Tenían presente el
horizonte deseado, aunque no frente a sus ojos. En ese horizonte estaba el
cielo, y en ese cielo su destino cabe Dios, en Dios. Confesaban la verdad sin
temor, y tampoco temían derramar su amor por el prójimo, en especial los más
cercanos, los otros cristianos, los otros cristos como ellos que compartían el
dolor de esta vida. El horizonte se presentaba oscuro en el mundo, pero
luminoso en el alba prometida pues tenían en sus manos la victoria de la fe.
Sabían dar porque no se olvidaban de que habían recibido. Fe, Esperanza y
Caridad eran tres pero una sola cosa indivisible, como la Trinidad de Dios.
Creían, esperaban y amaban. Eran verdaderos cristianos. Y por eso los
perseguían y mataban. El mundo no era para ellos, los que amaban el mundo no
los toleraban.
Hay palabras que
nos invitan a reflexionar sobre nosotros mismos en estos tiempos oscuros que
vivimos. Decimos oscuros no tanto porque nos rodeen las tinieblas, sino porque
nosotros no somos capaces de ver. Se nos habla ahora mucho de la pobreza, de la
caridad y de la humildad, y se lo hace con hipocresía y engaño. Nosotros, en
cambio, no hablamos de la pobreza y de la caridad. Pero no porque las deseamos
y practicamos, sino porque las olvidamos. Indiferentes en nuestras ocupaciones
mundanas o en nuestras ocupaciones celestes, y ocupados en ver lo que los otros
hacen o dejan de hacer, ¿podemos pensar en esas cosas? Nuestra caridad, como
nuestra fe, no tiene reemplazantes. El prójimo, tampoco. Si no amamos al
prójimo, a quien vemos, ¿cómo amar a Dios, a quien no vemos? El problema es que
dejamos de ver al prójimo, para ocuparnos de “grandes cosas”. Y el problema del
que no ve es que no comprende. Y aún peor: no desea comprender. Quizá muchos
terminen diciéndose entre sí: “Vagábamos en las tinieblas y creíamos caminar en
la luz” (como escribió Alberto Rougés en carta a Juan Alfonso Carrizo).
He aquí un texto para
recordar en estos tiempos confusos que parecen devastar todo vestigio de
sincera y gratuita caridad cristiana, unas palabras de los primeros tiempos,
cuando nuestros hermanos en Cristo mostraban este amor en concreto:
“La multitud de
los fieles tenía un mismo corazón y una misma alma, y ninguno decía ser suya
propia cosa alguna de las que poseía, sino que tenían todas las cosas en común.
Y con gran fortaleza los apóstoles daban testimonio de la resurrección del
Señor Jesús y gracia abundante sobre todos ellos. Porque no había entre ellos
persona pobre, pues todos cuantos poseían campos o casas, los vendían, traían
el precio de las cosas vendidas, y lo ponían a los pies de los apóstoles; y se
distribuía a cada uno según la necesidad que tenía”.
(Los Hechos de los
Apóstoles, IV, 32-35).
También se dice
algo parecido en este otro pasaje:
“Vendían sus
posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada
uno. Todos los días perseveraban unánimemente en el Templo, partían el pan por
las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a
Dios, y amados de todo el pueblo; y cada día añadía el Señor a la unidad los
que se salvaban”.
(Los Hechos de los
Apóstoles, II, 45-47).
Pongo un espejo y
no reconozco lo que somos nosotros al mirar a aquellos primeros cristianos,
miro hacia lo que somos en la Fraternidad y no encuentro esa hermandad sino en
el nombre, apenas en el nombre. Nos jactamos de la integridad de nuestra fe, de
la unción de nuestros venerables sacramentos, de nuestras nuevas iglesias, y
luego regresamos a nuestra exclusiva y miserable condición sin haber reconocido
en los hermanos sus necesidades, sus carencias, sus desdichas. Nos vamos a
charlatanear o nos volvemos al hogar sin haber reconocido la pobreza o el dolor
en quien Cristo nos puso a nuestro lado. Creemos ser una comunidad, pero sólo
somos conocidos que no se conocen, peatones que se cruzan sin verse, extraños
que no se comprenden, dispuestos a conservar nuestra gran independencia dentro
de este mundo al que nos negamos a repudiar. A veces nos parecemos a los amigos
de Job, con nuestro aire de suficiencia. Tenemos nuestras aficiones y gustos
bien dispuestos, nuestras malas costumbres y nuestro miserable ego, imposibles
de sacrificar, excepto en la diatriba apasionada de la politiquería, la crítica
inútil o el acomodo a una rutina religiosa sin interioridad. Y luego dejamos de
hablar cuando debemos hacerlo, de dar testimonio con la palabra y con los
hechos. Nuestro ideal no es la santidad, sino el cumplimiento del precepto y la
agradable vida social que no significa otra cosa que la evasión de ese ideal
que preferimos lo tomen en serio los sacerdotes y los religiosos. Y quizás
ellos no lo tomen en serio porque nosotros ni siquiera se lo recordamos con
nuestra propia vida. Y así la caridad se enfría y la fe se resquebraja y la
palabra se debilita y ya ni siquiera queda la proclamación de la palabra recta,
santa y viril de quienes deben públicamente declararla.
Dijo San Jerónimo:
“¿De qué sirve revestir los muros con piedras preciosas, si Cristo se muere de
hambre en la persona del pobre?”. Hay quienes en sus necesidades recurren con
mayor fruto –o menor desventura- a quienes ni siquiera son católicos que a
aquellos que se supone son sus hermanos en el lazo más fuerte del espíritu.
Creemos que somos cristianos, ¿pero lo somos? Dispersos en nuestra propia e
importantísima “realización”, olvidamos que no somos del mundo ni tenemos aquí
nuestra patria. Pero poco a poco, sutilmente, sin arrebatos, el liberalismo ha
ido penetrando en nuestros hábitos, y luego, en nuestra mente. ¿Son conscientes
las autoridades de la Fraternidad de esto, o más bien lo han permitido
silenciosamente, por no saber ver? ¿Son capaces de ver el liberalismo y la
tibieza que se expande entre los fieles, tal vez debido a la falta de
vigilancia de los sacerdotes, perdidos en un aburguesamiento sutil? ¿Se darán
cuenta de cuántas ovejas se han salido silenciosamente del corral, ninguna de
las cuales los pastores a imitación del “Buen Pastor” han ido a buscar o tan
siquiera intentado comprender por qué ya no están? La falta de caridad –en
primer lugar para con Dios y el amor de su Sabiduría- le abrió la puerta a la
sabiduría mundana, a la especulación vanidosa y a los cálculos políticos y
conveniencias personales, tras lo cual aparecieron la debilidad de la fe, la
ceguera doctrinal, el lenguaje ambiguo, la tibieza, la intolerancia en la
práctica y la tolerancia del error. No es sorprendente lo que está ocurriendo
hoy con la Fraternidad. Lo que tal vez puede sorprender es que sean tan pocos
los que lo vean o se animen a decirlo. Pero es necesario que así suceda. El
espíritu puramente exterior, espíritu cerrado, de partido, se volvió sobre sí
mismo, haciendo de lo que debía ser un medio, un fin. El espíritu del fariseo
empezó a ocuparse del pobre publicano, del modo que ya sabemos. Pero nosotros
¿hemos visto al publicano?
Desde los tiempos
apostólicos, lo sabemos, la fe y la caridad se han ido enfriando y diluyendo
cada vez más. Dolorosamente lo comprobamos. Pero ese descenso nos permite
entender mejor que a medida que los tiempos se parecen más a cuando la religión
enferma del fariseísmo cerró sus ojos, y para no ver a Nuestro Señor lo
mató, de igual modo el pequeño rebaño de
Nuestro Señor se verá fortalecido en su Fe, su Esperanza y su Caridad, en la
medida en que menos cosas lo aten a este mundo que hiede a muerte. Entonces se
sabrá que la fe custodiada sin descanso y el dolor plenamente asumido en la
verdadera caridad habrá sido la más fuerte arma de unión con Cristo y los
hermanos, y entonces la esperanzada victoria de los desdichados estará cerca,
sobre un horizonte oscuro a punto de ser claro.