Si tuviera que predicar un solo sermón
Por G. K. Chesterton
Si tuviera que predicar un solo sermón, sería contra
el orgullo. Cuanto más veo lo que ocurre en esta vida, y especialmente en la
vida moderna, práctica y experimental, más me convenzo de la realidad de las
antiguas tesis religiosas: que todo el mal comenzó con una tendencia a la
superioridad; en un momento en que, bien se podría argumentar, el cielo se
partió como un espejo porque hubo un gesto despectivo en el Paraíso.
Lo primero que debemos notar cuando consideramos
esta idea es algo curioso. De todas las ideas semejantes, es la que
generalmente se descarta más en teoría y la que universalmente se acepta más en
la práctica. Los hombres modernos imaginan que tal idea teológica está muy alejada
de ellos; y, presentada como idea teológica, probablemente esté alejada de
ellos. Pero realmente está muy cerca de ellos para que la reconozcan. Forma
parte de sus mentes, de sus instintos, de su moral, casi podría decir de sus
cuerpos, de una manera tan completa, que la dan por supuesta y actúan
impulsados por ella aun antes de pensar en ella. Es la idea moral más popular y
no obstante es casi enteramente desconocida como idea moral. Ninguna verdad es ahora
tan poco conocida como verdad, ni tan conocida como hecho.
Hagamos que el hecho atraviese una prueba trivial
pero no por eso desagradable. Supongamos que el lector o el escritor
(preferiblemente) va a un bar o a cualquier lugar público de intercambio
social; un subterráneo o un autobús pueden servir lo mismo, salvo que en contadas
oportunidades permiten un intercambio tan largo y filosófico como la antigua
taberna.
De todas maneras, supongamos cualquier lugar donde
se reúnen personas diversas pero comunes; en su mayoría pobres, porque la
mayoría es pobre, algunos en situación económica más o menos cómoda, pero más
bien del tipo mal llamado simple; un puñado de seres humanos del término medio.
Supongamos que el investigador, acercándose
amablemente a este grupo, inicia la conversación de una manera simpática
diciendo: "Los teólogos opinan que lo que dislocó el plano providencial y
frustró la alegría y la consumación del cosmos fue que una de las inteligencias
angélicas superiores trató de convertirse en el objeto supremo de la adoración,
en lugar de encontrar su alegría natural en adorar." Después de hacer estas
observaciones, el investigador mirará a la concurrencia, con esperanza y
satisfacción, esperando la corroboración, al tiempo que solicita algunas
bebidas que correspondan al lugar y a la hora, o quizás ofrezca cigarrillos y
cigarros a todos los presentes, para fortificarlos contra el esfuerzo.
En cualquier caso podemos admitir, correctamente,
que tal concurrencia tendrá que hacer algún esfuerzo para aceptar la fórmula
tal como la hemos visto. Sus comentarios probablemente serán desarticulados y
desconectados, ya adquieran la forma de "Lorlume" (hermoso pensamiento,
aunque un tanto oculto por la pronunciación), o bien "Gorblimme"
(imagen más sombría pero afortunadamente más oscura), o simplemente la poco
afectada forma de "caramba"; declaración completamente libre de toda
enseñanza doctrinal y sectaria, como es nuestra educación estatal obligatoria.
Resumiendo, quien intente exponer esta teoría como tal al común de la
población, sin dudarlo descubrirá que está hablando un idioma desconocido.
Aunque exponga el tema en su forma simple, diciendo que el orgullo es el peor
de los siete pecados capitales, sólo producirá la impresión vaga y un tanto
desfavorable de que está dando un sermón. Pero sólo está predicando lo que
todos los demás ya practican, o al menos lo que todos desean que los demás
practiquen.
Dejemos al investigador científico que cultive la
paciencia de la ciencia. Dejemos que se demore -o por lo menos, que yo lo haga-
en el lugar de entretenimiento público, cualquiera que éste sea y tome nota
cuidadosamente (de ser necesario, en un cuaderno) de la manera como los seres
humanos comunes hablan unos de otros, realmente. Dado que es un investigador
científico con un cuaderno de notas, es muy probable que nunca antes haya visto
a los seres humanos comunes. Pero, si escucha con atención, observará cierto
tono que se adopta al hablar de los amigos, de los enemigos, de los conocidos;
un tono que, en suma, es honrosamente cordial y considerado, aunque no carente
de simpatías y antipatías. Escuchará abundantes alusiones, que a veces lo
dejarán asombrado, a las famosas debilidades del viejo Jorge; mas también
escuchará muchas disculpas y cierto orgullo generoso al admitir que el viejo
Jorge es todo un caballero cuando está bebido, o que le contestó oportunamente
al vigilante. Algún idiota célebre, que siempre está descubriendo ganadores que
jamás ganan, será tratado con un desprecio casi cariñoso; y especialmente entre
los pobres, notará un patetismo verdaderamente cristiano cuando se refieren a
aquellos que han tenido "inconvenientes" por hábitos como el robo o
el crimen menor.
Y mientras todas estas personas extrañas son
convocadas como fantasmas, por mediación del chismorreo, el investigador
gradualmente se formará la impresión de que estos hombres comunes sienten
aversión por una clase de hombre, quizás sólo una clase, tal vez un solo hombre.
Las voces adquieren un tono muy diferente cuando hablan de él; se endurecen, se
solidifican en la desaprobación y se nota que el aire se enfría. Y todo esto
resultará muy extraño porque, según las corrientes modernas de acción social o
antisocial en boga, no será nada fácil decir por qué ese hombre es un monstruo
tal; o qué es exactamente lo que le ocurre. Sólo se insinuará de manera
peculiar que hay un caballero que erróneamente está convencido de que la calle
le pertenece; o, a veces, que el mundo le pertenece; entonces, uno de los
críticos sociales dirá: "Viene aquí y se cree Dios todopoderoso."
Entonces el investigador científico cerrará su cuaderno de notas con un
golpecito y se retirará de la escena, posiblemente después de pagar las copas
que puede haber bebido por la causa de la ciencia social. Logró lo que quería. Intelectualmente,
ha sido justificado. El hombre de la taberna ha repetido precisamente, palabra por
palabra, la fórmula teológica que define a Satanás.
El
orgullo es un veneno tan fuerte que no sólo envenena las virtudes; también a
los otros vicios. Eso es lo que sienten los pobres hombres de los bares cuando
toleran al borracho, al jugador y hasta al ladrón, mas sienten que hay algo
endemoniadamente malo en el hombre que pretende parecerse a Dios todopoderoso.
Y todos sabemos que el pecado de orgullo tiene el curioso efecto de congelar y
de endurecer los demás pecados.
Un hombre puede ser muy susceptible y algo libertino
en temas sexuales, puede desgastarse en pasiones pasajeras y sin valor, dañando
su alma; pero conserva algo que hace que la amistad con su propio sexo sea
posible y hasta leal y satisfactoria. Pero en cuanto ese hombre considera su
propia debilidad como una fuerza, entonces cambiará completamente. Será el
"matador de mujeres"; el más bestial de todos; el hombre a quien su
propio sexo casi siempre tiene el saludable instinto de odiar y despreciar.
Un hombre puede ser naturalmente perezoso y un poco
irresponsable; puede desatender muchos deberes por descuido, y sus amigos
pueden comprenderlo, mientras sea un descuido realmente descuidado. Pero es el
Diablo cuando se convierte en un descuido cuidadoso.
Es el Diablo y todo lo demás cuando se convierte en
un bohemio premeditado y consciente de sí mismo, que pide en su gorra por
principio, que roba a la sociedad en nombre de su propio genio (o mejor, de su
propio convencimiento de su propio genio), que impone impuestos al mundo como
un rey con el argumento de que es un poeta, y desprecia a hombres mejores que
él, que trabajan para que él gaste. No es una metáfora decir que es el Diablo y
todo. Por la misma antigua y hermosa fórmula religiosa, es todo del Diablo.
Podríamos recorrer un sinnúmero de tipos sociales
que ilustran la misma verdad espiritual. Sería sencillo señalar que hasta el
avaro que está avergonzado medianamente de su locura es un tipo más humano y
más simpático que el millonario que se jacta y alardea de su avaricia y la
llama cordura, sencillez y vida activa. Sería fácil señalar que hasta la
cobardía, como simple colapso nervioso, es mejor que la cobardía como ideal y
teoría del intelecto; y que una persona verdaderamente imaginativa sentirá más
simpatía por los hombres que, como el ganado, se rinden a lo que saben, que la
que pueden sentir por cierta clase particular de pedante que predica algo que
él llama paz. Los hombres odian la pedantería porque es la forma más árida del
orgullo.
Así, existe una paradoja en toda actitud. Se dejó de
lado la idea espiritual del mal del orgullo, especialmente el orgullo
espiritual, por ser parte del misticismo innecesario a la moral moderna, que
debe ser puramente social y práctica. Y en verdad, esa idea es especialmente
necesaria, porque la moral es social y práctica. Suponiendo que no
necesitáramos cuidarnos de nada, salvo de hacer felices a las demás personas,
esto es precisamente lo que los hará desdichados. La causa práctica contra el
orgullo, como fuente de malestar y discordia social, de ser posible, es más evidente
en sí misma que la causa más mística contra él, en tanto exalta al yo contra el
alma del mundo. Y no obstante, aunque esto se ve en todos los aspectos de la
vida moderna, muy poco se dice de esto en la literatura moderna y en la teoría
ética. Realmente, buena parte de la literatura y de la moral modernas podrían
haber nacido especialmente para animar el orgullo espiritual. Veintenas de
escribientes y de sabios están muy ocupados escribiendo sobre la importancia de
la cultura y de la comprensión de uno mismo; sobre cómo debe enseñarse al niño
a desarrollar su personalidad (sea ello lo que fuere); sobre cómo cada hombre
debe dedicarse al éxito y cada hombre que ha logrado el éxito debe dedicarse a
desarrollar su personalidad magnética y dominante; sobre cómo cada hombre puede
convertirse en un superhombre (a través de un curso por correspondencia) o, en
el tipo de ficción más sofisticada y artística, cómo un superhombre superior en
particular puede aprender a despreciar a la simple multitud de superhombres comunes,
que forman la población de ese mundo particular. La teoría moderna, en su
conjunto, tiende a fomentar el egoísmo. Pero no debemos alarmarnos por eso. La
práctica moderna, como es exactamente igual a la antigua, sigue desaprobándolo
con entusiasmo. El hombre de la personalidad fuerte y magnética sigue siendo el
hombre a quien todos los que lo conocen desean calurosamente sacar a puntapiés
del club. El hombre que se encuentra en un estado agudo de comprensión de sí
mismo no es más agradable en el club que en el bar. Hasta el club más ilustrado
y científico puede adivinarle la intención a un superhombre, y comprender que
se ha convertido en alguien muy "pesado". Es en la práctica donde la
filosofía del orgullo se hace añicos, por la prueba de los instintos morales de
un hombre dondequiera se reúnan dos o tres; y la simple experiencia de la
humanidad moderna responde a la herejía moderna.
Realmente, hay otra experiencia práctica, por todos
conocida, más pujante y vívida que la falta de popularidad del matasiete y del
tonto presuntuoso. Sabemos que existe algo llamado egoísmo, que es mucho más
profundo que el egotismo. De todas las enfermedades espirituales, es la más
intangible y la más intolerable. Se dice que está unida a la histeria; a veces,
parece ser una cualidad de los poseídos por los demonios. Es esa condición en
la cual la víctima hace millares de cosas diferentes, impulsada por un motivo
invariable de una vanidad devoradora; y está de malhumor o sonríe, calumnia o
elogia, conspira e intriga, o se queda quieta y no hace nada, todo en una
vigilia permanente, que observa el efecto social de una sola persona.
Me deja mudo que en el mundo moderno, que habla
irrespetuosamente de psicología y de sociología, de la tiranía con que nos
amenazan unos pocos infantes de mente débil, de envenenamiento alcohólico y del
tratamiento de los neuróticos, de medio millar de cosas que están en torno al
tema, mas nunca en el centro; me deja mudo, repito, que estos modernos tengan tan
poco que decir de una condición moral que envenena a casi todas las familias y
a casi todos los círculos de amigos. Casi no hay ningún psicólogo que tenga algo
que decir del tema, que resulte tan ilustrativo como la exactitud literal de la
antigua máxima del sacerdote: que el orgullo es del Infierno. Pues en estas
palabras antiguas hay algo poderosamente vívido y aterradoramente exacto en lo
que se refiere a esta locura en su peor aspecto, que la hace más apta que
ninguna otra. Y como digo, los cultos se dispersan en discursos sobre la bebida
o el tabaco, sobre la iniquidad de los vasos de vino o el increíble carácter de
los bares. La obra más injusta de este mundo no está simbolizada por un vaso
de vino sino por un espejo; y no se realiza en las tabernas, sino en la más
privada de todas las casas: una casa de espejos.
Quizás no se dé a esta frase la interpretación
correcta; pero comenzaría mi sermón diciendo a la gente que no se divierta. Les
diría que disfrutaran los bailes, las representaciones teatrales, los paseos,
el champaña y las ostras, el jazz y los tragos largos y los clubes nocturnos,
si no pueden disfrutar de nada mejor; que disfruten de la bigamia, del robo y
de cualquier delito si lo prefieren a la otra alternativa; pero que nunca
aprendan a gozar de ellos mismos. Los seres humanos son felices mientras
conservan el poder receptivo y el poder de reaccionar con sorpresa y gratitud a
algo exterior. Mientras posean esto, tienen, como siempre lo han dicho los más grandes
genios, ese algo que está presente en la niñez y que puede preservar y
vigorizar la virilidad. En cuanto el yo interior se siente
conscientemente como algo superior a cualquiera de los dones, o a cualquiera de
las aventuras de que puede disfrutar, aparece una especie de melindrería que se
devora a sí misma y un desencanto por anticipado, que cumple con todos los emblemas
infernales del ser y de la desesperación.
Fácilmente
pueden surgir complicaciones en un debate como éste. Esas dificultades surgen del
accidente de que las palabras se usan con distintos significados; y a veces, no
sólo distintos sino también contradictorios. Por ejemplo, cuando decimos que
alguien "está orgulloso" de algo, un hombre de su esposa, o un pueblo
de sus héroes, en realidad queremos decir algo que es lo opuesto a orgullo.
Pues el hombre piensa que se necesita algo fuera de él mismo para darle más gloria;
y esa gloria se recibe en realidad como un don. De la misma manera, la palabra resultará engañosa
si digo que el elemento peor y más depresivo, entre los elementos mezclados del
presente y del futuro inmediatos, me parece que es un elemento de descaro. Pues
hay un tipo de descaro que a todos les resulta divertido y hasta fortificante;
tal como el descaro del chiquillo dela calle. Pero, en este caso, otra vez, las
circunstancias quitan al asunto su verdadero carácter. Esa cualidad que
comúnmente llamamos "tupé" no es una afirmación de superioridad, sino
más bien un intento descarado de equilibrar la inferioridad.
Cuando nos acercamos a un noble muy poderoso y muy
rico, y graciosamente le inclinamos el sombrero sobre los ojos (como
acostumbramos), no sugerimos que nosotros mismos estamos por encima de todas
las tonterías humanas, sino por el contrario, que somos capaces de ellas, y que
él también debiera tener una experiencia de ellas más amplia y rica. Cuando a
un duque de sangre real le damos un suave puñetazo en el chaleco, como una
broma, no nos estamos tomando demasiado en serio, sino, quizás, no lo tomamos a
él demasiado en serio, como comúnmente se piensa que debe ser. Este tipo de
descaro puede quedar abierto a la crítica y sin duda resulta peligroso. Pero
existe un tipo de descaro agresivo intelectual, que en verdad se trata a sí
mismo como si fuera intangible a la réplica y al juicio ajeno; y entre las
nuevas generaciones y los nuevos movimientos sociales hay muchos que caen en
esta debilidad fundamental. Es una debilidad, pues establece simplemente de
manera permanente el creer en lo que aun los vanos y los tontos sólo pueden
creer a tontas y a locas, pero en lo que todos los hombres desean creer y a
menudo son demasiado débiles para creer: que ellos mismos constituyen la norma
suprema de las cosas. El orgullo consiste en que un hombre hace de su personalidad
la única prueba, en lugar de hacer que la verdad sea la prueba. No es orgullo
querer hacer las cosas bien, o aun querer lucir bien, de acuerdo con una prueba
verdadera. Es orgullo creer que algo luce mal porque no luce como algo
característico de uno mismo.
Ahora bien, en el oscurecimiento general de las
normas claras y abstractas, existe hoy una tendencia marcada: cualquier
muchacho (o muchacha) puede caer en esa prueba personal, simplemente porque
carece de una prueba personal digna de confianza. Al no haber una norma segura
para que el yo se adapte a ella, todas las normas deben adaptarse al yo. Pero
el yo, en cuanto yo, es algo muy pequeño y a veces muy semejante a un
accidente. De ahí surge una nueva clase de estrechez, que existe especialmente
en aquellos que se jactan de su amplitud. El escéptico se siente demasiado
grande para medir la vida por las cosas más grandes; y termina por medirla por
la más pequeña de todas. Ahí se produce también una especie de osificación
subconsciente, que endurece la mente no sólo contra las tradiciones del pasado,
sino hasta contra las sorpresas del futuro. Nil admirari se convierte en el
lema de todos los nihilistas; y termina, en el sentido más amplio y exacto, en
nada.
Si tuviera que predicar un solo sermón, sin duda no
podría terminarlo honrosamente sin declarar cuál es, a mi entender, la sal y la
salvaguardia de todas estas cosas. Es sólo una entre las miles de cosas en que
descubrí que tiene razón la Iglesia católica, mientras que el mundo entero tiende
perpetuamente a estar equivocado; y sin su testimonio creo que este secreto,
que es al mismo tiempo un sano juicio y una sutileza, quedaría casi totalmente
olvidado de los hombres. Yo sé que apenas había tenido noticias de la humildad
positiva hasta que me encontré dentro del alcance de la influencia católica; y
hasta lo que más amo -la libertad y la poesía de la isla de Inglaterra-, en
relación con esto, había perdido el camino y estaba envuelta en una niebla de autoengaño.
Realmente no hay mejor ejemplo de la definición del
orgullo que la definición de patriotismo. Es el más noble de todos los afectos
naturales, exactamente mientras consista en decir: "Que yo sea digno de
Inglaterra."
El comienzo de una de las formas más ciegas del
fariseísmo es cuando el patriota se contenta con decir: "Soy inglés."
Y no puedo considerar un accidente que el patriota generalmente haya visto la
bandera como una llama en una visión, más allá y mejor que él mismo, en países
de tradición católica como Francia, Polonia o Irlanda; y se haya quedado fijo
en esa herejía de admirar simplemente su propia casta y su tipo hereditario, y
a él mismo como parte de todo eso, en los lugares más remoto que no comparten
esa religión, sea Berlín o Belfast.
En suma, si tuviera que predicar sólo un sermón,
sería uno que seguramente irritaría profundamente a la congregación al hacerle
notar el desafío permanente de la Iglesia. Si tuviera que predicar sólo un
sermón, tendría la absoluta seguridad de que no me pedirían que dijera otro.