jueves, 11 de abril de 2013

LA LUZ NO NACE DE LA DISCUSIÓN



“De la discusión nace la luz, dice un lugar común. Ese es también un pensamiento de dialéctica, que ve en la estrechez de una hendidura en la roca, no la dificultad, sino la propia fuente. La luz sólo puede nacer en el objeto luminoso, y la discusión sólo puede dificultar la llegada del rayo luminoso al sujeto. Si yo pronunciara una conferencia de media hora sobre los progresos de la luminotecnia, empleando lámparas a gas, dudo que los oyentes se sintieran más iluminados que si me decidiera a apretar simplemente un interruptor. El elogio de la discusión se basa en la idea de que es necesaria la interposición entre el sujeto y el objeto, de un segundo sujeto, y que solamente de ese dualismo de sujetos, de esa posibilidad de dialogar, saldrá la realidad plena del objeto. Este fenómeno es una vez más, la sustitución de la verdad por la opinión. Una cosa en que dos sujetos estuvieran de acuerdo es más verdadera por eso, o sólo es verdadera entre ellos por eso. De ahí nace el mito, que es una cosa sobre la cual mucha gente está de acuerdo, pero que no importa si corresponde a alguna objetividad absoluta.
Los contrasentidos de la dialéctica son monótonos, y por cualquier aspecto en que se tome la cuestión se llega a resultados parecidos. Se abandona al mito para hablar en la discusión, y surge el mito como resultado. Se comienza a hablar de luz, y se concluye hablando nuevamente con opiniones. Dirá el lector que estoy obsesionado por dos o tres ideas, y que por eso ellas vuelven a mí sin cesar; pero me defiendo: quien está obsesionado no soy yo, es el mundo no cristiano que insiste en ver en la dialéctica, en la contradicción, en el subjetivismo, en la discusión, las raíces de su sabiduría.
Esta objeción ataca a veces a los mismos católicos, que acaban por pensar también que de la discusión nace la luz, y por eso se juzgan obligados a discutir su doctrina por las esquinas de la incredulidad como una forma de apostolado. Con ese modo de pensar, ninguno de nosotros tendría sosiego: tendríamos que conocer todas las ramas de la ciencia, prever todos los aspectos de la mala voluntad, para saber en cada ocasión cómo responder al ataque del adversario, tendríamos que ser esgrimistas de la verdad cristiana, conocer lances secretos, y saber manejar mejor que nadie el florete de la retórica.
Días atrás, un individuo medianamente instruido, un médico de algún renombre, viendo en mi estante unos pocos volúmenes de Teología, me preguntó con toda sinceridad si yo no corría el riesgo de perder la Fe con la lectura de aquellos tratados. En su idea –que tal vez aun hoy conserve como una de sus más robustas convicciones- religión es fervor voluntarista metido dentro de los nervios o nacido de disposiciones fisiológicas del sujeto. (…)
La luz no nace de la discusión. San Ambrosio dice que el pecado entró en el mundo porque Eva discutió al Verbo Eterno, y dialogó con el tentador. Hay también en el Evangelio de San Mateo un pasaje que siempre me sorprendió: Simón Pedro intenta discutir la Pasión del Señor, y oye una palabra terrible de Cristo: Vade retro, Satana!
La respuesta me parecía desproporcionada, irritada, porque al final de cuentas, Pedro había hablado sobre el propio interés del Señor Jesús, intentando ahorrar su sangre. Pero ahora veo que Simón Pedro estaba haciendo dialéctica delante de la Pasión. Más tarde el mismo Pedro querrá discutir el Lavatorio de los pies, y nuevamente es advertido de que no tendrá parte en el Reino, si insistiera en sus opiniones personales.
No se debe sacar como conclusión, no obstante, por lo que dije antes, que nosotros afirmamos un fervor irracionalista y que nos faltan palabras para ayudar al prójimo en sus dificultades intelectuales. Afirmamos, al contrario, con todas nuestras fuerzas, la credibilidad del dogma, sostenemos que la inteligencia humana está adecuada a la Fe, garantizamos recursos para aclarar y enseñar. Vamos aún más lejos, afirmando que los católicos poseen el único recurso. Exigimos no obstante, la buena voluntad, para que nuestra conversación tienda hacia una conversión, para que nuestra pedagogía no se transforme en “ping-pong” de malicias. La condición indispensable para la transmisión de una palabra cristiana es el deseo verdadero de oír”.

Gustavo CorÇao, “El descubrimiento del otro”.