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“La vida cristiana es
esencialmente una milicia en la que todos nos damos de alta y juramos defender
el tesoro de la fe en el día del bautismo. Todos los cristianos somos soldados,
y debemos luchar contra nuestros enemigos, que lo son principalmente el demonio
y nuestra propia carne, pero con frecuencia lo es también el mundo y todos
aquellos que debieran conducirnos a la felicidad. Si estos tales -aunque sean
nuestros mismos gobernantes- lejos de encauzarnos por la senda del bien, nos
arrastran al camino de la iniquidad, estamos obligados a oponerles resistencia,
en cuyo sentido deben explicarse aquellas palabras de Jesucristo: ‹No he venido
a traer la paz, sino la guerra›; y aquellas otras: ‹No queráis temer a aquellos
que quitan la vida del cuerpo, sino temed a Aquél que puede arrojar alma y
cuerpo a las llamas del Infierno›. Por eso los Apóstoles contestaron a los
Príncipes, que les prohibían predicar: “Antes obedecer a Dios que a los
hombres”. Ahora bien: esta resistencia puede ser activa o pasiva. El mártir que
se deja descuartizar antes que renegar de su fe, resiste pasivamente. El
soldado que defiende en el campo de batalla la libertad de adorar a su Dios,
resiste activamente a sus perseguidores. En tratándose de los individuos, puede
haber algunos casos en que sea preferible -por ser de mayor perfección- la
resistencia pasiva. Tal es el caso de los sacerdotes que en una lucha
sangrienta, por la fe andan inermes en el campo auxiliando a los moribundos, y
que, cayendo en manos del enemigo, son llevados al suplicio. Tal sucede también
con los inocentes ciudadanos que por justísimas razones se abstienen de la
lucha armada, y que, sin embargo, por odio a su fe son sacrificados por las
turbas impías. Pero el martirio no es la ley ordinaria de la lucha; los
mártires son pocos; y sería una necedad, más bien dicho, sería tentar a Dios,
pretender que todo un pueblo alcanzara la corona del martirio. Luego de ley
ordinaria la lucha tiene que entablarse activamente y repelerse la agresión en
la forma en que se produce. Cuando, pues, la sociedad es agredida por aquél que
la gobierna, debe desde luego aprestarse a la defensa. Si se trata de
agresiones del orden intelectual y moral, las armas que deben emplearse deben
ser de éste mismo género; pero cuando la agresión es del orden material,
entonces convendrá agotar primero todos los recursos legales y pacíficos. Si no
dieren resultado, habrá que acudir a los medios del orden material. Sin
embargo, creemos todavía necesario hacer otra distinción: si el tirano, aunque
oprima al pueblo y lo prive de algunas de sus libertades, le deja empero, las
esenciales, como es la de adorar a Dios, y no hace imposible la vida social,
habrá que soportarlo en paciencia, sobre todo si son mayores los males que se
sigan de la contienda armada. Pero si ataca las libertades esenciales de los
ciudadanos; si traiciona a la Patria; si asesina, viola y atenta
sistemáticamente contra la vida y la honra de las familias y de los individuos,
entonces la defensa armada es un deber social que se impone a todos los
miembros de la comunidad. Soportar a un tirano en estas condiciones sería un
crimen de lesa Religión y de lesa Patria. Esta obligación subsiste, no
solamente en el caso de que sea humanamente posible la derrota del tirano, sino
también en la hipótesis de que ésta sea imposible, atendidas las leyes
ordinarias de la guerra. La razón es porque la pérdida de la fe y de la
independencia nacional y la ruina misma de la sociedad, son males todavía
mayores que la muerte segura de un gran número de ciudadanos. Y esto es
precisamente lo que sucede en el caso de México”.
Mons.
José de Jesús Manríquez y Zárate, Obispo de Huejutla, Méjico.