el
país” (pág. 155).
Una anécdota más le sirve a Oliveira para su
apología de Bergoglio. Como el sodomita Zaffaroni estaba empeñado en traer al
país a Charles Moyer, ex Secretario de la Corte Interamericana de Derechos
Humanos, al solo objeto de que fogoneara la eterna acusación contra las Fuerzas
Armadas argentinas, y encontraba obstáculos para lograrlo, “le preguntó a ella
qué podían hacer para que igual viniera, pero con un motivo falso. Oliveira
recuerda: «¿Qué hice? Recurrí, claro, a Don Jorge, que me dijo que no me preocupara.
Al poco tiempo cayó con una carta en la que la Universidad invitaba a Moyer a
dar una charla sobre el procedimiento de la Corte Interamericana de Derechos
Humanos […] A su regreso, Moyer le envió a Bergoglio una carta de
agradecimiento»” (pág. 156).
El afecto la desborda al evocar todos estos
gestos tan significativos para la causa de los marxistas, y Oliveira culmina
diciendo: “La verdad es que si lo hubieran elegido Papa, habría experimentado
una sensación de abandono, ya que para mí es casi como un hermano y, además,
los argentinos lo necesitamos” (pág. 157).
Los “argentinos”, varones y mujeres tan bien
definidos, como Argibay y Zaffaroni, sin ninguna duda. Otrosí la cáfila de
comunistas —laicos o clérigos— a quienes cobijó con complicidad activa. Los
argentinos de verdad y los católicos en serio, difícilmente sientan necesidad
de un lobo disfrazado de cordero.
El Cardenal aún no ha terminado de proferir su
credo para el regocijo del mundo y de su príncipe. “Creo en el hombre”, declara
(pág. 160). E interrogado sobre Kirchner, y específicamente sobre la fama que
se le ha hecho de ser un opositor a su gestión, se ocupa con diligencia de
redondear su pulcra corrección política. “Considerarme a mí un opositor me
parece una manifestación de desinformación […] En 2006 le mandé [a Kirchner]
una carta para invitarlo a la ceremonia de recordación de los cinco sacerdotes
y seminaristas palotinos asesinados durante la dictadura, al cumplirse treinta
años de la masacre perpetrada en la Iglesia de San Patricio […] Más aún, como
no era una misa lo que iba a realizarse, cuando llegó a la iglesia, le pedí que
presidiera la ceremonia, porque siempre lo traté, durante su mandato, como lo
que era: el presidente de la Nación” (págs. 114-115).
Está claro. Si hubiera sido por Su Eminencia,
la profanación hubiera sido doble. Rendirle homenaje a quienes coadyuvaron a
los planes de la guerrilla, y hacer presidir dicho homenaje, en una parroquia,
a quien a todas luces repugna de la Fe Católica y la persigue sin hesitar.
Vamos entendiendo algunas de sus palabras esparcidas en el libro: “Muchos curas
no merecemos que la gente crea en nosotros” (pág. 101). “Algunos podrán
aseverar: «¡qué cura comunista éste»!” (pág. 106).
LA IGLESIA ADÚLTERA
Nosotros, digámoslo claramente, no creemos que
Bergoglio sea comunista, ni peronista, ni nada en particular. En sus opciones
temporales debe aplicársele lo que Don Quijote utilizó para zaherir la
inconducta de Sancho: “en esto se nota que eres villano, en que eres capaz de
gritar ¡viva quien vence!” Toda esta exhibición de colaboracionismo marxista no
brota tanto de un convencimiento ideológico serio, sino de una actitud villana.
Si mañana se dieran vuelta las cosas, podríamos escucharlo cantar Giovinezza
con acento piamontés.
Su problema es más hondo, más grave, más
profundo; más difícil de que el buen Dios se lo perdone. Es el escándalo del
Pastor que se vuelve mercenario, cuya semblanza maldita y reprobación
consiguiente ha trazado y sentenciado Nuestro Señor Jesucristo con palabras de
vida eterna (cfr. San Juan, 10, 11-13). “Oh mercenario! —grita San Agustín en
su Comentario al Evangelio de San Juan—, viste venir al lobo y has huido. Has
huido porque has callado, y has callado porque has temido”.
No es, por cierto, el suyo, un caso aislado.
Es en este momento, en la Argentina, la cabeza de un conjunto de pastores que
tienen similar conducta, y cuya última explicación encontramos en el
Apocalipsis, cuando se protesta a la iglesia ramerizada, fornicando con los
poderosos de la tierra y siendo infiel al Divino Esposo.
Pero dejemos las honduras de los Novísimos y
ciñámonos al tema del que veníamos hablando.
La Iglesia ha sido puesta en el banquillo de
los acusados por sus peores enemigos. Liberales y marxistas insisten en
sostener que, durante aquellos difíciles años de la lucha contra la guerrilla,
la Jerarquía calló, cohonestando así, de algún modo, las conductas ilegítimas
que habrían cometido las Fuerzas Armadas. La respuesta de la acusada Jerarquía
—Bergoglio el primero— fue tan frágil cuanto penosa. Pues consistió, por un
lado, en recordar sus documentos a favor de los derechos humanos, emitidos
durante la convulsa época (pág. 141); y por otro, en señalarse como
damnificada, reivindicando un martirologio “católico” compuesto por personajes
de inequívoca filiación o conexión terrorista.
Si al responder con el recuerdo de textos pro
derechohumanistas centraba la cuestión exactamente donde no debía hacerlo, esto
es, en el núcleo de la mitología enemiga, convalidándola indirectamente; al
atribuirse como víctimas propias o como testigos eclesiales a quienes habían
sido cómplices de la escalada subversiva, pidiendo incluso la beatificación
para ellos, sembraba la confusión y potenciaba el engaño hasta límites
dolorosísimos por el escándalo que comporta.
En efecto, ¿qué clase de Iglesia es ésta que,
para defenderse de las acusaciones de haber estado asociada a la lucha contra
la Revolución Comunista, rehabilita el tener caídos o ideólogos del bando de la
misma, los homenajea efusivamente y los reclama en los altares y en el
santoral? ¿Qué clase de pastores son éstos que para levantar el cargo de la
complicidad con la represión castrense, aducen haber izado la misma bandera de
los derechos humanos que enarbolaron como divisa nuclear de su ficción
ideológica las bandas subversivas? ¿Qué clase de coherencia, en suma, pueden
exhibir los obispos que hoy no trepidan en contemporizar con los montoneros y
erpianos devenidos en funcionarios públicos, como no vacilaron ayer en
incumplir el deber irrenunciable que tenían de hablarles claro a los hombres de
armas, sea para que no delinquieran ni pecaran, o para que combatieran con
cristianos criterios? ¿Qué confianza pueden inspirarnos estos funcionarios
eclesiales llenos de movimientos dúplices, medrosos, acomodaticios y
heterodoxos?
No; no ha salido airosa del banquillo esta
irreconocible Iglesia. Acusada por los protervos de “ser la dictadura”, cuando
debió serlo si aquella hubiera existido y en aras del bien común de la patria,
sólo atina a sacarse el incómodo sayo de encima del peor modo posible:
reduciendo su naturaleza salvífica a un internismo de derechas e izquierdas, en
el que los exponentes de las primeras habrían sido culpables y las segundas
constituirían proféticas voces demandantes de los sacros derechos del hombre.
Por eso ha abandonado a su suerte al Padre
Christian von Wernich, ultrajado y preso mediante falsías inauditas. Por eso
consintió el escarnio público de Monseñor Baseotto. Por eso no tiene una
palabra ni un gesto de apoyo para los centenares de militares encarcelados
arbitrariamente por la tiranía kirchnerista. Por eso niega todo reconocimiento
de beatitud martirial a Genta y a Sacheri, mas anda pronta en canonizar a
Angelelli, Pironio, los palotinos o las monjas francesas. Por eso no puede
contarse con ella para que en los templos se rinda honores públicos a la
memoria de los caídos en el combate contra los rojos, pero entrega al rabinato
y a la masonería la mismísima Catedral Metropolitana o la Basílica de Luján.
Esta es la iglesia por la que lloró el
entonces Cardenal Ratzinger, cuando en el Via Crucis del último Viernes Santo
del pontificado de Juan Pablo II, dijo de ella que la cizaña prevalecía sobre
el trigo. Y es la iglesia por la que lloramos nosotros, con llanto sostenido.
Porque se nos crea o no —ya nada importa— no nos causa la menor gracia tener
que denunciar a Bergoglio. Sólo Dios sabe el dolor indecible que esto
significa. Ya quisiéramos tener un buen señor al que servir, y no un mercenario
al que desenmascarar. Un Príncipe al que rendirle nuestro vasallaje, y no un
lobo del que tomar prudente distancia.
ENVÍO PARA NECIOS
Pero el último enunciado merece un párrafo
final aclaratorio. Dirigido a los necios, de quienes la Sacra Escritura nos
advierte en fecundos pasajes, para que estemos prevenidos, así sea de su
ignorancia como de su malicia, de sus calumnias como de sus enojos.
Estos necios pueden ser tanto laicos como
religiosos, lo mismo da. Y ante estas páginas nuestras podrán formular diversos
cargos, como de hecho ya ha sucedido en anteriores ocasiones.
Por respeto a los justos, sólo levantaremos
preventivamente algunas de las posibles objeciones de la vocinglería necia.
1º.- No es atacar a la Jerarquía poner en
evidencia la existencia de obispos felones, adúlteros, fariseos o heresiarcas.
Es no pecar de omisión ni de encubrimiento ni de complicidad. Precisamente por
amor a la verdadera Jerarquía.
Mientras escribimos estas líneas, en Mayo de
2010, el Papa Benedicto XVI ha viajado a Portugal y le hemos escuchado decir
que “la gran persecución de la Iglesia no viene de sus enemigos de afuera sino
que nace del pecado dentro de la Iglesia”. El Santo Padre no calla ni simula ni
atempera esos pecados, así sean repugnantes como de hecho consta públicamente
que son en tantos casos. A imitación del Vicario de Cristo, todo laico fiel
debe secundar su prédica, repudiando los pecados internos, amonestando a sus
cultores, previniendo de sus acechanzas a los desprevenidos, y proponiendo como
único antídoto la práctica de la virtud y la predicación de la Verdad entera.
Ya en la Catequesis del miércoles 10 de mayo
de 2006, el mismo Benedicto XVI enseñaba que “obispo es la palabra que usamos
para traducir la palabra griega «epíscopos». Esta palabra indica a una persona
que contempla desde lo alto, que mira con el corazón. Así San Pedro mismo, en
su primera carta, llama al Señor Jesús «pastor y obispo-guardián- de sus almas»
(1 P. 2, 25)”. Y citando a San Ireneo de Lyon, agrega: “Los Apóstoles querían
que fuesen totalmente perfectos e irreprochables aquellos a quienes dejaban
como sucesores suyos, transmitiéndoles su propia misión de enseñanza. Si
obraban correctamente, se seguiría gran utilidad; pero si hubiesen caído, la
mayor calamidad”.
Celebramos, honramos y obedecemos a “los
guardianes”. Pero estamos moralmente obligados a detestar a los artífices de
“la mayor calamidad”, no siendo ciegos que se dejen guiar por otros ciegos (San
Mateo, 15, 14). Sigue siendo válido lo que santamente escribió el Capitán de
Loyola a San Pedro Canisio, el 13 de agosto de 1554: que “los pastores
católicos que con su mucha ignorancia pervierten al pueblo, parece deberían ser
muy rigurosamente castigados, o al menos separados de la cura de almas”, pues
“más vale estar la grey sin pastor, que tener por pastor a un lobo”.
2º.- Existe, efectivamente, esa obligación
moral antes aludida, y se nos aplica a los simples “súbditos de celo y
libertad, para que no teman corregir a los prelados, especialmente si el crimen
es público y corre peligro la mayoría de los fieles”. Son palabras de Santo
Tomás de Aquino (In Gal. 2,11, nº 76-77), pero podríase sobre el particular
citar una multitud de textos escriturísticos, patrísticos, escolásticos,
conciliares, canónicos y pontificios de todos los tiempos, conformando todos ellos
un corpus doctrinal que en buena hora redondeó admirablemente Melchor Cano
—teólogo de Carlos V en Trento— diciendo: “cuando los pastores duermen, los
perros deben ladrar”. Esta es doctrina católica, y no lo es su negación o
intencional olvido.
Ahora bien, en lugar de considerar esta
doctrina de los deberes de los súbditos en orden a hacer valer los derechos de
Dios; en lugar de tener en cuenta que no pocos santos la aplicaron, sin mengua
de su obediencia a la Iglesia Jerárquica, sino por fidelidad a la misma; en
lugar de discernir que de la enérgica y necesaria reprobación de los errores de
ciertas autoridades eclesiásticas no se sigue la negación o el cuestionamiento
de la Iglesia Jerárquica, per se, intrínsecamente y en su totalidad; en lugar,
en síntesis, de dirigir la censura a los heresiarcas y rescatar la actitud de
quienes para preservar a la susodicha Iglesia Jerárquica cumplen con el deber
de señalar públicamente los extravíos, los necios nos condenan diciendo que no
se puede “desautorizar públicamente a los superiores jerárquicos, ni criticar
sus enseñanzas”.
Lo peor de todo es que para darle carácter
apodíctico a este juicio —que contradice, como vimos, expresa enseñanza de
Santo Tomás y del Magisterio— invocan a veces los necios “la regla 10ª para
sentir con la Iglesia” (Ejercicios Espirituales, nº 362). Pero dicha regla de
San Ignacio se refiere a la obediencia a las autoridades legítimas, punto que
aquí no está en discusión. Y en plena congruencia con la doctrina antes
asentada sobre los deberes de los súbditos, concluye aclarando: “de manera que,
así como hace daño el hablar mal, en ausencia, de los mayores a la gente
menuda, así puede hacer provecho hablar de las malas costumbres a las mismas
personas que pueden remediarlas”.
Un autorizado comentarista ignaciano, el
célebre escritor ascético, R.P. Mauricio Meschler S.J, ha precisado sobre el
particular: “lo que el Santo recomienda aquí [en la Regla nº 10, E.E, nº 362]
es un principio conservador de gran valía; se refiere a la observancia del cuarto
Mandamiento de Dios, del orden y de la paz del pueblo cristiano. Tal espíritu
de sumiso respeto a las autoridades constituidas siempre ha sido una prueba del
genuino sentimiento cristiano católico. Siempre ha salido la Iglesia en defensa
de la obediencia debida a la autoridad. Por esta razón, el que legítimamente
advirtiera o hiciera advertir a los superiores sus yerros, sería muy benemérito
así de la sociedad como de la Iglesia” (Mauricio Meschler y Enrique Pita,
Sentir con la Iglesia y Discernimiento de Espíritus según San Ignacio de
Loyola, Buenos Aires, Editora Cultural, 1943, pág. 40).
Porque, además, así como aplican indebidamente
los necios la Regla nº 10 de San Ignacio, indebidamente aplican también el
versículo 26,31 de San Mateo: “heriré al Pastor y se dispersarán las ovejas del
rebaño”, para hacernos responsables del “pecado abominable a los ojos de Dios”
de “censurar públicamente a la Jerarquía, incitando a la confrontación y a la
división del Cuerpo Místico”.
Pero dicho pasaje del Evangelio de San Mateo
tiene precisamente otros destinatarios, pues es dolorosa y profética respuesta
de Cristo a la promesa de los Apóstoles de no escandalizarse de Él, “aunque
todos se escandalizaren en Ti”.
El Señor entonces le asegura con tristeza a
Pedro, portavoz de los Apóstoles en la escena, que “esta noche, antes que cante
el gallo, me negarás tres veces”. “La fe de esta predicción” —comenta Santo
Tomás de la mano de San Jerónimo y de San Hilario— “estaba fundada en la
autoridad de una antigua profecía; por eso añade: hiere al Pastor y las ovejas
se descarriarán” (Santo Tomás, Catena Aurea, II, 2, Mateo XXVI, v. 30-35). Es a
los sucesores de los Apóstoles, según este oportuno texto, a quienes hay que
recordar que no nieguen a Cristo ni se escandalicen de Él, pues de lo contrario
se dispersarán las ovejas.
En 1970, el notable Carlos Alberto Sacheri,
escribía su libro La Iglesia Clandestina, en el cual, con documentación
fidedigna de toda índole, denunciaba el aparato marxista-tercermundista,
compuesto por sacerdotes y hasta por obispos, que socavaba los cimientos mismos
de la Esposa de Cristo. También –o tal vez, principalmente, por este libro, lo
asesinaron. Ahora bien; a Carlos Alberto Sacheri, que dio su sangre por Cristo
Rey, quitándoles las máscaras a estos lobos, ¿también se le aplica la Regla nº
10 de San Ignacio, el versículo de San Mateo y los epítetos vulgares con que
los necios quieren acallarnos? Curioso razonamiento: si un Cardenal de la Santa
Madre Iglesia predica heterodoxias, y obra iniquidades, los necios jerárquicos
se llaman a silencio. Si un laico recuerda la ortodoxia, es pecado abominable.
3º.- Suelen aducir los necios que con estas
denuncias les hacemos el caldo gordo a los enemigos de la Iglesia.
Los enemigos de la Iglesia son, ante todo, los
falsos pastores, los fundadores infieles, el clero ganado por el vicio nefando
y por el pecado mayor de traicionar la integridad de la Fe. No necesitamos
informarles a los lectores despabilados que liberales y marxistas, judíos y
masones, ateos y gnósticos —y toda la gama posible de enemigos de la Iglesia—
son los socios habituales de nuestra Jerarquía. Con ellos se sienten cómodos,
no con nosotros.
No necesitamos agregar tampoco hasta qué punto
—en nombre del ecumenismo y desfigurándolo, en nombre del diálogo
interreligioso y corrompiéndolo— se ha dado pasto en abundancia a las fieras
anticatólicas, desde las mismas autoridades eclesiásticas. El caldo gordo del
enemigo lo cocinan muy bien los pastores devenidos en mercenarios.
Bergoglio se sabe papabile. Toda la primera
parte de su libro está dedicada a probar que estuvo muy cerquita de suceder a
Juan Pablo II. Hay quienes dicen incluso que, El Jesuita, pretende ser su
plataforma electoral para el próximo Cónclave. Al mejor estilo de los
purpurados europeos, como Giacomo Biffi con sus más que interesantes y
aprovechables Memorie e digressioni di un italiano cardinale, Su Eminencia ha
querido tener su propio relato biográfico. Este es el peligro que debe
movilizarnos: que un enemigo declarado de la Verdad como el Cardenal Bergoglio
pueda presentarse impunemente como papabile. ¿Cuál es la parte que no entienden
los múltiples necios que dicen que desenmascarar a un enemigo es hacerles el
caldo gordo a los enemigos? ¿Cuál es el principio de identidad y de
contradicción del que no llegan a percatarse?
4º.- Una aclaración postrimera nos queda en el
tintero y hemos de reiterarla. No nos causa alegría andar de desencuentro en
desencuentro con curas y obispos, incluso con algunos de estos últimos, con
quienes habiendo tenido cierta amistad o trato cordial antes de que fueran
investidos, nos niegan ahora como si estuviéramos leprosos. Tampoco nos causó
alegría en su momento el haber tenido que salir públicamente a discrepar con el
Santo Padre por el tratamiento de la cuestión judía.
Somos nadie para decir estas cosas.
Individualmente considerados, carecemos de todo rango, de todo encumbramiento
y, se quiere, de todo mérito o autoridad. Pero no es nuestra valía personal lo
que aquí está en juego, ni nos importa defender prestigios subjetivos. En esto,
coincidimos con Federico Mihura Seeber: “Nuestro móvil no puede ser ya más la
fama […] Trabajamos, sin duda que en la tierra, pero para la Ciudad que baja
del Cielo” (De Prophetia, Buenos Aires, Gladius, 2010, pág. 250).
No hemos sido educados para tener que
rebelarnos contra curas y obispos, sino para arrodillarnos frente a la
Jerarquía, orgullosos de la sujeción y del honor de poder rendir nuestros
servicios. Nos lastima hasta la fibra más honda del alma constatar que, en
líneas generales, nuestros pastores y clérigos son medrosos, ambiguos,
heresiarcas y hasta poco o nada viriles, como diría Santa Catalina de Siena. Tal
situación nos provoca una desazón y un tormento que, insistimos, sólo Dios
conoce, y sólo El sabrá por qué lo permite.
Pero no debemos callar. En nombre propio, en
el de los tantos y tantos que padecen similar dolor, en el de nuestros maestros
mártires y en el de nuestros potenciales discípulos. No debemos callar, porque
la esperanza está puesta en el triunfo de la Verdad Crucificada, oportuna e
inoportunamente testimoniada. No debemos callar ni retroceder, porque a pesar
de la jerarquía prevaricadora y de sus obsecuentes necios, alguien tiene que
decir la Verdad.