jueves, 31 de octubre de 2013

UN PASITO ADELANTE – ESCRIBE EL PADRE CASTELLANI




El católico que se hace protestante da un paso atrás, no da un paso adelante.
Hay gente entre nosotros que cree lo contrario, entre ellos algunos politicones amigos míos. Creen que con el divorcio, la separación de la Iglesia y el Estado, el matrimonio de los clérigos, el auge de la Ma­sonería, el Ku-Klux-Klan, el «Prohibition-Act», el reparto de Biblias y el acogotamiento de los negros, la Argentina se pondría a la cabeza de la civilización, como los Estados Unidos. Son locos.
«—Los Estados Unidos ¿no tienen libertad de enseñanza? —Sí. —En­tonces el proteccionismo es la verdadera religión moderna, porque fomenta más en las naciones la simple honradez humana. Tanto «san­tidad, santidad», tanta Santa Madre Iglesia... y los países católicos es­tán atrasados en todo, incluso en la simple honradez humana... ¿Cómo puede dar eso la religión verdadera? Por sus frutos la conoceréis...».
Otro día trataremos el problema del atraso de los países católicos, en el cual han metido la pluma y la nariz Balmes, Donoso Cortés, Ramón y Cajal, el Conde de Maistre, Monseñor Bougaud, Belloc Hilario y otros; y que todavía no está claro. Hoy nos contentamos con esta sencilla proposición: el protestantismo es un paso atrás... El protestantismo quiso volver atrás hacia la primitiva Iglesia; y se pasó y fue a dar en paganismo, en este «neopaganismo» del que habló San Pío X.
Usaré la doctrina de un protestante, el filósofo danés Soeren Kierkegaard, del cual han dicho entre nosotros que «es luterano»: el profesor Aranguren en la Revista de la Universidad de Buenos Aires, el doctor Sciacca y el P. Jolivet en sendas conferencias públicas, y el P. Quiles en alguno de sus opúsculos... Me parece que ya con eso...
Yo no sé si fue luterano.
Yo sé que nació luterano, que fue destetado con las obras de Lutero y de Hegel, que quiso ser Pfarrer luterano y no lo dejaron... eso sí. Que nunca se redujo (imposible para él) a la Santa Iglesia Romana, la cual recomenzó en Danesia con la Constitución de 1849, poco antes de su muerte. Pero sé seguro que se redujo a Dios, con un gran estalli­do de luz, que se vio un poco (bastante) también en la tierra. Y se si­gue viendo y se seguirá viendo... No por todos, desde luego.
Dejando sus palabras y su estilo denso y complicado —inimita­ble— voy a exponer brevemente sus pensares valiéndome de los libros de sus tres últimos años: Tagebuecher, Einubung im Christentum y Der Augenblick.
Catolicismo y Protestantismo se suponen hoy día uno al otro; son como una pared terremotada y los puntales que la sostienen; tales que ninguno (hoy día) puede tenerse en pie solo.
Del Protestantismo eso es manifiesto, puesto que todo él está montado sobre una protesta contra Algo —que realmente estaba mal en aquel tiempo—, pero que se ha incorporado a la «Reforma» en ca­rácter de presupuesto y punto de referencia; como «Forma subordinada». Retirando el cristianismo medieval de la Weltanschauung del protestantismo, se produciría una cosa como un paisaje sin perspectiva o un mundo de dos dimensiones.
Aquello contra lo cual insurgió Lutero era vicioso; el mensaje de Lutero, la «interioridad», era verdad. La Iglesia Medieval había incu­rrido en una tirantez insoportable: lo exterior, lo formal y lo violento amenazaban transformar la vida religiosa de Europa en algo muy dife­rente del espíritu de Cristo; recordemos las ejecuciones de Juana de Arco, de Juan Huss, de Wyclef, de Savonarola...
La religión se transformaba en una política y se confundía con un imperialismo; los medios de que se prevalía eran de más en más duros; sus prácticas de más en más complicadas y externas; su espíritu de más en más infraternal; su vida de más en más automática. En suma, había una crisis de lo interior (de la «fe») y una hipertrofia de lo humano (de las «obras») que había destruido el equilibrio de esos dos elementos necesarios, creando una especie de nuevo fariseísmo. La sangre de San Genaro —como si dijéramos— y la sangre de Savonarola amenazaban recubrir la sangre de Cristo.


De esa arcilla empapada y apretada saltó afuera el hombre Lutero, afuera del claustro; un hombre que había sido claustral («frailuno», di­ce él) como ningún otro; que había cumplido como nadie las cargadas «reglas» de las Ordenes envejecidas; que no se había perdonado ayu­nos, cilicios, vigilias, indulgencias, novenas y devociones —todo, me­nos la oración interior— sin lograr «salvarse»; sin haber alcanzado en su interior la paz. Lutero salió de ese ambiente con un grito que era en sí mismo verdadero: —No somos salvos por las obras de la Ley sino por la gracia de Jesucristo—; y se puso a polemizar contra «las obras» —como si dijéramos, contra su pasado—; y el ardor de la polémica y sus pasiones irascibles lo fueron llevando insensiblemente adonde no pensó, y torciendo su mensaje alemán a lo que en el principio no fue. Si tomamos ahora del luteranismo los Resultados, con sorpresa halla­mos cosas diametralmente opuestas a la prédica inicial de Lutero; por ejemplo, la Mundanidad relajada y complaciente en lugar del Temor y Temblor del reformador sajón —o nuevo paganismo en lugar del cristianismo primitivo (cf Luthers Reformaiorische Schriften, Deutsche Bibliothek, Berlín, 1913).
«Sería interesante aprenderse de memoria un sermón de Lutero y echarlo desde el pulpito de Copenhague... —dice Kierkegaard—. La gritería que se armaría contra el predicador entre los Párrocos, clérigos y Consejeros de Estado sería cosa de ver; y entonces revelarles que es un sermón de Lutero. Claro que habría que hacer constar primero ante notario lo que se iba a hacer; porque de no, me acusarían de ha­ber querido hacer un plagio; y al ser descubierto el plagio, de haberlo querido pasar como una broma...» (Diario, 1849).
El primer grito de Lutero: ¡al interior del alma! hubiese sido res­pondido por pocos, si no se hubiese acompañado a otro mucho más popular: ¡Oh tú, Papa de Roma, asnillo, mujer vieja, payaso, ya verás quién es el Doctor Martín!; al cual una gran muchedumbre de des­contentos —algunos con razón— respondió de inmediato: «¡Hurra!», y entre todos estos heterogéneos paulatinamente (aunque no insensi­blemente) fueron cayendo en otro grito aún más popular: ¡Vino, mu­jeres y canto!, al cual una innumerable masa respondió: ¡Hurra, hurra, hurra, Herr Dóktor Déutsche Mártin Lúther!
La rebelión de Lutero surgió para liberar de una tirantez; y puestas sobre esa tirantez, las palabras de Lutero son liberadoras; pero supri­mida la tirantez son pura cháchara y su teología se disuelve en la con­tradicción y la incoherencia; la presuposición faltando, la proposición pierde su sentido, como una respuesta a una pregunta ya inexistente.
Generación tras generación, Europa había sido educada en el Memento Mori, en el recuerdo de la Muerte, del Juicio, del Infierno: había sido cargada de prácticas, de obligaciones y de «shiboletes» devotos; había sido aterrorizada con las hogueras de los herejes y las guerras religiosas —y estaba acostumbrada a ver lo religioso en gestos y en exterioridades ya estereotipadas y vueltas rutinas y fetichismos, como por ejemplo el «consejo» de celibato eclesiástico vuelto de más en más un «precepto», y por cierto, muy mal guardado; la compra del perdón de los pecados por medio de las «indulgencias»; el poder y la actividad política, el poder y la actividad económica del alto clero sus­tituyendo a la contemplación y la predicación de la Verdad..., etc.
Este terreno pedía un reformador, un hombre que llamase la reli­gión a lo interior; pero un Reformador es un hombre que impone car­gas y no que las arroja; que aprieta y no afloja; que ata por todas partes nuevos lazos y lazos rotos y no que los relaja; para lo cual tiene que ser en alguna forma un mártir. Cosa que por desgracia estuvo lejos de ser Lutero. Lejos de volverse mártir, se volvió popular... Yo soy un escri­tor religioso; si fuese popular, no sería un escritor religioso.
Por desgracia, la actitud polémica también influyó malamente en el Catolicismo, a pesar de que allí no fue tan exclusiva: hay que ver por ejemplo las pavadas exegéticas en que incurre el gran exégeta Maldonado por su manía de polemizar con los calvinistas. Una gran parte del Catolicismo moderno (sobre todo en España y aledaños) se ha edificado sobre el Concilio de Trento más que sobre el Evangelio; es decir, se ha configurado en contra del Protestantismo, lo cual comporta una especie de imitación subconsciente. No se mueve libre­mente el que esgrime contra otro: depende del otro en sus movi­mientos.
El Protestantismo se llevó cautivas una cantidad de nociones, o di­gamos más bien de esencias-cristianas, que el Catolicismo necesitaba y que el Catolicismo abandonó y aun combatió, viéndolas convertidas en «herejía»: como por ejemplo, la lectura y el estudio de la Biblia, tan intensos en los Santos Padres, sustituidos por la lectura de obras de autores devotos de más en más chabacanas y deleznables; y otra lista de cosas excelentes, que por haber vivido en países protestantes, podría yo hacer fácilmente...
La Contrarreforma quiso reforzar el celibato eclesiástico (el cual tengo por loable y santo) por medio del rigor, convirtiéndolo en una especie de absoluto; de manera que por eso un hombre es sacerdote, por no estar casado, y basta; es decir, eso es un carisma que incluso dispensa a veces de la obligación de trabajar; y que tiene por sí solo un poder santificador y perfeccionador de la natura humana, lo cual es un error en teología. La Contrarreforma exteriorizó más la fe, convirtien­do en objeto preponderante de ella a la Santísima Virgen (mi Madre y Señora) e incluso al Papa (al cual acato y obedezco) convertido en más infalible de lo que en realidad él mismo pretende; disolviendo la fe pu­ra de un Dios trascendente en devociones exteriores o «mandatos de hombres».
La Contrarreforma exaltó la virtud militar de la «obediencia»; y ella considerada más en su cómodo automatismo que en su espíritu, hasta volverla una especie de virtud teologal que puede sustituir incluso a la conciencia personal. La Contrarreforma defendió y propagó la noción suareciana de «la acción primero que la contemplación», que es una plaga en la Iglesia hoy día, y ha traído el triunfo del mediocre agitado sobre el sabio débil; e incluso la persecución del sabio. Finalmente, la Contrarreforma aumentó el sacramentalismo y disminuyó la predica­ción; rebajó la contemplación y la caridad en apologética y beneficen­cia (las cuales no son malas, pero no son sumas); alejó más y más a los fieles del Poder Eclesiástico (lo que llaman «La Jerarquía») haciendo de la Iglesia la sociedad más totalitaria que existe; y se entregó desafo­radamente a la «propaganda».
Y así otras cosas. Todo con poco resultado religioso, por cierto. Esto es la faz negativa de la «Contrarreforma»; no quiero negar aquí su inmensa faz positiva, que otros ya ponderan bastante.
Sin embargo, hay una diferencia neta entre el catolicismo —supo­niendo que se tuerza— y el protestantismo —suponiendo que tam­bién se tuerza—; hay, por decirlo así, como un refinamiento de perdi­ción en la Reforma; y ese refinamiento viene de que la Reforma presupone el Catolicismo, y el Catolicismo no presupone nada. El Protestantismo es algo que nació como correctivo (lo cual supone la cosa-a-corregir) y se volvió normativo; por lo cual no corrigió nada. La Reforma se quiso volver norma; y la Norma sólo brota de la Forma.
Tomemos un ejemplo sencillo, que quizá no es imaginario. Supon­gamos dentro del catolicismo un prelado adicto del todo a la munda­nidad; no hasta el punto de tropezar con los Tribunales o ser castigado por la naturaleza o la opinión pública, que eso no sería ser muy mu­cho sino muy poco mundano; porque lo archimundano es ser mun­dano con prudencia, y saber gozar con prudencia, y gozar incluso de su prudencia; como lo hicieron los más perfectos entre los Epicúreos... y entre los cardenales del Renacimiento.
Este Prelado que saca de su posición religiosa con exquisito cálculo todo lo agradable que ella puede rendir, será fácilmente juzgado y re­chazado por el católico sincero como deficiente. ¿Por qué? Porque el católico dispone de la Otra Figura, de la figura patética del hombre que vive en Pobreza y Humillación, aunque sea por un casual exage­rado o fanático. Aunque sea en forma oscurantista, rutinaria o relaja­da, el católico tiene en sus Órdenes Religiosas, o fuera de ellas, el reflejo del Cristo Doloroso —en el adicto a los ayunos, cilicios, disciplinas, soledad, reglas, vigilias, penitencias—, y a ese modelo puede referir la Figura del Obispo Mundano para juzgarla.
«Tú, Martín el Tullido, no eres un buen prelado / Florece en alelu­yas tu labio angelisado / Mas tú, Martín Tullido, no eres un buen prelado...
Dineros que te dieron por socorrer los muertos / Van en aceros fi­nos para tus hombres de armas / Pláñense los hidalgos que les hiciste tuertos / Y hasta la Villa asomas el haz de tus bisarmas...
Vendiste a sarracenos un burgo bien guarnido / Por un asnillo onusto de dagas y caireles / Envió un legado el Papa ¡qué mal que fue acogido! / De entrada lo volteaste con tus cinco lebreles...» (E. Banchs).
Supongamos ahora una comarca protestante donde no exista el catolicismo. De ordinario hoy coexisten ambos en un mismo paralelo, y hay entre ellos una especie de ósmosis, por la cual se toman y se prestan cosas. Pero supongamos una comarca donde solamente estén vigentes como religión los Resultados de Lutero; es decir, la crítica sin la presuposición; donde, por lo tanto, todo lo que sea penitencia, mortificación exterior, askesis, no solamente no es predicado, sino que es predicado como ridículo, demente y enfermizo, como lo más bajo, lo más imperfecto e infecto que se encuentra en el género humano...
En esta comarca protestante al 100 por 100 hay un Obispo que es mellizo 100 por 100 del otro notomiado. Pues bien, este Obispo no será allí tenido por mundano, sino por perfecto y pío. ¡Su mundani­dad será juzgada cristiandad! Es una gran diferencia.
El pueblo lo verá formar parte del Consejo Real, frecuentar el gran mundo, rezumar boato y elegancia en morada, vestidos y carrozas, publicar libros ineptos en ediciones de lujo, lisonjear en cada sermón al monarca, predicar de modo a no displacer a nadie, participar de to­das las ceremonias oficiales, andar a la caza de honores, ser muy hábil en procurarse dinerillos, y edificar iglesias, buscar un matrimonio ventajoso para su hija mayor, y preparar a su yerno la sucesión en la Sede Arzobispal; y el pueblo protestante tendrá todo eso por cristianismo: cosa que en un país católico no puede pasar —aunque pasa un poco, por excepción, en la Argentina, que es cristiana pero mistonga.
¿Fue el Arzobispo Mynster un testigo de la Verdad? Con este opúsculo de 36 páginas acabó su vida Kirkegor; literalmente hablan­do, porque su publicación le costó la vida. —No, el Arzobispo Myns­ter no fue un testigo de la Verdad—, como intentó proclamarlo en su oración fúnebre su yerno el Obispo Martensen, porque «testigo de la Verdad» significa Mártir o Apóstol; y ésas son palabras sagradas que no hay que manosear. Kirkegor escribió su opúsculo, lo dejó sobre la mesa, meditó y oró durante ocho meses; y lo publicó: se le vino enci­ma todo Copenhague, el cielo y la tierra y los infiernos. No dio un pa­so atrás, dio diez pasos adelante; los diez números del Augenblick. Crepó.
Ciertamente fue más testigo de la Verdad el Jorobadillo del Tívoli que el Solemne Prelado del Kaiserhof; pero el pueblo de Copen­hague creía lo contrario. Exactamente como había teorizado de ante­mano él: el pueblo protestante ha perdido el olfato de lo santo y lo mundanal.
Lutero proclamó el principio espiritual más alto: la interioridad pura. Esto es tan peligroso que puede conducir a lo más bajo (por­que lo más alto y lo más bajo se parecen en los reinos del espíritu), a la adulteración del cristianismo y un estado de mistificación en que la disipación de los sentidos sea festejada como culto de Dios. Así puede el Protestantismo llegar a festejar la Mundanidad como... Piedad. Esto no le puede pasar al Catolicismo.
¿Y por qué no le puede pasar al Catolicismo? Porque el Catolicis­mo tiene como presupuesto lo común, la naturaleza bruta, la realidad precristiana: presupone que todos los hombres somos unos cachafaces. ¿Y por qué le puede pasar al protestantismo?
Porque el protestante tiene un presupuesto especial, no común; presupone un hombre todo conciencia (el hombre que la Iglesia había formado en Europa), un hombre en el que vive la Inquietud Religiosa, el Temor y el Temblor, la Metánoia; y de esos hombres hay actual­mente en cada generación poquísimos.
En resumen, lo luterano fue un correctivo; pero un correctivo que se vuelve totalidad y norma, es eo ipso en la segunda generación (cuando aquello adonde él iba ya no está allí), un desvío. Y con cada generación que se adelanta, se desvía más; hasta que al fin resulta que aquel correctivo, vuelto autónomo, produce justamente lo contrario de mi primer designio. Se toma salicilato contra el reuma; pero si ya no hay reuma y sigues con el salicilato, te bandeas el estómago, querido.
Y éste es el caso aquí. El Correctivo luterano a la exterioridad medieval trajo, cuando ya autónomo pretendía ser todo el Cristia­nismo, la más refinada guisa de Mundanidad y Paganismo; es decir, una mayor «exterioridad...».
Más o menos esto dice el testamento religioso de Suren Kirkegor, el hombre más religioso del siglo XIX, el cual murió espiritualmente católico; más aún, a nosotros nos parece una especie de santo infor­me y tanteante, a quien Dios probó como a ninguno sobre la tierra: una especie de águila ciega.
¿Ciega? Miento. De ningún modo. Eso sería calumniarlo. Digamos entonces un águila con un ala rota. Y un hombre TODO ROTO: encla­varon sus manos y sus pies y contaron sus huesos.

Dinámica Social, n.° 56 (abril de 1955). En Pluma en ristre, Libros Libres, 2010.