“Tener el corazón bien
puesto”
Cuando uno lee la siguiente expresión
del gran Chesterton, sacada de su contexto, no puede menos que quedarse
pasmado: “El mundo moderno no es malo; en cierto modo el mundo moderno es
demasiado bueno”. Cualquiera podría fustigar al bueno de Gilbert y luego terminaría
dándole la razón. Pero no a su frase que parece loca, sino a su razonamiento
enteramente cuerdo. Es una de esas frases que dependen absolutamente del
contexto y tienen sentido sólo dentro del mismo. Lo cual, curiosamente, no
quita que Chesterton sea la clase de escritor que, luego de un trabajado y
esmerado razonamiento, brinde al lector una frase rebosante de sentido común,
de esas que todos podemos citar con gozo.
Vamos a seguir el razonamiento de
Chesterton que continúa su frase: “Está lleno [el mundo moderno] de feroces y
malgastadas virtudes. Cuando se perjudica una empresa religiosa (como se
perjudicó el Cristianismo con la Reforma) no es solamente a causa de los vicios
desencadenados. Los vicios, por cierto se desencadenan y se extienden y causan
perjuicios. Pero las virtudes también andan desencadenadas; y las virtudes se
extienden más desenfrenadas y causan perjuicios más terribles. El mundo moderno
está lleno de viejas virtudes cristianas que se volvieron locas. Enloquecieron
las virtudes porque fueron aisladas unas de otras y vagan por el mundo
solitarias” (“Ortodoxia”).
Lo que dice Chesterton es claro: esas
virtudes desencadenadas –es decir, desequilibradas, vuelto locas- causan más
perjuicios que los vicios en sí. Y esto pasa hoy más que entonces y por eso el
mundo moderno no es malo (no sólo malo) sino que es peor: es loco; porque alguien
malo puede llegar a convertirse, pero alguien loco ¿cómo recobrará la cordura?
Es como la sal que ha perdido el sabor ¿cómo volverá a salar?
Las virtudes desencadenadas son peores
porque llevan la apariencia del bien que significan. De manera orgullosa, como
el diablo, han dicho: “no queremos servir a Dios, somos nosotras solas quienes
nos valemos por nosotras mismas”. Una virtud ilimitada es una parodia de
virtud, es la rebeldía bajo apariencia de bien, es un bien inútil. “De ahí –sigue
Chesterton- que algunos cuentistas se preocupan por la verdad; y su verdad es
despiadada, y de ahí que algunos humanistas se preocupan sólo de la piedad y su
piedad, (lamento decirlo) frecuentemente es falseada. Por ejemplo: el señor Blatchford
ataca al cristianismo porque está loco por una virtud cristiana; la puramente
mística y casi irracional virtud de la caridad. Tiene la extraña idea de que
facilitará el perdón de los pecados, diciendo que no hay pecados que perdonar.
El señor Blatchford es no solamente uno de los primeros cristianos; es el único
de los primeros cristianos que realmente mereció ser comido por los leones. Porque
en su caso, la acusación pagana es verdadera: su misericordia significa
anarquía”.
De igual modo hoy nos envuelve una multimediática
ola de humildad pacientemente retratada y expuesta acerca del nuevo Sumo
Pontífice, una virtud que se apacienta a sí misma, desencadenada
de la doctrina cristiana; hoy se difunde la hermosa idea de que Dios perdona siempre
al que se arrepiente, pero hoy ya no hay nada que perdonar (excepto creer en la
democracia o caer en el “antisemitismo”). Este hombre de hoy, carente de dogmas
que no sean inventos de sí mismo, “por ser tan humano”, dice Chesterton, “es
enemigo de la raza humana”. El cristiano mundano afirma tanto su interioridad
religiosa que dice: “no creo en la Iglesia”. El cristiano fariseo afirma tanto
la virtud de la religiosidad que afirma con orgullo: soy mejor que aquellos. Otros
afirman tanto la verdad que descuidan la caridad, y su verdad –como dice
Chesterton- se vuelve despiadada. Otros afirman tanto la caridad y el diálogo y
el tender puentes que se olvidan del valor de la verdad y menosprecian la fe. Y
así por todas partes, en la Iglesia conciliar, en la Fraternidad San Pío X, en
el sedevacantismo, en la línea-media o tres cuartos, se exageran virtudes hasta
romper las cadenas de la prudencia y el sentido común. El pensamiento se
desencadena del dogma, o se encadena al propio círculo cerrado del egoísmo.
Todo envuelto en alguna generosa virtud que se esgrime para ello.
Cuando Chesterton trae al recuerdo la
frase “tener el corazón bien puesto”, intenta describir una idea de proporción
normal que además cumple correctamente con sus funciones en relación con otras
funciones. Un corazón, -como el de Bernard Shaw, nos dice Chesterton- puede ser
generoso y heroicamente amplio, pero no estar bien puesto. Precisamente por
esta desproporción de no dejarse contener en relación a un todo de acuerdo al
cual cada órgano cumple su debida función. Algunos dejan crecer su corazón y
estrechan sus mentes, otros empequeñecen su corazón e inflan su mente, en la
cual desde luego intentan meter el mundo entero. Algunos quieren amar sin
conocer, otros conocer sin amar. Estos últimos terminan desesperando. Recuerda un
escritor argentino lo siguiente: “Lisandro de la Torre dijo a su médico que
había tenido un dolor en el corazón. Tras un rápido examen, el médico le dijo
que el corazón no estaba ahí y, para que no hubiera dudas, le dibujó el corazón
en el pecho. Ya en su casa, en el centro del dibujo, disparó Lisandro de la
Torre la bala que lo mató” (Bioy Casares, “De jardines ajenos”).
Hay algunos que buscan ubicar el corazón
ajeno no para salvarlo, sino para matarlo, por celo amargo. Otros creen que
hablarle al corazón basta para iluminar la mente. Las fuerzas destructoras de
las virtudes cristianas actúan hoy sobre el sentimiento, sobre el corazón de
los hombres que lo tienen dispendioso, pero no bien puesto. “Estamos en camino
de producir –dice Chesterton- una raza de hombres mentalmente demasiado
modestos para creer en la tabla de multiplicar. Nos hallamos en peligro de ver
filósofos que duden de la ley de gravedad, por considerarla un simple producto
de sus imaginaciones”. Esta “impotencia intelectual” ha sumido a los hombres de
hoy en una debilidad apabullante, que hace que deban defenderse mediante la
fuerza de los sentimientos sinceros pero desbocados, desencajados. Es como un
tren que se sale de sus rieles, no sólo se desencamina sino que estropea lo que
encuentra a su paso y a sí mismo. Tal vez dos hechos hoy día establecidos
puedan referirse para identificar esta locura que se acepta sin defensas y en
algunos hasta con aplausos: las “familias” con dos padres o dos madres, y el Vaticano
con “dos Papas”. La tolerancia del hombre moderno es una virtud que se volvió
loca, una virtud que decidió dejar de lado la razón, primero porque el corazón
dejó de estar bien puesto, y luego porque ocurrió lo mismo con la cabeza.
“Estadísticas”
Alguien
nos anoticia de que Radio “La Despechada” ha vuelto al ataque, esta vez a
propósito de una estadística de la Resistencia católica. Lo único que podríamos
decir, si tuviéramos que dar una respuesta a la mencionada, sería lo siguiente:
si, como se dice allí, las únicas estadísticas que les importan son las que no
cambian, las estadísticas finales y no susceptibles de ser cambiadas en el
futuro, y ya que no les importan los números, entonces tendrían que sacar de su
página las estadísticas sobre cantidad de seguidores suscriptos por correo
electrónico, las estadísticas de cuántos y desde qué países visitan el sitio al
presente, las estadísticas sobre la cantidad de personas que los siguen en
Facebook, las estadísticas sobre la cantidad de personas que leen al presente
el sitio, las estadísticas sobre la cantidad de visitantes y sus países de
orígenes, las estadísticas sobre las categorías más vistas y las estadísticas
sobre categorías activas, todas las cuales figuran en su sitio.
“Humildad”
Toda
esta movida de querer hacer “una Iglesia pobre para los pobres”, que ha lanzado
el cardenal Bergoglio ahora devenido papa Francisco y que continúan los medios
de difusión mundiales, no es otra cosa que la obsesión de abajar la Iglesia
para elevar al hombre. Es dejar de contemplar desde abajo la Iglesia para
mirarla desde la misma altura, y si es posible desde más arriba, tal vez porque
de otro modo podría hacer temblar a quien no es de verdad humilde. Muy atinadas
palabras se aplican al caso de parte de –otra vez- el genial Chesterton, cuando
en su indispensable “Ortodoxia” describe y distingue la verdadera de la falsa
humildad. Dice de manera paradójica que “resulta evidente que si el hombre
quiere hacer amplio a su mundo, él debe estar siempre haciéndose pequeño. Aún
las ciudades más encumbradas y los pináculos inclinados por su propia altura,
son creaciones de la humildad. Los gigantes que derriban montes como si fueran
pasto, son creaciones de la humildad. Las torres que se pierden en lo alto por
encima de la estrella más solitaria en su lejanía, son creaciones de la
humildad. Porque las torres no son altas sino cuando las miramos desde abajo; y los
gigantes no son gigantes sino más grandes que nosotros. Toda esa imaginación de
lo gigantesco, que es quizá el más vigoroso de los placeres del hombre, en el
fondo es enteramente humilde. Sin humildad es imposible gozar de nada; ni aun de
la soberbia”.
La
Iglesia se horizontaliza porque ya no hay gigantes, y el que se humilla no se
hace tierra porque crea que lo hace ante un cielo. El que ahora se humilla lo
hace no por ser criatura ante Dios, sino hombre entre los hombres.