miércoles, 23 de octubre de 2013

LOS DERECHOS DE LA IGLESIA – ESCRIBE EL PADRE CASTELLANI




Los derechos de la Iglesia evidentemente existen. Dios me libre de ne­garlos; pero las obligaciones —o mejor dicho, la Obligación, también. Sólo que la Obligación a la Iglesia nadie puede cantársela, tiene que decirla ella misma; y en cambio, los derechos de la Iglesia tienen que decirlos los demás, para que existan; porque no son coactivos. Cuando Cristo la fundó no le dio más fuerza que el Verbo y la Caridad.
Esto parece raro, pero es muy sencillo: la Obligación es antes que el Derecho. Nosotros decimos: «estudiar Derecho»; los españoles dicen «estudiar Leyes». Dicen mejor los españoles.
Nuestros derechos son obligaciones que tienen los demás respecto a nosotros. Eso todo el mundo lo ha sabido siempre, y desde 1789 ha sido puesto en limpio y repetido hasta la hartura; porque justamente los Ideólogos del siglo XVIII, con su «Declaración de los Derechos del Hombre», lo habían puesto en confuso: pusieron lo que es voz activa en pasiva. Según ellos, el Hombre con mayúsculas tiene que recibir una cantidad enorme de cosas de parte de sus semejantes, lo cual está muy bien; se olvidaron solamente de una minucia; de que para eso, el Hombre con mayúscula tiene primero que darlas. ¿Quién recibirá si Otro primero no da? Sin obligación no hay Derecho. El Derecho sin Obligación es lindísimo y no tiene más que un solo defecto, lo mismo que mi mujer: no existe.
Mis derechos son las obligaciones de los demás; y sólo aparecen de rechazo, con ocasión de la violación de una de ellas por parte de los otros. Para verlos tengo que salir de mí mismo y tomar conciencia de los otros. Adán en el paraíso no sabía que tenía derechos y sabía que tenía una Obligación. Nuestro primer conocimiento, que es la conciencia, nos da directamente obligaciones; y sólo como correlativo nos manifiesta derechos: las Constituyentes de 1789 no hubiesen percibido sus derechos a la Libertad, Igualdad y Fraternidad, ni hubiesen libertado a cinco millo­nes de sus semejantes, ni igualado fraternamente sus cabezas con la gui­llotina, si primero la «Monarquía Cristiana» de Luis IX no hubiese em­pezado a degenerar en el «Estado Moderno» de Richelieu —quizá ya desde los tiempos de su nieto Carlos había empezado a faltar a sus debe­res cristianos. La pagó Luis XVI, que no tenía mucha culpa.
Por eso justamente la gran tradición moral de la Humanidad ha puesto la verdadera, antigua y justa «declaración de los derechos del hombre» en forma de obligación: «No hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti». El derecho aparece en segundo término, como voluntad de evitar un daño propio que presupone la voluntad superior a la mía (la voluntad-ley) de evitarlo de mi parte al prójimo; porque mi voluntad con respecto a mí es enteramente eficaz; y en cambio, yo no soy dueño de la voluntad del otro, sino en virtud de alguna ley que esté por encima de mí y de él. La realidad primera y profunda es la obligación; de manera que ningún derecho tendría yo si existiera solo en el mundo; como tampoco si no existiera algo por encima de mí. En vano el ateo habla de «derechos», puesto que va­namente habla de obligaciones... Todo esto es claro, muy viejo, y muy sabido. Poco practicado.
Ahora andan hablando muchísimo de los «derechos divinos de la Iglesia» y esforzándose por determinar si ellos abarcan también un solar en la Plaza Mayo, La Chacarita y otros diversos fundos y fondos. Es una investigación en donde no entraremos; ya la llevan bien los que están en ella. A nosotros nos gustaría más la otra, la de la Obligación.
¡Qué espectáculo grandioso, aun desde el punto de vista especta­cular, sería que la Iglesia Argentina, si es que eso existe realmente, de­jase bruscamente de hablar de «derechos», y (no saliendo de sí misma para meterse en camisa política de once varas antes de mirarse a sí misma) rompiese repentinamente a declarar su Obligación (e incluso las veces que no la cumplió) con grandes golpes de pecho! Claro que los golpes no son todo; pero son lo primero de todo. Después se pue­de, si es necesario, golpear al adversario... «Nada temo tanto en este mundo como un requeté confesado», decía Indalecio Prieto.
La Iglesia tiene una sola obligación: que es la caridad; unita, como dicen en Salta. La Iglesia tiene poder para equivocarse en muchas co­sas y fallar en varios modos; pero no puede ser inmisericorde, porque deja de ser Iglesia; desaparece. A una sociedad religiosa le hace más daño una sola falta de caridad consentida, cometida y mantenida (u ocultada, que es lo mismo) que el expolio de todos sus bienes, cole­gios, chacras, chacaritas, tiendas, bazares, o lo que sean. Si por un imposible la Iglesia dejara del todo de llenar su obligación de Cari­dad, todos sus derechos humanos y divinos caducarían, como cadu­can los derechos de un cadáver; excepto el derecho innegable de ser enterrado. Quitada su esencia, la Iglesia no sería más; lo cual, vamos a repetirlo, lo tenemos por imposible, a causa de un especial milagro de Dios; el cual no lo ha de permitir y nunca hasta ahora lo ha per­mitido.
La Iglesia tiene una peculiaridad, y es que tiene llagas; pero se cura ella sola de todas sus llagas, hasta ahora al menos; y por eso ha podido durar cerca de dos mil años, más tiempo que casi todas las institucio­nes humanas.
Yo soy también Iglesia en cierto modo, aunque mínimo y muy lla­gado; de modo que nada impide que yo también tenga mi pequeña conciencia «eclesiástica», y que ella me haga sentir la muerte del Padre Brochero; no por mí sino por nosotros; por la Iglesia. No sé si la sa­ben.
El Padre Brochero fue un gran hombre de Iglesia: feo como él solo, pero de una gran vitalidad y un gran carácter; se enfermó de lepra y murió de eso, por hacer un acto de caridad con un leproso. Cuando él mismo quedó leproso, fue olvidado de su Obispo, del Clero, y naturalmente, de los «fieles». De no haber sido por una ca­sualidad, hubiese muerto solo como un perro agusanado; y lo que es peor, desesperado. Estando en una tapera sin poder ya moverse (o por lo menos, cuidarse) se «amoscó», como dicen sus paisanos, es decir, la mosca verde le puso huevos en la nariz; y la nariz, la boca y la garganta se le llenaron de gusanos, contra los que no tenía defen­sa. Un sacerdote extranjero que venía de viaje se encontró con ese espectáculo y se detuvo a cuidarlo hasta su muerte; no por ser sacer­dote, porque en ese caso lo hubiesen hecho primero los sacerdotes de su diócesis y el Obispo, sino por ser hombre, «hombre samaritano», como dice el Evangelio. Era un cura rural de San Luis, viejo y rudo: tenía una parroquia rural.

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Un puntano que estaba oyendo un sermón de Semana Santa no llora­ba, y todos los demás lloraban. El vecino que estaba al lado le dijo: «¡Desventurado! ¡Vos no llorás de lo que le hicieron a nuestro Señor Jesucristo!», y el gaucho contestó: «Y a mí qué se me importa, si yo no soy de esta pirroquia?». Lo mismo me pasa a mí en la discusión acerca de la Chacarita.
Los judíos deberían saber lo que es una «pirroquia». La «pirroquia» está medio destruida en la Argentina, pero no está destruida del todo, al menos en los medios rurales. Los judíos son valientes y muy inteli­gentes (cada vez que aparece un «benefactor de la humanidad» es siempre un judío), pero no saben lo que les espera si se meten con las «pirroquias». En ese caso, mostrarán que son más valientes que inteli­gentes.

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Mas volviendo al Cura Brochero, el Cura Brochero era cura, es decir, miembro «jerárquico» de una sociedad espiritual, jerárquica, basada toda ella sobre el amor de unos a otros, y más de los que están más próximos, o «prójimos». Pero para él no hubo propiamente ni jerar­quía, ni espíritu, ni misericordia, ni prójimo; ni, por lo tanto, socie­dad. El Cura Brochero había servido a esa Sociedad en forma emi­nente, con toda su alma, toda su vida, con lealtad, con abnegación, con heroísmo sobrehumano. Pero la «Sociedad» le falló en el momento que tuvo necesidad de ella; por lo tanto, no existía. Existía un gran aparato externo que «figuraba» esa sociedad fundada por Cristo; pero adentro no estaba el espíritu de Cristo.

Beatificación del Cura Brochero, recientemente. "Es muy fácil levantar sepulcros de mármol a los profetas muertos; lo difícil es reconocer como profetas a los profetas vivos, cuando todavía pesan. Un profeta muerto da dinero; un profeta vivo da disgustos".

Dios no permitió que el Cura Brochero muriese desesperado. Un sacerdote forastero salvó el honor de Dios, del género humano, y un poco también quizás el honor de los sacerdotes; pero ciertamente no salvó el honor del Obispo, el cual tenía «Obligación», y por lo tanto Brochero tenía derecho de ser atendido en ese caso.
Este Obispo murió Obispo y atendido regiamente. Hubiera sido mucho mejor para él que los fieles, al enterarse del caso, lo hubiesen «desarzobispoconstantinopolizado». No hubiese sido tan atendido al morir, quizás; pero después de morir, no hubiese tenido que rogar al Cura Brochero que, mojando su dedo en agua, le dejase caer una gota sobre su excelentísima lengua agusanada; ni hubiese tenido que recibir la negativa que muy probablemente recibió —si no mienten las pará­bolas del Evangelio y una cierta visión que nos contó Jesucristo.

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«Hace miles de años, ya los egipcios pensaban que nadie puede ser jus­tificado después de morir, si su alma no puede decir a Dios: «No he de­jado sufrir hambre a nadie» (Libro de los Muertos, ERE, V, 478). To­dos los pueblos del mundo han creído lo mismo. Todos los cristianos nos sabemos expuestos a que Cristo mismo nos diga: «Tuve hambre y no me diste de comer». Nadie osará afirmar que sea inocente un hom­bre cualquiera que, teniendo alimentos bastantes, consintiera que otro se muera de hambre [...] si se le plantea la cuestión en términos gene­rales; aunque en términos concretos quizás lo esté haciendo él ese mismo momento» (S. Weil). Abusar es propio del hombre; sobre todo del hombre político. Así que este pobre Obispo, que era bastante politicón, no vio en concreto su obligación de Obispo, porque nunca fue Obispo, a no ser en el aparato externo. Pero ¿y la consagración episco­pal? La consagración episcopal consiste justamente en la imposición de una cantidad de nuevas «obligaciones» sacerdotales, que no tienen los que no son Obispos; no consiste en un opíparo regalo de «dere­chos» comprados en Gath y Chávez. Si el Obispo no recibió de hecho la conciencia de sus obligaciones, no fue hecho Obispo; si la recibió y no le hizo caso, más le valiera no haber sido hecho; e incluso no haber naci­do.

Otra imagen de la beatificación del Cura Brochero. Francisco ya tiene su busto en vida.

Se olvidó del Cura Brochero leproso, porque ya se había olvidado de él mucho antes: jamás lo había percibido. No lo había visto. Claro que con los ojos del cuerpo lo había visto: incluso lo había llamado para reprenderlo y avisarle que «se metía en política» y que la política había que dejársela a él. Pero al verdadero Padre Brochero, que no se metía en política, no lo vio; vio un fantasma, un reflejo de su propia necedad. Eso sí, cuando Brochero estaba repodrido y desaparecido, entonces se acordó y avisó a Roma que había tenido un santo en su diócesis y que lo mandaran canonizar; y si no lo hizo él, lo hicieron sus sucesores. Porque es muy fácil levantar sepulcros de mármol a los profetas muertos; lo difícil es reconocer como profetas a los profetas vivos, cuando todavía pesan. Un profeta muerto da dinero; un profeta vivo da disgustos.
Así que en este caso (hay otros) falló un poquito la caridad de la Iglesia Argentina; es decir, la Obligación; y que en consecuencia haya fallado proporcionalmente el «derecho» es lógico, por lo menos a los ojos de Dios.
En la Iglesia hay abusos y hay política. La Iglesia está compuesta de almas donde Dios vive, y por eso es algo divino; pero no está com­puesta de angelitos, sino de hombres, es una sociedad de hombres, es decir, un «Gran Animal», como definió Platón; incluso más grande que los otros animales que la rodean; hoy día ¡ay! demasiado grande. Así que la Iglesia tiene necesidad de hacer un mínimum de política, pues tiene un cuerpo; como el hombre tiene necesidad de defecar; pe­ro el hombre no se define por la defecación, a no ser que esté muy enfermo. La política es la operación propia del Gran Animal; y el abu­so vive en la política como en la casa.
Es curioso que los infieles vean en los abusos de la Iglesia algo espe­cial, los ven mucho más graves que en las sociedades civiles; y en eso tienen perfectamente razón. Pero en el mismo instante arrojan su ra­zón a los perros, porque niegan que la Iglesia sea algo especial entre las sociedades (algo divino) y lo niegan en virtud de esos mismos abusos que ellos acaban de estructurar como especiales. Pero no se puede ne­gar que una sociedad sea algo especial por el hecho de que haga abusos especiales; al contrario. No se puede afirmar la existencia del sacrilegio, y en virtud de eso negar la existencia de lo sacro. Porque existan las es­pinas del puerco-espín, no puedo negar al puerco-espín. Que la Iglesia sea un Gran Animal además de ser la Gran Esperanza, ya lo sabíamos. Y que ella hace su política, también.
En otro tiempo, los seglares rajásicos (los Reyes, los Nobles, los «cardinales») eran los órganos por donde la Iglesia hacía su política; los Obispos tendían a ser sátwicos (contemplativos) y a la actividad específicamente religiosa, que era «enseñar»; enseñar lo «sacro». Hoy día los Obispos son los que hacen o quieren hacer política, sin gran ven­taja para el pueblo cristiano. Paciencia, alguien ha de hacerlo. Que les sirva para la humildad saber que ellos son hoy día los órganos de eso; y que sepan también que la diarrea es enfermedad.
Ahora, que sea buena política para el Estado perseguir a la Iglesia, eso yo no lo he dicho ni una vez en todo este artículo. No sean imbé­ciles, las cosas obvias no necesitan que yo las diga. Las cosas difíciles, esas son las que a mí me rinde decir.

Pluma en ristre”, LibrosLibres, octubre 2010, págs. 143-148.