Quizás pueda decirse del
siguiente modo: lo más escandaloso de lo que ocurre con los sacerdotes y fieles
de la Neo-FSSPX es que no se escandalizan con lo que está ocurriendo en la
Neo-FSSPX.
El silencio a veces puede
ser un grito estruendoso de la injusticia. La pasión de Nuestro Señor se vio
rodeada de escándalos ocultos en los rincones más apartados de las almas.
Traiciones, negaciones, huidas, recibió Cristo de apóstoles y discípulos. Lejos
del lugar de los hechos, las voces que debían clamar por la verdad estaban
calladas. Los que debían acompañar no se mostraban. El vocerío hostil de las
muchedumbres parecía más acorde con lo que el misterio desataba. La misma
naturaleza gritaría y nadie podría decir que no la escuchaba.
El cristiano es un testigo
de la verdad. O no es nada.
“No habría martirio ninguno –decía el Padre Castellani- en que yo aceptara esta situación y fingiera
estar obedeciendo: habría vileza. El martirio se hace en aras de la verdad. Al
contrario, la conciencia me dice que debo hacer todo cuanto pueda por salir de
aquí, dando así testimonio con los hechos de que ‘no hay obediencia contra la
caridad o contra la razón’”.
Pero, ¿qué es ser católico
en tiempos de Monseñor Fellay? Dejar de ver como enemigos a quienes pueden
otorgarnos beneficios, licencias, canonjías, tranquilidad, paz, un
reconocimiento pactado por la diplomacia.
No resistir al error y sus propagadores para no entrar en conflicto con
las autoridades, aunque estas destruyan la fe y se apacienten a sí mismas. Ser
católico para Mons. Fellay es parecer una persona normal, correcta, respetada,
que no desentona. Sonreír todo el tiempo, aunque la apostasía se cobre almas escandalizadas
y la fe verdadera esté siendo pisoteada. No queremos decir con esto que deba
buscarse la singularidad, la extravagancia, la provocación, sino simplemente
que se olvida con facilidad que el católico está en el mundo pero no es del
mundo, por lo tanto desentona con el mismo aunque no tenga que hacer ningún
esfuerzo para ello. Le basta con resistirle. Con no seguir su corriente. Con
ser intransigente. ¿No les gusta? Problema de ellos. Asunto del mundo.
Ahora bien, ninguna
reacción viril, ninguna resistencia efectiva, ningún rechazo explícito de la
traición se observan desde afuera en la Neo-FSSPX. Nada se manifiesta
públicamente ante la debacle. Como mucho algún secreto cuchicheo que no
trasciende, algún lamento en mesas de café o grupos de Facebook o WhatsApp de
fieles preocupados pero que sólo desahogan su preocupación y su bronca y luego
continúan su vida sin comprometerse. Quizás se sientan superados por las
circunstancias, y entonces decidan que es mejor “seguir esperando un poco más a
ver qué pasa”. Pero se engañan a sí mismos. Olvidan dos cosas: primero, que no
hay que seguir esperando sino cosas peores en esta caída conducida por
liberales que han traicionado la causa que alguna vez supieron o dijeron defender;
y segundo, que el cristiano siempre es superado por las circunstancias, porque
el mundo es más grande que él y siempre está en su contra. Pero olvidan también
algo más importante: que el cristiano sirve al Rey de Reyes, cuyo poder lo hace
superar todas las circunstancias del mundo. Porque el cristiano está en este
mundo, pero no es ya de él. El cristiano está crucificado con Cristo, que desde
la Cruz domina al mundo.
¿Quizás por no ver las
cosas desde lo alto de la cruz, las mismas se presentan demasiado confusas?
¿Quizás por haber aceptado bajar de la cruz, se presentan tentaciones mayores? ¿Quizás
por eso faltan las gracias necesarias?
Sólo puede huir y
esconderse quien no está crucificado.
Las cosas desde lo alto de
la cruz se ven mucho mejor. Pero aquel que ha bajado para recibir una
“estampilla” que lo declara católico, no se ha dado cuenta que la “estampilla”
de católico era estar clavado en la cruz, cubierto de oprobios y descrédito
mundanos.
Y una vez que bajó para
tener tratos con los fariseos y señores respetables de este mundo, las palabras
que se digan serán cosa muerta, porque ya no se sostiene la fe desde la cruz. “Mas bien pronto pasaré a veros, si Dios
quiere, y examinaré, no las palabras de los que andan así hinchados, sino su
virtud. Pues no consiste el reino de Dios en palabras, sino en la virtud”
(San Pablo, I Cor. 4, 19-20).
Se cae entonces en el
formalismo de los fariseos, hinchados por este cumplimiento vacío de sus
preceptos, y la religión falsificada termina consistiendo en “cumplir
preceptos”, y no en “espíritu y vida” (Juan VI, 63). Esto último, el adorar a
Dios en espíritu y verdad, con la verdad de una vida a imitación de Cristo, es
lo que nos debe llevar al cumplimiento de los preceptos, pues no se nos han
dado sino para esto. Pero cuando esto no se entiende, cuando lo único
importante es “que a mí me dejen cumplir los preceptos” sin importar la
sinceridad del amor para con Dios, entonces serán bienvenidos quienes “a mí me
permiten” cumplir los preceptos, sin que mi voz parezca escándalo a los judíos
y locura para los paganos. Pues ya no predica a Cristo crucificado quien no
está crucificado con El, como lo enseñó San Pablo. Entonces se termina haciendo
inútil la virtud de la cruz (I Cor. 1,17) por aceptar la mezcla con el error de
enseñanzas puramente humanas. Dios quiere nuestro corazón y nuestra recta
intención, no la doblez del que en el fondo se ama a sí mismo, o quiere de Dios
sus bienes y no a Dios por sí mismo. “El
culto puramente exterior es una abominación ante el Señor y puede ser tan malo
como la apostasía” (Mons. Straubinger, nota a Is. 66,3).
Dice la Imitación de Cristo
(L.II C. XI): “¿No dan pruebas de que son
más bien amadores de sí mismos que de Cristo los que continuamente piensan en
su utilidad y ganancia? ¿Dónde se hallará alguno que quiera servir a Dios
desinteresadamente?”.
Hay razones –todo el mundo
tiene razones, pero ¿son verdaderas?- para no reaccionar y no resistir a lo que
pasa en la Neo-FSSPX. Pero quizás todas puedan resumirse en las siguientes: el
miedo a perder una determinada situación de la que se goza; el temor a carecer
de ciertos bienes –espirituales, materiales o afectivos- de los que actualmente
se dispone; el temor a quedarse solo en medio de la lucha; la perspectiva de no
contar con una iglesia para el casamiento (¡!); evitar la enemistad de algún
sacerdote; la comodidad, la tibieza y la cobardía. Destaquemos este último
motivo: la cobardía de quienes no supieron reaccionar cuando debían, entonces
no pueden ya reaccionar pues se han acostumbrado a no hacerlo. Y se quedan en
palabras que se lleva el viento. Los santos dejaban de lado toda consideración
que no se redujera a esta: agradar a Dios, aunque se tenga el mundo entero en
contra. ¿Dios es menos poderoso que una congregación, para ofrendar sus dones a
sus hijos que sabe lo necesitan? ¿Dios no es celoso de la integridad de la fe y
la doctrina que nos pide profesemos, particularmente en tiempos difíciles?
¿Dios niega su gracia a sus intrépidos defensores? ¿Dios no ha de castigar
acaso a los que lo traicionan y no se enmiendan? ¿Acaso Dios no vomita a los
tibios? ¿Dios no nos pide heroicos sacrificios de acuerdo a los privilegiados
dones que de Él hemos recibido? ¿Dios no se ocupa de la parte más pesada, pues
suave es su yugo y su Madre nos protege como hijos muy queridos?
Pero creemos que ya ha pasado
el tiempo de las advertencias y los razonamientos, pues estos no han faltado, por
el contrario han abundado, especialmente en los últimos tres años. Ya no es
tiempo de poner sobre la mesa mil y una razones que ya se conocen bien y están
disponibles para quien quiera verlas. Ya no hay cartas abiertas capaces de
despertar a los que han decidido no despertar. Lo que venga será peor. Y nos
pondrá a prueba. Es tiempo de oración. Y de reaccionar virilmente y de una
buena vez por parte de aquellos que aún tienen ojos para ver. Y de llegar a
saber si se ama a Dios al punto de correr riesgos por Él, de si se está
dispuesto a renunciamientos por amor a Él, de si se ama a Cristo por encima de
todo. “Si, por lo tanto, la fe es
esencial para la vida cristiana, es nuestro deber poner en juego lo que tenemos
por lo que no tenemos, fiados en la palabra de Cristo; y hemos de hacerlo noble
y generosamente, sin precipitación ni ligereza, pero sin saber todo el alcance
de lo que hacemos ni todo lo que vamos a ganar; sin saber tampoco cuál será
nuestro premio ni hasta dónde llegarán los sacrificios que se nos pidan; apoyados
completamente en el Señor, esperando en Él, confiando en que cumplirá su
promesa y nos hará capaces de cumplir nuestra palabra, y procediendo sin
preocupación ni ansiedad respecto al futuro.” (John Henry Newman, “Los
riesgos de la fe”, en “Esperando a Cristo”).
Las palabras citadas
podrían ser tomadas de un modo oblicuo y falaz –y hasta tendenciosamente
perjudiciales- por quienes animan a los fieles a “arriesgarse” y “no tener
miedo” pues ir al encuentro de Roma (modernista) sería una acción misionera,
continuadora del apostolado de los grandes santos, v. gr. San Francisco Javier,
y quien no acepte ese desafío sería un cobarde y un cismático. Pero la cuestión
está planteada exactamente al revés, porque al buscarse un reconocimiento
canónico se busca salir de una situación irregular –no en cuanto a la fe sino
en cuanto a la autoridad- y por lo tanto de una situación de riesgos e
incertidumbre, en cuanto a tener que llevar una cruz en un camino duro y lleno
de contrariedades. De tal manera que queriendo colocarse bajo la égida de los
destructores de la fe, lo que en verdad se pondría en riesgo es lo único que no
debe arriesgarse a perder: la fe. Más bien con un reconocimiento lo que se
busca es una situación más ventajosa (para algunos jerarcas que desean estas
ventajas que siempre trae la corrupción), mientras que en realidad se estaría
atrayendo una serie de terribles calamidades.
Sin ningún aditamento o
puesta en escena que denote la generosidad de la entrega y el sacrificio, se
requiere volver a una profunda humildad, para estar dispuestos a dar el corazón
entero a Dios con la disposición de no someterse a los poderes infernales de
este mundo, y a sus seducciones, a sus confusiones, a sus ambigüedades, a sus aparentes
beneficios, a su socorro. “Pensadlo un
momento. Que cada uno de los que me escucháis –vuelve a decir el futuro
cardenal Newman- se pregunte a sí mismo
qué ha comprometido en la verdad de
las promesas de Cristo. ¿Sería una brizna peor su situación si –por suponer un
imposible- esas promesas fallaran? Sabemos bien lo que supone tener algo en
juego en empresas de este mundo. Arriesgamos nuestra propiedad en proyectos que
prometen una ganancia, proyectos que nos inspiran confianza y seguridad. Bien: ¿qué
hemos arriesgado por Cristo? ¿Qué le hemos dado por el hecho de creer en sus
promesas?” (Ib.)
La Neo-FSSPX se ha tornado
una gran empresa, para mantener la cual se deben mantener sus integrantes
dentro de lo “políticamente correcto” que demanda la prosecución de tal empresa,
en pro de sus “beneficios”. Lejos de aceptar el riesgo de confiar absolutamente
en un Padre que alimenta a las aves del cielo que ni siegan ni siembran, se ha
optado por entrar por la puerta ancha y el camino espacioso que conduce a la
perdición. Cansados como los judíos que miraban con nostalgia hacia Egipto, así
los que miran con ojos deseosos hacia la Roma apóstata han decidido confiar más
en el hombre que en Dios. Han pervertido su entendimiento, y ya muchos ni
siquiera parecen estar a la altura de algunos paganos, como el que dijo: “De los buenos aprenderás cosas buenas, pero si te mezclas con los
malos, perderás hasta el entendimiento que tengas” (Jenofonte, “Recuerdos
de Sócrates”). Se han olvidado de San Atanasio, que con palabras a los arrianos
podría estar dirigiéndose a los modernistas destructores de hoy: “Por tanto ahora también, ¿de qué les sirve
tener los templos? Sí, efectivamente, los tienen, pero eso a los ojos de
quienes se mantienen fieles a Dios indica que son culpables, porque han hecho
cueva de ladrones y casas de negocios, o sitios de disputas vanas lo que antes
era un lugar santo, de modo que ahora les pertenece a quienes antes no les era
lícito entrar. Muy queridos, por haberlo oído de quienes han llegado hasta
aquí, sé todo esto y muchas otras cosas peores; pero, repito, cuanto
mayor es el empeño de éstos por dominar la Iglesia, tanto más están fuera de
ella. Creen estar dentro de la verdad, aunque en realidad están
excluidos de ella, prisioneros de otra cosa, mientras la Iglesia, desolada,
sufre la devastación de estos supuestos benefactores”. En este tiempo
de desolación y búsqueda de la “unidad” antes que de la verdad, recordemos: “El templo de
Dios somos nosotros. De ahí que El mire ante todo al interior de ese templo,
para ver si allí se le rinde el culto máximo que, según San Agustín, consiste
en la fe, la esperanza y la caridad. La disposición del corazón contrito, que
es también un don de Dios, se requiere como condición previa: es, como dice un
maestro de vida espiritual, “la zanja indispensable para hundir el cimiento que
es la fe, el cual será tanto más seguro cuanto más hondo se haya cavado en la
negación de sí mismo”. (Mons. Straubinger, Coment. a Is. 66, 2).
Pero ¿cómo estar dentro de la verdad? Nos responde
la Sagrada Escritura: “Las aves van a
juntarse con sus semejantes; así la verdad va a encontrar a los que la ponen en
práctica” (Eclesiástico, XXVII, 10). Este tiempo nos pide cada vez más esa
negación de nosotros mismos, la cual nos lleve a rendir el culto máximo a Dios de
nuestro entero corazón, despojados de toda ínfula o búsqueda de reconocimiento,
sin contubernios o diplomacias con quienes están forjando una religión del
culto al hombre. Dios permite esta generalizada apostasía para hacer fuertes a
sus fieles en la manifestación de su poder. Sólo la humildad es capaz de mirar
limpiamente a la verdad y reconocerla como tal. Y por eso siente horror a lo
que la contradice. En palabras de
Garrigou-Lagrange: “Es imposible
amar profundamente la verdad sin detestar la mentira”. Ahora bien, no deberíamos tomar esta advertencia con
ligereza: “La comunidad o la nación
que peca contra la verdad, que pierde la reverencia a la verdad y el horror a
la mentira, está perdida, dejada de la mano de Dios. ¿Y qué castigo más grande
que éste, que el que se va de la Verdad, ella se queda y no lo sigue y él se va?
¿Adónde se va? “A las tinieblas de allá afuera” –dice Cristo. La Verdad no
puede imponerse a sí misma por fuerza. Si no la aceptan, se retira. ¡Temed a la
Verdad que se retira!”(R. P. Leonardo Castellani – “San Agustín y Nosotros”).