“De la discusión nace la luz, dice un lugar común.
Ese es también un pensamiento de dialéctica, que ve en la estrechez de una
hendidura en la roca, no la dificultad, sino la propia fuente. La luz sólo
puede nacer en el objeto luminoso, y la discusión sólo puede dificultar la
llegada del rayo luminoso al sujeto. Si yo pronunciara una conferencia de media
hora sobre los progresos de la luminotecnia, empleando lámparas a gas, dudo que
los oyentes se sintieran más iluminados que si me decidiera a apretar
simplemente un interruptor. El elogio de la discusión se basa en la idea de que
es necesaria la interposición entre el sujeto y el objeto, de un segundo
sujeto, y que solamente de ese dualismo de sujetos, de esa posibilidad de
dialogar, saldrá la realidad plena del objeto. Este fenómeno es una vez más, la
sustitución de la verdad por la opinión. Una cosa en que dos sujetos estuvieran
de acuerdo es más verdadera por eso, o sólo es verdadera entre ellos por eso.
De ahí nace el mito, que es una cosa sobre la cual mucha gente está de acuerdo,
pero que no importa si corresponde a alguna objetividad absoluta.
Los contrasentidos de la dialéctica son monótonos,
y por cualquier aspecto en que se tome la cuestión se llega a resultados
parecidos. Se abandona al mito para hablar en la discusión, y surge el mito
como resultado. Se comienza a hablar de luz, y se concluye hablando nuevamente
con opiniones. Dirá el lector que estoy obsesionado por dos o tres ideas, y que
por eso ellas vuelven a mí sin cesar; pero me defiendo: quien está obsesionado
no soy yo, es el mundo no cristiano que insiste en ver en la dialéctica, en la
contradicción, en el subjetivismo, en la discusión, las raíces de su sabiduría.
Esta objeción ataca a veces a los mismos católicos,
que acaban por pensar también que de la discusión nace la luz, y por eso se
juzgan obligados a discutir su doctrina por las esquinas de la incredulidad
como una forma de apostolado. Con ese modo de pensar, ninguno de nosotros
tendría sosiego: tendríamos que conocer todas las ramas de la ciencia, prever
todos los aspectos de la mala voluntad, para saber en cada ocasión cómo
responder al ataque del adversario, tendríamos que ser esgrimistas de la verdad
cristiana, conocer lances secretos, y saber manejar mejor que nadie el florete
de la retórica.
Días atrás, un individuo medianamente instruido, un
médico de algún renombre, viendo en mi estante unos pocos volúmenes de
Teología, me preguntó con toda sinceridad si yo no corría el riesgo de perder
la Fe con la lectura de aquellos tratados. En su idea –que tal vez aun hoy
conserve como una de sus más robustas convicciones- religión es fervor
voluntarista metido dentro de los nervios o nacido de disposiciones
fisiológicas del sujeto. (…)
La luz no nace de la discusión. San Ambrosio dice
que el pecado entró en el mundo porque Eva discutió al Verbo Eterno, y dialogó
con el tentador. Hay también en el Evangelio de San Mateo un pasaje que siempre
me sorprendió: Simón Pedro intenta discutir la Pasión del Señor, y oye una palabra
terrible de Cristo: Vade retro, Satana!
La respuesta me parecía desproporcionada, irritada,
porque al final de cuentas, Pedro había hablado sobre el propio interés del
Señor Jesús, intentando ahorrar su sangre. Pero ahora veo que Simón Pedro
estaba haciendo dialéctica delante de la Pasión. Más tarde el mismo Pedro
querrá discutir el Lavatorio de los pies, y nuevamente es advertido de que no
tendrá parte en el Reino, si insistiera en sus opiniones personales.
No se debe sacar como conclusión, no obstante, por
lo que dije antes, que nosotros afirmamos un fervor irracionalista y que nos
faltan palabras para ayudar al prójimo en sus dificultades intelectuales.
Afirmamos, al contrario, con todas nuestras fuerzas, la credibilidad del dogma,
sostenemos que la inteligencia humana está adecuada a la Fe, garantizamos
recursos para aclarar y enseñar. Vamos aún más lejos, afirmando que los
católicos poseen el único recurso. Exigimos no obstante, la buena voluntad,
para que nuestra conversación tienda hacia una conversión, para que nuestra
pedagogía no se transforme en “ping-pong” de malicias. La condición
indispensable para la transmisión de una palabra cristiana es el deseo
verdadero de oír”.
Gustavo CorÇao, “El descubrimiento del otro”.