martes, 15 de octubre de 2013

¿PECADO CONTRA EL ESPÍRITU SANTO?





Andrés de Asboth
Revista “Roma”, n° 43, abril de 1976.


“Por lo cual os declaro: que cualquier pe­cado y cualquier blasfemia se perdonará a los hombres; pero la blasfemia contra el Espíritu no se perdonará. Asimismo a cualquiera que hablare contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero a quien hablare contra el Espíritu Santo no se le per­donará, ni en esta vida ni en la otra”.
(Mateo 12, 31-32)

“En verdad os digo que todos los pecados se perdonarán a los hombres, y aun las blasfemias que dijeren; pero el que blas­femare contra el Espíritu Santo, no tendrá jamás perdón, sino que será reo de eterno delito”.
(Marcos 3, 28-29)

“Si alguno hablare contra el Hijo del hom­bre este pecado se le perdonará; pero no habrá perdón para quien blasfemare con­tra el Espíritu Santo”.
(Lucas 12, 10)


Se enseñaba en religión, cuando el “aggiornamento” aún no había iniciado la destrucción de la instrucción religiosa, que IMPUGNAR LA VERDAD CONOCIDA era pecado contra el Es­píritu Santo.
En la actualidad hay mucha gente que impug­na verdades conocidas, tan conocidas como que son hechos de dominio público, cuando tales verdades y hechos demuestran el error en que incurren personas de alta o, diríamos más, de muy alta jerarquía.
Expliquémonos. Existen actitudes, posturas, declaraciones y documentos que proceden de muy altas autoridades religiosas, que contra­dicen expresamente lo que la Iglesia Católica sostuvo durante veinte siglos, lo que enseñó el Magisterio ininterrumpido de los Papas, sien­do, en consecuencia de mala doctrina.
Tan precisos son los derechos de la verdad y del bien que San Roberto Belarmino, doctor de la Iglesia, enseña: “Tanto como es lícito resistir a Pontífice que ataca el cuerpo, es lícito resis­tir al que ataca a las almas, o al que causa disturbios al orden civil o, encima de todo, al que trata de destruir a la Iglesia. Es lícito re­sistirle no haciendo lo que manda e impidiendo la ejecución de su voluntad” 1. Como vemos el texto es contundente; proviene de un doctor de la Iglesia que se dedicó justamente a exaltar la autoridad de los Papas.
Pues bien, a pesar de este texto y de otros de autores sagrados con el mismo claro sentido 2, vemos que personas honestas y serias, a menu­do sacerdotes o dirigentes de organizaciones de apostolado, que —dada su formación católica— abominaban de posiciones o ideas malas y que ponían el grito en el cielo cuando esas ideas eran esgrimidas y sostenidas por órganos anti­católicos, se suavizan cuando aquéllas son adop­tadas por ciertas jerarquías. Peor aún, las “ex­plican” o hasta las alaban y hacen propias. Con esto, IMPUGNAN LA VERDAD CONOCIDA.
Veamos algunos ejemplos.
Si durante toda la historia de la Iglesia —por derecho divino— sólo podían recibir la sagrada comunión los católicos, será sacrílego entregar el Cuerpo de Nuestro Señor a los no católicos, por más alta que sea la autoridad que lo auto­rice o permita.
Si la desacralización merece condena, adoptar posturas, ritos o ceremonias desacralizantes tam­bién será condenable, por más que lo permitan documentos emitidos según las formalidades legales.
Si, según siempre ha enseñado el Magisterio de la Iglesia, el comunismo es intrínsecamente perverso y no es lícito colaborar con él en nin­gún terreno, será repudiable ayudar a este azo­te de la humanidad, aunque sea con aperturas, visitas al este, diálogos y silencios que le sirven para extenderse más y más.
Si ejecutar a empecinados terroristas asesinos de fuerzas del orden, es privativo derecho de decisión de la autoridad civil —y en ciertos ca­sos es deber— (porque —no lo olvidemos— la autoridad civil, al igual que la autoridad reli­giosa proviene de Dios), es contrario a esa ley de Dios ejercer presiones o protestar contra ta­les ejecuciones, por más excelsa que pudiera ser la persona que concrete tales actitudes.
Hemos señalado unos pocos casos que antes hubieran horrorizado a muchos, a quienes hoy, estos mismos hechos, no les parecen repudiables. Peor aún, con su silencio obsequioso o con su colaboración activa, autorizan cosas que van en detrimento del culto debido a Dios Nuestro Señor o fomentan actitudes o emiten declaraciones que hacen avanzar al comunismo y aseguran impunidad a los colaboradores del marxismo. Con ello –objetivamente- son fautores de la ruina de la fe y del derrumbe de nuestra civilización.
Se acentúa el mal de la línea “justificativista” cuando el pecado lo comete una persona inves­tida de autoridad o de prestigio, porque pro­mueve escándalo, es decir, induce a otros a se­guirlo por el mal camino.
Duele ver a tantos, entre quienes no faltan sacerdotes con largos años de servicios abne­gados del altar, caminar por esa ruta ancha y momentáneamente cómoda que lleva a la me­diocridad, a la aceptación del mundo y que ame­naza con esterilizar el esfuerzo de los que no aceptan doblegar la bandera del catolicismo íntegro.
Hoy, más que nunca, hacen falta santos, ha­cen falta defensores acérrimos de la auténtica y verdadera civilización cristiana. Para conse­guirlos es necesario volver a los medios que formaron santos, a las prácticas que templaron a quienes se entregaron, totalmente y con santa intransigencia, al servicio de la Causa Católica. Los errores, en este terreno, aunque fueran en poca cosa, pueden ser trágicos. Es hora ya que se forme la élite que diga ¡basta! Y esta élite necesita primordialmente de una virtud, la más desdeñada en nuestros días: la fortaleza.
Cuando dos enemigos satánicos, el comunismo y la inmoralidad, cercan lo que queda de la Ci­vilización Cristiana, es procedimiento poco inte­ligente abrirles la puerta “un poquito”. Se debe oponerles el “oppositum per diametrum”, de San Ignacio. Resistirles de frente, como lo hizo el rey Pelayo con los moros en Covadonga, cuan­do todo parecía perdido.
Frente a este programa, que no es otro que el que siempre tuvo el catolicismo, se levanta la llamada “línea media”, ni tradicionalista ni progresista, que recibe aplausos de un aparato eclesiástico que se suele calificar como “conser­vador”, y trata de acomodar las cosas, navegan­do entre dos aguas, con una pericia digna de mejor causa. Se obceca en negar hechos evi­dentes.
Este cegarse de la “línea media” enerva a todo el catolicismo. Mucha gente de buena voluntad pero de menor formación e ilustración, a las que sus ocupaciones cotidianas impiden adqui­rir por sí mismas una idea más clara de la si­tuación, recurren a la dirección de “pondera­das” personas de esta “línea media”, que se presentan con aspectos de piedad y seriedad. Así se ven conducidas luego, sin darse cuenta si­quiera, a una no resistencia al mal. La “línea media” pone dique, frena, limita, atempera ese sano rechazo del progresismo que se nota por doquier en las filas católicas, rechazo que va en aumento entre los fieles sencillos, que no entienden mucho, pero advierten que lo que pasa no puede ser bueno. Que el Concilio no trajo ninguna “primavera de la Iglesia” sino “nuba­rrones y tempestades”.
Se parece la posición de la “línea media”, al pecado contra el Espíritu Santo, ya que es un enceguecimiento que al no contemplar rectifi­cación —porque adopta un falso y engañoso “justo medio”— impide una aceptación clara y sincera de toda la verdad.
Dirán los que propugnan una “línea media”, que resistir al mal de frente, oponerse a cam­bios nocivos, ¿no podrá configurar desobedien­cia a la Jerarquía? ¿No es mejor buscar un “modus vivendi”, ya que los tiempos son confusos? Nada de eso. Lo que hay que hacer es estar unidos al Magisterio constante e ininterrumpido de la Cátedra de Pedro pero resistir rodo lo que contradiga este magisterio, viniere de donde viniere. Quienes prefieren antes que la infalibilidad de la Iglesia, antes que su magisterio ordinario, simples mandatos o meros consejos, para recibir por ello el calificativo de obedientes, son, en el fondo, verdaderos desobedientes.
El Papa es infalible cuando habla ex-cathedra, en materia de fe y costumbres, pero no es im­pecable ni omnisapiente. La política que pueda practicar el Vaticano tampoco goza de inerrabilidad ni es necesariamente virtuosa.
En este punto de política debemos recordar que el poder temporal tiene un campo de acción que le es propio. El día del juicio universal no servirá de disculpa, a los gobernantes que omi­tieron tomar medidas contra el comunismo y sus aliados, no haberlo hecho por temor de dis­gustar al Vaticano. Nuestro Señor dijo: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” 3. Si la seguridad nacional exige me­didas duras, es deber patriótico apoyar esas medidas. Deber patriótico del que no están ex­cluidos los obispos, aunque con esto pudiesen disgustar a la Santa Sede.
San Pablo resistió de frente y en público a un Papa, cuando lo tuvo que hacer. Y ese Papa era nada menos que San Pedro.
Dejamos expresamente constancia que no acu­samos a nadie en particular, de cometer tal pe­cado contra el Espíritu Santo ni de cometer pecado alguno. Las intenciones están reservadas al juicio de Dios. Realmente no tenemos auto­ridad para juzgar las conciencias individuales de nadie. Sólo queremos llamar a reflexión a quienes corresponda, pues nos urge la caridad, para que se eviten grandes males. Tenemos hu­mana simpatía y aun afecto personal por mu­chos sostenedores de tan lamentables posicio­nes como las que hemos descripto. Este artícu­lo quiere ser como grito de alerta, para que se atienda la verdad —que hoy se ha vuelto evidencia— se saquen consecuencias y se resista al mal y al error, viniera de donde viniese.



1 San Roberto Belarmino, doctor de la Iglesia, “De Romano Pontífice”, libro II, capítulo 29. Este texto ha sido traducido de una versión inglesa.
2 Santo Tomás de Aquino, ad Gal. 2,11-14, lect. III, nv 83-81; Cardenal Cayetano, citado por Vitoria y este último en sus “Obras”, pp. 486-487; Suárez, “de Fide”, disp. X, MCI. VI. nv 16; Cornelio a Lapide, ad Gal. 2,11.
3 Mateo 22,21.