domingo, 15 de septiembre de 2013

SERMÓN EN LA FIESTA DE LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ - R.P. RENÉ TRINCADO




Él vino primero, y llevó su cruz y murió en la cruz por ti;
para que tú también la lleves y desees morir en ella.         
Porque si mueres junto con El, vivirás con El.
                      Todo se cifra en la cruz, y todo está en morir en ella.                                                                           (Imit. de Cristo, L. II, cap. 12).

Estimados fieles: celebramos la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Porque los padecimientos de los católicos son como astillas de la cruz de Cristo, conviene recordar, en esta ocasión, algunas verdades acerca del sufrimiento.

La primera verdad que conviene recordar es que en esta vida es imposible evitar el sufrimiento y que no por ser católicos vamos a sufrir menos. Cristo dice que vamos a sufrir. ¿En qué lugar de los Evangelios se nos promete una felicidad completa o estable en esta vida? Al contrario, se nos dice: bienaventurados los que sufren en la tierra porque serán felices en el Cielo. ¿Dónde dice N. Señor que vamos a estar libres de tribulaciones? Al contrario, las promete diciendo: en el mundo tendréis tribulación pero ¡ánimo!, Yo he vencido al mundo.

Si no podemos evadir el sufrimiento, de lo que se trata, entonces, es de saber sufrir, de saber llevar la cruz. Dice “La Imitación”: Si te dispones para hacer lo que debes, esto es, sufrir y morir, hallarás paz. El que sabe sufrir mejor, tendrá mayor paz. Este es vencedor de sí mismo y señor del mundo, amigo de Cristo y heredero del cielo (L. II, cap. 3, cap. 12).

La segunda verdad es consecuencia de la primera: hay que aceptar el sufrimiento. Debemos preguntarnos si vivimos como amigos o como enemigos de la cruz de Cristo. Porque el mundo nos arrastra a buscar siempre el bienestar, la comodidad y el placer, y a evitar y a detestar todo sufrimiento. Si  esta es nuestra actitud habitual, no sabemos sufrir y somos enemigos de la Cruz de Cristo.

Se dice en cierta poesía citada por San Luis María Grignón de Montfort en su “Carta a los Amigos de la Cruz”:

Elígete una Cruz de las tres del Calvario;
elige con cuidado ya que es necesario
padecer como santo o como penitente
o como réprobo que sufre eternamente.


Hay, entonces, tres maneras de sufrir: como santo, como penitente y como réprobo. Como santo sufría Cristo, como penitente sufría Dimas, el buen ladrón, y como réprobo sufría Gestas, el mal ladrón. Los tres sufrían el mismo tormento de la cruz. De los dos ladrones, de los dos pecadores del Calvario, uno desde la cruz subió al Cielo y el otro desde la cruz cayó al Infierno. Éste rechazó la cruz, aquél la aceptó y Cristo la amó.

Sufrimos en justo castigo por el pecado original y por nuestros pecados personales. Por tanto, ninguno, cuando esté crucificado, piense que Dios lo trata injustamente, sino diga con Job: Dios da y Dios quita. Como Dios ha querido, así se ha hecho. Benedito sea el Nombre de Dios (Job 1, 21); y con el publicano: ten piedad de mí, Señor, porque soy un pecador (Luc. 18, 13). También sufrimos para ser purificados. Porque quiere Dios -se lee en el “Kempis”- que aprendas a sufrir la tribulación sin consuelo, y que te sometas del todo a Él, y te hagas más humilde con la tribulación. Y ten por cierto que te conviene morir viviendo, pues cuanto más muere cada uno a sí mismo, tanto más comienza vivir para Dios. ¿Por qué temes tomar la cruz, por la cual se va al reino? En la cruz está la salud, en la cruz está la vida, en la cruz está la defensa de los enemigos, en la cruz está la infusión de la suavidad soberana, en la cruz está la fortaleza del corazón, en la cruz está el gozo del espíritu, en la cruz está la suma virtud, en la cruz está la perfección de la santidad. No está la salud del alma ni la esperanza de la vida eterna, sino en la cruz. Toma, pues, tu cruz, y sigue a Jesús, e irás a la vida eterna (L. II, cap. 12).

De los crucificados del Calvario, uno rechazaba la cruz, otro la aceptaba y Cristo la amaba. No sólo debemos aceptar con resignación las cruces, sino que Dios nos pide dar un paso más, o mejor, un salto al infinito. Este paso es algo totalmente incomprensible y una locura para los mundanos, pero es un paso de amor heroico reservado sólo a los católicos: hay que amar el sufrimiento, debemos amar la cruz. Dice “La Imitación de Cristo”: Tengo muchos amigos que dicen amarme, pero que en el fondo me aborrecen porque no aman mi Cruz. Tengo muchos amigos de mi mesa, pero muy pocos de mi Cruz (L. II, cap. 2). Y agrega: Cuando llegares a tanto que la aflicción te sea dulce y gustosa por amor de Cristo, piensa entonces que te va bien; porque hallaste el paraíso en la tierra. Cuando te parece pesado el padecer, y procuras huirlo, cree que te va mal, y dondequiera que vayas te seguirá la tribulación (L. II, cap. 12).

Cuando se comprende el sufrimiento -dice Mons. Lefebvre (“La Misa de Siempre”)- éste se convierte en una alegría y se vuelve un tesoro. Nuestros sufrimientos unidos a los de N. Señor y a los de todos los mártires, a los de todos los santos, a los de todos los católicos, a los de todos los fieles que sufren en el mundo; nuestros sufrimientos unidos a la Cruz de Cristo se convierten en un tesoro inexpresable e inefable y alcanzan una eficacia extraordinaria para la conversión de las almas y la nuestra. Y acá está la cuarta verdad y misterio de misterios: ¡el barro se convierte en oro, la oscuridad en luz!: el sufrimiento debe ser amado porque unido a la cruz de Cristo se vuelve redentor.

Los paganos y los cristianos mundanos ven el sufrimiento como un puro mal. Nosotros podemos sufrir para salvar almas si unimos nuestros sufrimientos a los sufrimientos de N. S. Jesucristo. ¿Cómo? No es cosa fácil. No es fácil estar sonrientes y serenos en la Cruz. ¡Pero Cristo no nos pide eso! Desde antes de la crucifixión, Él sufría angustias de muerte, hasta el extremo de sudar sangre. ¿Cómo hacer, entonces, para unir nuestras cruces a la Cruz de Cristo? Responde el “Kempis”: Humillando nuestras almas debajo de la mano de Dios en toda tribulación (L. I, cap. 13).  Eso es lo que hizo el buen ladrón. Eso es todo lo que Dios nos pide cuando sufrimos: que entre sangre, sudor y lágrimas nos acordemos de él en su Cruz, con humildad y fe, con espíritu de sumisión, de penitencia y de adoración. El buen ladrón es un gran maestro espiritual para los que se sienten crucificados.

Porque Cristo ha querido redimirnos a través del sufrimiento suyo y nuestro, el mundo, hoy más que nunca y cada vez más; odia la Cruz, odia el sufrimiento que, unido al de Cristo crucificado, adquiere un valor infinito y se hace redentor. Nosotros estemos firmes en la fe y creamos que sufrimos para salvar almas, que nuestras cruces, por ser fragmentos de la Cruz de Cristo, se hacen redentoras.

Decía Mons. Lefebvre (ídem) que Santa Teresita del Niño Jesús, en su Carmelo, salvó millones de almas. ¡Millones de almas! Salvó millones de almas sin hacer nada a los ojos del mundo. ¿Cómo salvó a millones de almas? Por la cruz. Por tomar resueltamente la cruz, como toda alma que ama de veras a Cristo, y por dejarse crucificar, arrastrada por la fuerza invencible del fuego de la caridad. De esta gran crucificada dijo San Pío X: es la santa más grande de los tiempos modernos. En lugar de quejarnos tanto y tan amargamente cuando nos toca sufrir, ¡salvemos almas! ¿Existe algo más noble que esto? Por eso san Luis María Grignión de Montfort dice que nada hay tan necesario, tan útil, tan dulce y tan glorioso como padecer algo por Cristo (ídem). Y “La Imitación”: No hay cosa más agradable a Dios, ni para ti más saludable en este mundo, que padecer de buena gana por Cristo (II, cap. 12).

Encontramos en  San Pablo (Col. 1, 24) estas sorprendentes palabras: Yo estoy cumpliendo en mi carne lo que queda por padecer a Cristo por su cuerpo místico, que es la Iglesia. Santo Tomás (Sup. Coloss.) explica que no hay que pensar que la Pasión de Cristo fue insuficiente para la redención y necesita ser completada con los sufrimientos o pasiones de los cristianos. Tal interpretación sería herética -dice- porque la Sangre de Cristo es suficiente para la redención de infinitos mundos. La verdad es que Cristo y su Iglesia son una persona mística, cuya cabeza es Cristo y cuyo cuerpo es el conjunto de los justos, y Dios dispuso la cantidad de méritos que debe haber en toda la Iglesia, tanto en la cabeza, como en los miembros. Faltaba que así como Cristo padeció en su cuerpo, así padeciera en San Pablo y padezca en todos los católicos hasta el fin de los tiempos. Falta que Cristo padezca en cada uno de nosotros, faltan nuestros sufrimientos, faltan todavía nuestras pequeñas astillas para conformar la Cruz total. ¿Le diremos que no a Cristo? Que esas astillas nuestras sean parte de la Cruz gloriosa, que no sean arrojadas por el viento ni sirvan para encender el fuego.

Sucede con nuestros sufrimientos como con el agua de la lluvia. A veces llueve, a veces hay que sufrir; quien más quien menos, quien de una forma, quien de otra. Si se deja escurrir el agua de las lluvias, termina en el mar, donde se hace amarga e inútil, se pierde. Pero si esa agua se encauza y se embalsa, sirve para regar las plantas y obtener los deseados frutos. El sufrimiento que no está unido a N. Señor no sirve para nada, se pierde como las aguas que escurren. El sufrimiento que aceptamos y unimos a Cristo sufriente es, en cambio, como esas aguas retenidas o represadas. Que nuestras lágrimas no lleguen al mar, que no se hagan inútiles; que sean como esa gota de agua que, en la Misa, el celebrante mezcla con el vino que será consagrado. Que nuestras lágrimas no se pierdan, sino que -por amor a N. Señor- caigan siempre dentro del cáliz, y hechas Sangre Redentora de Cristo, den mucho fruto.

Estimados fieles: si alguna cosa -dice el Kempis- fuera mejor y más útil para la salvación de los hombres que padecer, Cristo lo hubiera declarado con su doctrina y con su ejemplo. Pero manifiestamente exhorta a sus discípulos, y a todos los que desean seguirle, a que lleven la cruz, diciendo: si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (II, cap. 12).

Después de N. Señor, quien más ha sufrido en toda la historia, es la Madre de Dios. La Sma. Virgen -dice Monseñor Lefebvre (ídem)- sufrió un martirio auténtico por medio de la compasión, esto es, por padecer espiritualmente unida a Cristo. Tened el deseo de sufrir con N. Señor y con la Sma. Virgen para la salvación de vuestras almas y de todas las almas.
Recurramos cada día a Ella mediante el Santo Rosario, que empieza en la Cruz y termina en la Cruz, para que por su intercesión creamos en la luz infinita que se oculta en la momentánea oscuridad del sufrimiento de los que aman a Dios.

Todo se cifra en la cruz, y todo está en morir en ella.