La
obediencia es una gran virtud cristiana. Cristo murió por obediencia, dice San
Pablo, “hecho obediente hasta la muerte; y muerte de cruz”. La desobediencia es
hija de la soberbia, y como ella, es la raíz de la perdición; porque en
definitiva, todo pecado es una desobediencia.
Pero
la obediencia no es el Mandato Máximo y Mejor del Cristianismo, sino la
Caridad. La obediencia es una virtud moral, pertenece al grupo de la Religión,
que es la primera de las virtudes morales: no es una virtud teologal. Digo
esto, porque hay una tendencia en nuestros días a falsear la virtud de la
obediencia, como si fuera la primera de todas y el resumen de todas. “Usted no
tiene más que obedecer y está salvo. La obediencia trae consigo todas las otras
virtudes. El que obedece está siempre seguro. «El que a vosotros oye, a Mí me oye», dijo Cristo” (1). El que
obedece no puede equivocarse porque hace la voluntad de Dios. Hay que matar el
juicio propio. La obediencia es pura fe y pura caridad. El Papa es Cristo en
la tierra”, etcétera. Todo eso es menester entenderlo bien.
Algunos
representantes de Dios parecen a veces pretender sustituirse a Dios. “Lo que
yo digo es para usted la voz de Dios, no se puede seguir nunca el propio
juicio. La obediencia lo dispensa a usted de todo”. Eso ya no se puede entender
bien, es engaño. Sería un grave y dañoso error teológico equiparar la
obediencia con las virtudes teologales. La obediencia, como todas las virtudes
morales, tiene sus límites. No se puede amar demasiado a Dios, no se puede
esperar ni creer demasiado; pero sí obedecer demasiado a un hombre.
Los
límites de la obediencia son la caridad y la prudencia. No se puede obedecer
contra la caridad: en donde se ve pecado, aun el más mínimo, hay que detenerse,
porque “el que despreciare uno de los preceptos estos mínimos, mínimo será
llamado en el Reino de los Cielos”. Y no se puede obedecer una cosa absurda;
porque “si un ciego guía a otro ciego, los dos se van al hoyo” (2).
Hay
que obedecer a Dios antes que a los hombres. Esto dijeron los Apóstoles ante el
Sinedrio, que los conminaba a cesar su predicación. Pedro, Santiago y Juan
resistieron a las autoridades religiosas con esta palabra. ¿Adónde iríamos a
parar? Conozco un cristiano que escribió esta palabra a una autoridad
religiosa, y recibió esta respuesta: “¡Eso
lo han dicho todos los herejes!”. ¿Qué me importa a mí? Eso prueba que está
en la Sagrada Escritura; y que
los herejes lo hayan malusado,
no
lo borra de la Escritura. En uno de esos “volantes anónimos” que hay ahora, se
lee: “El Evangelio enseña que la primera virtud del cristiano es obedecer a la
jerarquía”. Pueden leer todo el Evangelio y no encontrarán esa “enseñanza” de
este teólogo improvisado. Al contrario, Jesucristo anda todo el tiempo aparentemente levantado contra las
autoridades eclesiásticas, quiero decir, religiosas. Aparentemente, he dicho.
Un ironista inglés ha dicho con gracia: “Los que conocen el punto exacto en el cual hay que desobedecer, ésos son pocos y les va mal; pero son grandes bienhechores de la humanidad”. El punto exacto es cuando los mandatos de hombres interfieren con los mandatos divinos, cuando la autoridad humana se desconecta de la autoridad de Dios, de la cual dimana. En ese caso hay que “acatar y no obedecer”, como dice Alfonso el Sabio en Las Partidas: es decir, reconocer la autoridad, hacerle una gran reverencia; pero no hacer lo que está mal mandado; lo cual sería incluso hacerle un menguado favor. Si esto que digo no fuese verdad, no habría habido mártires.
Un ironista inglés ha dicho con gracia: “Los que conocen el punto exacto en el cual hay que desobedecer, ésos son pocos y les va mal; pero son grandes bienhechores de la humanidad”. El punto exacto es cuando los mandatos de hombres interfieren con los mandatos divinos, cuando la autoridad humana se desconecta de la autoridad de Dios, de la cual dimana. En ese caso hay que “acatar y no obedecer”, como dice Alfonso el Sabio en Las Partidas: es decir, reconocer la autoridad, hacerle una gran reverencia; pero no hacer lo que está mal mandado; lo cual sería incluso hacerle un menguado favor. Si esto que digo no fuese verdad, no habría habido mártires.
(1)
Este texto: “El que a vosotros oye, a Mí me oye; el que a vosotros desprecia, a
Mí desprecia” está aquí muy mal traído; y de hecho, lo hemos oído varias veces
interpretar viciosamente. En su contexto y en la intención de Cristo, no se
refiere a la obediencia, sino a la fe: lo dijo Cristo cuando mandó a los Setenta
Discípulos a predicar, no se lo dijo a San Pedro cuando constituyó la Iglesia
como sociedad visible. Véase Lucas, X, 16: “El que a vosotros desprecia, a Mí
desprecia; y el que a Mí desprecia, desprecia Al que me envió”. Es paralelo
del texto de Juan, V, 24: "El que oye mi Palabra y la cree, tiene la vida
eterna”.
En
caso contrario, Cristo hubiese dicho: “El que a vosotros obedece, a Mí
obedece”; lo cual —siendo verdad en un sentido- induciría sin embargo una
conclusión desmesurada, a saber: que la Iglesia tiene potestad total en este
mundo, incluso potestad directa en las cosas temporales, cosa que la Iglesia
siempre ha negado; pues es evidente que a Cristo debemos obediencia en todo,
incluso en el dominio temporal, político o civil: es Rey de Reyes y Señor de
los Señores.
La
interpretación viciosa de ese texto autorizaría a los Jerarcas Eclesiásticos a
elegir o deponer Reyes, hacer leyes civiles, y gobernar las naciones; error
teológico denominado cesaropapismo o teocratismo.
(2)
¿Se puede obedecer un mandato absurdo? Materialmente se puede a veces,
helas, pero ningún voto religioso obliga per
se a tal cosa, “status enim religiosus est status rationalis, non
irrationalis”. (Cf.: A. Ballerini, Op. Theol. Mor., vol, IV, N9
130).
Domingo vigesimosegundo
después de Pentecostés, fragmento. “El Evangelio de Jesucristo”.