Los guerreros lucharán,
y Dios dará la victoria.
Es
odioso el engaño de ese pietismo, que se cree sobrenatural, porque está
desencarnado, en el que la oración lejos de esclarecer, lejos de fortificar la
acción se convierte en argumento de negligencia, de pasividad, de
inconsecuencia. Actitud que tiene tanto éxito porque favorece una tendencia
natural a la pereza, al esfuerzo efímero quizá, pero elemental, superficial,
sin resultados duraderos y serios. Sobrenaturalismo siempre dependiente de lo
que es camino extraordinario en la piedad. Espera en un milagro, en la
realización de una profecía según la cual todo se arreglará algún día por
simple intervención divina, sin que haya necesidad de entremezclarse en ello. Pero
¿quién tomará a esta caricatura por la piedad verdadera, de la que los santos
han ardido? Esta piedad que le valió al doctor de Poitiers la respuesta de
Juana:—“Decís que Dios quiere librar al pueblo de Francia de sus calamidades;
pues si lo quiere, no le será necesario poner en movimiento a los guerreros”. —“En
nombre de Dios—respondió la joven—los guerreros lucharán y Dios dará la
victoria”.
Esta es, en efecto, la respuesta más ortodoxa
tanto en la esfera natural como en la sobrenatural.
Orar,
como si nuestra acción debiera ser inútil, y actuar, como si nuestra oración
pudiera serlo también.
¿No
es monstruoso que una cierta rectitud doctrinal pueda no incitarnos a la
acción?
Se
ha dicho: “El mundo cristiano se presenta como el defensor de una mística
verdadera pero que ya no la vive; frente a un adversario que es promotor de una
mística falsa, pero vivida, servida intensamente”.
¿Hay
perversión más sutil y más grave, que la de una ortodoxia del pensamiento
satisfecha de sí misma, pero indiferente a la infecundidad de lo verdadero, al
triunfo del mal?
Una
ortodoxia completamente cerebral y especulativa no es suficiente. Es necesario,
para ser realmente, vitalmente ortodoxo, no solamente la ortodoxia de la
inteligencia; sino, si se pudiera decir, la ortodoxia de la voluntad. La cual
se manifiesta ante todo por una facultad normal de entusiasmo y de indignación.
Y, ciertamente, no por esta actitud de soberana indiferencia, que algunos
quisieran llamar prudencia y dominio de sí mismos.
“La
frecuencia, el poderío del crimen, escribe el Cardenal Ottaviani, han embotado,
desgraciadamente, a la sensibilidad cristiana, aun entre los cristianos. No
solamente como hombres, sino como cristianos, ya no reaccionan, ya no vibran.
¿Cómo pueden sentirse cristianos, si son insensibles a las heridas hechas al
cristianismo?
“...
Da escalofríos pensar en todos esos cristianos que están encarcelados con sus
pastores... se creería que íbamos a asistir a una protesta semejante al rugido
del océano, a un levantamiento de la humanidad, a un clamor de reprobación
semejante a un grito de lamentación que no se puede refrenar. Nada de eso.
Cierta prensa totalmente absorbida por las vicisitudes de la vida de los
campeones, de los actores, por las crónicas de sucesos, ignora lo que todo el
mundo sabe: que hay multitud de hombres en prisión o en trabajos forzados,
muchos ferozmente atenazados, que no pueden salir, ni siquiera por dos días, de
su país y de su casa...“
“Todo
se puede, menos vivir en este estado de insensibilidad. Porque la vida se
prueba por la sensación del dolor, por la vivacidad (la palabra es sugestiva)
con que se reacciona a la herida, con prontitud y la potencia de la reacción.
En la podredumbre y en la descomposición ya no se reacciona”.
Dios no niega al impío
el triunfo de su trabajo.
No
hay ninguna organización, ningún partido, ningún clan, ninguna secta, que no
tenga hoy un plan que proponer, y que no se afane en hacerlo aceptar. Sólo los
cristianos vamos a remolque, osando considerar como rasgos de virtud el hecho
de adoptar más bien las tesis del enemigo, en vez de proclamar “triunfalmente” las
nuestras.
No
intentamos exponer, o hacer prevalecer, o defender, lo que nosotros
consideramos como la Verdad; confiando, como los otros, en aquello que puede
conseguir la adhesión de las masas, atraer la opinión. “Actuamos como si no
creyéramos más que en las campañas de prensa, en los carteles de las paredes,
en las reuniones brillantes o alborotadas, en las hojas sueltas, en los
párrafos de elocuencia, en los slogans, en las consignas”. En una palabra, en
todo lo que pueda ser un accesorio de trabajo sin ser realmente trabajo, sin ser
la acción seriamente conducida y pensada.
De
esta manera nos perdemos en fórmulas, en recetas y en apaños. Campañas a plazo
corto, clamores sin eco. Esperando la salvación del éxito de alguna operación
precipitada. Fundando todas nuestras esperanzas en el primero o en el último
que llega. Empíricos a plazo corto, pero a quienes ninguna experiencia enseña.
¿“Revoltosos”...?
los que profesamos el orden y el método.
¿Perezosos...?
los que canonizamos el celo y el trabajo.
¿Apasionados
sin límite, en cuanto pretendemos actuar...? los que proclamamos “querer
siempre conservar la razón”.
Y
¿menos confiados, que los materialistas, en las fuerzas intelectuales y
espirituales...? los que las invocamos sin cesar. Hasta el extremo, de
reconocer que, si mañana la Revolución venciese, ese triunfo seria de una gran
justicia. Porque, desde hace doscientos cincuenta y ocho años (Escrito en 1956
con referencia a 1717, fecha del gran desarrollo de la Masonería moderna), desde
cuando estas olas de asaltos se suceden y se renuevan, incansablemente
ingeniosas, siempre más hábiles, más eficaces, se puede decir que la Revolución
ha merecido su conquista del mundo. Sus adeptos han sabido batirse; han sabido
sostenerse; han sabido entregarse por entero, han abierto sus bolsas tanto como
fuera necesario. El aparato impresionante de las instituciones seculares, así
como la potencia material de las instituciones cristianas no les ha descorazonado.
A pesar de su pequeño número y de su debilidad, al menos inicial, no han
retrocedido.
E
igualmente en 1903. Los sostenedores del movimiento de Lenin eran diecisiete.
Sesenta años más tarde el aparato comunista en el mundo emplea dos millones
aproximadamente de comités; células, círculos, asociaciones. Cada año se gastan
dos mil millones de dólares; cada año se filman doscientas grandes películas
(sin contar los millares de pequeñas); cada año se imprimen ciento veinte
millones de libros (sin contar los folletos o libelos); cada año veinte mil propagandistas
viajan por el mundo, quinientos mil agentes se afanan...; finalmente, cada
semana se organizan ciento treinta mil horas de propaganda radiofónica...
...
Para el triunfo de la Revolución universal.
Lejos,
pues, de manifestar una ausencia de la justicia divina, los progresos
constantes de la subversión expresan, por el contrario, magistralmente, cómo
Dios sabe respetar el determinismo de su obra no negando al impío el fruto
normal de su trabajo.
Porque
si es cierto, como está escrito en el salmo CXI, que el “deseo de los pecadores
perecerá—desiderium peccatorum peribit”—, no se ve por qué este indefectible
castigo divino debería corresponder al retorno victorioso de un ejército que no
ha combatido, de “hijos de la luz” que no han alumbrado. Retorno victorioso,
que sería el insolente triunfo de estos pretendidos “ buenos
”,
de los que San Pío X no temía afirmar, que por su pereza, por su cobardía, son
más que todos los otros, el nervio del reino de Satán.
Sobresaltos como de
dolor de muelas: “el que saca su espada...”
Esta
insensibilidad, este miedo, esta deserción de los cristianos, son, ciertamente,
el peor de los males. Por la inacción, que éstos implican ante todo. Por los
accesos de exasperación desastrosos, que en las horas más dolorosas, tanta
inercia no deja de provocar.
Sobresaltos
como de dolor de muelas, según dijo Saint-Exupéry en alguna parte. Rabietas de
niños, que querrían curarlo todo, restaurarlo todo en un instante. Pero para
retornar mejor a la apatía inicial, por estar furiosos de que haya sido
perturbada por la conmoción de las estructuras sociales. Enojo del dormilón, al
que no deja descansar el grifo que gotea. Se levanta de un salto, para poder
volver más rápida-mente a la cama a continuar el sueño.
“Se
quiere combatir el mal en donde se manifiesta”, observaba Goethe. “Y nadie se
inquieta por saber de dónde sale o desde dónde ejerce su acción. Por ello es
difícil deliberar con la multitud, que juzga los negocios a la ligera,
extendiendo raramente sus miradas al día de mañana”.
De ahí la brusquedad de las reacciones:
precipitadas, violentas, “dinamiteras”...
De
esta forma, los que nunca han hecho nada, los que nunca han reaccionado, o muy
poco, ante el progreso del mal, los que lo han, probablemente, favorecido en su
principio, aceptado en sus primeros pasos, se sublevan bruscamente, estimando
intolerable que el incendio que han visto encender, sin intervenir, amenace en
ese momento su confortable embobamiento.
Imagen
evangélica, siempre actual, del sueño, del que los mejores apóstoles no
consiguen salir, mientras Jesús está en agonía y Judas arrastra ya a sus
hombres.
Es
amargo el despertar que provoca la irrupción de estos últimos. Alguien se
exaspera. Y saca la espada.
Pero
¿Qué hay de asombroso de que en estas condiciones el Maestro repudiase su uso?
Asimismo, el símbolo de la oreja cortada no está probablemente bastante
meditado. Cuando no se ha cumplido nada de lo que se debería haber hecho en
orden a la vigilancia espiritual y doctrinal ¿no es normal que el recurso a la
espada de la fuerza bruta, intempestivamente desenvainada tenga por único
resultado el... suprimir aquello, con lo que los hombres se oyen y se
entienden?
Cuando la preparación de las almas y de las
inteligencias no ha sido suficientemente realizada, es normal y, en cierto
sentido, es justo, que la violencia de reacciones demasiado tardías produzca su
propio castigo. Quien se sirve, así, de la espada perecerá por la espada. Es
sabio que Dios abandone a la lógica de su ciclo mortífero, a una fuerza tan
manifiestamente falta de preparación espiritual e intelectual suficiente.
Añadamos
que en la hora del poder de las tinieblas la única fuerza de las armas no
bastaría. Porque son los tiempos en los que nada está suficientemente aclarado.
Ya que lo que importa a la gloria de Dios, a la mayor fecundidad de una
victoria del bien, es menos la intervención represiva de una fuerza bruta, que pusiera
todo en orden en un instante (¡esta fuerza sería la de las "doce legiones
de ángeles"!), que el testimonio, el apostolado de una verdad justificada,
defendida en el plano que en principio es el suyo: el del combate espiritual,
el de la conquista, el de la edificación, el de la instrucción de las almas.
Y
es el colmo ver la Revolución dedicada con tanto esmero a ganar los cerebros, a
obtener la adhesión de las inteligencias, mientras que los pretendidos fieles
de la Verdad se molestan tan poco en aprenderla inicialmente ellos mismos, para
extenderla a continuación. Fieles mucho más prontos a esperar en la fuerza, que
en esta lucha del espíritu.
Ahora
bien, Dios, que es precisamente espíritu y verdad, no puede permitir que sus
fieles triunfen de esta forma.
Con
un esfuerzo incansable de intoxicación espiritual e intelectual la Revolución
ha conquistado el mundo.
Y
respecto a esta acción ¿qué hemos hecho?
“¿Nuestros
adversarios nos han respondido?”, observaba Jaurés en la tribuna de la Cámara
cuando se discutía la “ley de separación”. “¿Nos han opuesto doctrina a
doctrina e ideal a ideal? ¿Han tenido el valor de levantar contra el
pensamiento de la Revolución el entero pensamiento católico? ¡No! Lo han
eludido. Han disputado sobre detalles de organización. No han afirmado
netamente el principio, que es como el alma de la Iglesia...”
Mientras
la noción de eficacia—de una eficacia profunda, durable—no se alíe en nuestros
espíritus a la noción de Verdad, tanto que, para ser eficaz, creamos preferible
dejar lo Verdadero de lado, confiando más en el engaño o en la fuerza,
perderemos el derecho de quejarnos de impotencia, de esterilidad crónicas.
Jean Ousset, La acción.