Él vino primero, y llevó su cruz y murió en la cruz por ti;
para
que tú también la lleves y desees morir en ella.
Porque si mueres junto con El, vivirás con El.
Todo se cifra en la cruz, y todo está en morir en ella. (Imit.
de Cristo, L. II, cap. 12).
Estimados fieles: celebramos la fiesta
de la Exaltación de la Santa Cruz. Porque los padecimientos de los católicos son
como astillas de la cruz de Cristo, conviene recordar, en esta ocasión, algunas
verdades acerca del sufrimiento.
La primera verdad que conviene recordar
es que en esta vida es imposible evitar
el sufrimiento y que no por ser católicos vamos a sufrir menos. Cristo
dice que vamos a sufrir. ¿En qué lugar de los Evangelios se nos promete una
felicidad completa o estable en esta vida? Al contrario, se nos dice: bienaventurados los que sufren en la
tierra porque serán felices en el Cielo. ¿Dónde dice N. Señor que vamos a estar
libres de tribulaciones? Al contrario, las promete diciendo: en el mundo tendréis tribulación pero ¡ánimo!, Yo he vencido al mundo.
Si no podemos evadir el sufrimiento, de lo que se trata, entonces, es de saber sufrir,
de saber llevar la cruz. Dice “La Imitación”: Si te dispones para hacer lo que debes, esto es, sufrir y morir,
hallarás paz. El que sabe sufrir mejor, tendrá mayor paz. Este es vencedor de
sí mismo y señor del mundo, amigo de Cristo y heredero del cielo (L. II, cap. 3, cap. 12).
La segunda verdad es consecuencia de la primera: hay que aceptar el sufrimiento. Debemos preguntarnos si vivimos como amigos o
como enemigos de la cruz de Cristo. Porque el mundo nos arrastra a buscar
siempre el bienestar, la comodidad y el placer, y a evitar y a detestar todo
sufrimiento. Si esta es nuestra actitud
habitual, no sabemos sufrir y somos enemigos de la Cruz de Cristo.
Se dice en cierta poesía citada por San
Luis María Grignón de Montfort en su “Carta a los Amigos de la Cruz”:
Elígete una Cruz de las tres del Calvario;
elige con cuidado ya que es necesario
padecer como santo o como penitente
o como réprobo que sufre eternamente.
Hay, entonces, tres maneras de
sufrir: como santo, como penitente y como réprobo. Como santo sufría Cristo, como
penitente sufría Dimas, el buen ladrón, y como réprobo sufría Gestas, el mal
ladrón. Los tres sufrían el mismo tormento de la cruz. De los dos ladrones, de los
dos pecadores del Calvario, uno desde la cruz subió al Cielo y el otro desde la
cruz cayó al Infierno. Éste rechazó la cruz, aquél la aceptó y Cristo la amó.
Sufrimos en justo castigo por el pecado original y por
nuestros pecados personales. Por tanto, ninguno, cuando esté crucificado,
piense que Dios lo trata injustamente, sino diga con Job: Dios da y Dios quita. Como Dios ha querido, así se ha hecho. Benedito
sea el Nombre de Dios (Job 1, 21); y con el publicano: ten piedad de
mí, Señor, porque soy un pecador (Luc. 18, 13). También sufrimos para ser purificados. Porque quiere Dios -se lee en el “Kempis”- que aprendas a sufrir la tribulación sin consuelo, y que te sometas
del todo a Él, y te hagas más humilde con la tribulación. Y ten
por cierto que te conviene morir viviendo, pues cuanto más muere cada uno a sí
mismo, tanto más comienza vivir para Dios.
¿Por qué temes tomar la cruz,
por la cual se va al reino? En la cruz está la salud, en la cruz está la vida,
en la cruz está la defensa de los enemigos, en la cruz está la infusión de la
suavidad soberana, en la cruz está la fortaleza del corazón, en la cruz está el
gozo del espíritu, en la cruz está la suma virtud, en la cruz está la
perfección de la santidad. No está la salud del alma ni la esperanza de la vida
eterna, sino en la cruz. Toma, pues, tu cruz, y sigue a Jesús, e irás a la vida
eterna (L. II, cap. 12).
De los
crucificados del Calvario, uno rechazaba la cruz, otro la aceptaba y Cristo la
amaba. No sólo debemos aceptar con resignación las cruces, sino que Dios nos
pide dar un paso más, o mejor, un salto al infinito. Este paso es algo
totalmente incomprensible y una locura para los mundanos, pero es un paso de
amor heroico reservado sólo a los católicos: hay que amar el sufrimiento, debemos amar la cruz. Dice “La Imitación
de Cristo”: Tengo muchos amigos que dicen amarme, pero que en el
fondo me aborrecen porque no aman mi Cruz. Tengo muchos amigos de mi mesa, pero
muy pocos de mi Cruz (L. II, cap. 2). Y agrega: Cuando llegares a tanto que la aflicción te
sea dulce y gustosa por amor de Cristo, piensa entonces que te va bien; porque
hallaste el paraíso en la tierra. Cuando te parece pesado el padecer, y
procuras huirlo, cree que te va mal, y dondequiera que vayas te seguirá la
tribulación (L. II, cap. 12).
Cuando se comprende el sufrimiento -dice Mons. Lefebvre (“La Misa de
Siempre”)-
éste se convierte en una alegría y se vuelve un tesoro. Nuestros sufrimientos
unidos a los de N. Señor y a los de todos los mártires, a los de todos los
santos, a los de todos los católicos, a los de todos los fieles que sufren en
el mundo; nuestros sufrimientos unidos a la Cruz de Cristo se convierten en un
tesoro inexpresable e inefable y alcanzan una eficacia extraordinaria para la
conversión de las almas y la nuestra. Y acá está la cuarta verdad y
misterio de misterios: ¡el barro se convierte en oro, la oscuridad en luz!: el sufrimiento debe ser amado porque unido
a la cruz de Cristo se vuelve redentor.
Los paganos y los cristianos mundanos
ven el sufrimiento como un puro mal. Nosotros podemos sufrir para salvar almas
si unimos nuestros sufrimientos a los sufrimientos de N. S. Jesucristo. ¿Cómo? No es cosa fácil. No es fácil
estar sonrientes y serenos en la Cruz. ¡Pero Cristo no nos pide eso! Desde
antes de la crucifixión, Él sufría angustias de muerte, hasta el extremo de
sudar sangre. ¿Cómo hacer, entonces, para unir nuestras cruces a la Cruz de
Cristo? Responde el “Kempis”: Humillando
nuestras almas debajo de la mano de Dios en toda tribulación (L.
I, cap. 13). Eso
es lo que hizo el buen ladrón. Eso es todo lo que
Dios nos pide cuando sufrimos: que entre sangre, sudor y lágrimas nos acordemos
de él en su Cruz, con humildad y fe, con espíritu de sumisión, de penitencia y
de adoración. El
buen ladrón es un gran maestro espiritual para los que se sienten crucificados.
Porque Cristo ha querido redimirnos a
través del sufrimiento suyo y nuestro, el mundo, hoy más que nunca y cada vez
más; odia la Cruz, odia el sufrimiento que, unido al de Cristo crucificado,
adquiere un valor infinito y se hace redentor. Nosotros estemos firmes en la fe y creamos que sufrimos para salvar
almas, que nuestras cruces, por ser fragmentos de la Cruz de Cristo, se hacen
redentoras.
Decía Mons. Lefebvre (ídem) que Santa Teresita del Niño Jesús, en su Carmelo, salvó millones de almas.
¡Millones de almas! Salvó millones de almas sin hacer nada a los ojos del mundo.
¿Cómo salvó a millones de almas? Por la cruz. Por tomar resueltamente la cruz, como
toda alma que ama de veras a Cristo, y por dejarse crucificar, arrastrada por
la fuerza invencible del fuego de la caridad. De esta gran crucificada dijo San
Pío X: es la santa más grande de los
tiempos modernos. En lugar de quejarnos tanto y tan amargamente cuando nos
toca sufrir, ¡salvemos almas! ¿Existe algo más noble que esto? Por eso san
Luis María Grignión de Montfort dice que nada
hay tan necesario, tan útil, tan dulce y tan glorioso como padecer algo por
Cristo (ídem). Y “La Imitación”: No hay cosa más agradable a Dios, ni para
ti más saludable en este mundo, que padecer de buena gana por Cristo (II,
cap. 12).
Encontramos en
San Pablo (Col. 1, 24)
estas sorprendentes palabras: Yo estoy
cumpliendo en mi carne lo que queda por padecer a Cristo por su cuerpo místico,
que es la Iglesia. Santo Tomás (Sup. Coloss.)
explica que no hay que pensar que la Pasión de Cristo fue insuficiente para la
redención y necesita ser completada con los sufrimientos
o pasiones de los cristianos. Tal
interpretación sería herética -dice- porque la Sangre de Cristo es suficiente
para la redención de infinitos mundos. La verdad es que Cristo y su Iglesia son
una persona mística, cuya cabeza es
Cristo y cuyo cuerpo es el conjunto de los justos, y Dios dispuso la cantidad
de méritos que debe haber en toda la Iglesia, tanto en la cabeza, como en los
miembros. Faltaba que así como Cristo padeció en su cuerpo, así padeciera en
San Pablo y padezca en todos los católicos hasta el fin de los tiempos. Falta
que Cristo padezca en cada uno de nosotros, faltan nuestros sufrimientos,
faltan todavía nuestras pequeñas astillas para conformar la
Cruz total. ¿Le diremos que no a Cristo? Que esas astillas nuestras sean parte de la Cruz gloriosa, que no sean arrojadas por el viento ni
sirvan para encender el fuego.
Sucede con nuestros sufrimientos como con el agua de la lluvia. A veces
llueve, a veces hay que sufrir; quien más quien menos, quien de una forma,
quien de otra. Si se deja escurrir el agua de las lluvias, termina en el mar,
donde se hace amarga e inútil, se pierde. Pero si esa agua se encauza y se
embalsa, sirve para regar las plantas y obtener los deseados frutos. El sufrimiento
que no está unido a N. Señor no sirve para nada, se pierde como las aguas que
escurren. El sufrimiento que aceptamos y unimos a Cristo sufriente es, en
cambio, como esas aguas retenidas o represadas. Que nuestras lágrimas no
lleguen al mar, que no se hagan inútiles; que sean como esa
gota de agua que, en la Misa, el celebrante mezcla con el vino que será consagrado.
Que nuestras lágrimas no se pierdan, sino que -por amor a N. Señor- caigan siempre
dentro del cáliz, y hechas Sangre Redentora de Cristo, den mucho fruto.
Estimados fieles: si alguna cosa -dice el Kempis-
fuera mejor y más útil para la salvación de los hombres que padecer, Cristo lo hubiera
declarado con su doctrina y con su ejemplo. Pero manifiestamente exhorta a sus
discípulos, y a todos los que desean seguirle, a que lleven la cruz, diciendo:
si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame
(II, cap. 12).
Después de N. Señor, quien más ha sufrido en toda la
historia, es la Madre de Dios. La Sma. Virgen -dice Monseñor
Lefebvre (ídem)- sufrió un martirio auténtico por
medio de la compasión, esto es, por padecer espiritualmente unida a Cristo. Tened el deseo de sufrir con N. Señor y
con la Sma. Virgen para la salvación de vuestras almas y de todas las almas.
Recurramos cada día a Ella mediante el Santo
Rosario, que empieza en la Cruz y termina en la Cruz, para que por su
intercesión creamos en la luz infinita que se oculta en la momentánea oscuridad
del sufrimiento de los que aman a Dios.
Todo
se cifra en la cruz, y todo está en morir en ella.