MONSEÑOR
JUAN STRAUBINGER
En San
Mateo XVIII, 1-4 y en San Marcos X, 14-15, etc., Jesús declara que los mayores
de su Reino serán los niños y que no entrarán en ese Reino los que no lo
reciban como un niño. Como un niño. He aquí uno de los alardes más exquisitos
de la bondad de Dios hacia nosotros, y a la vez uno de los más grandes
misterios del amor, y uno de los puntos menos comprendidos del Evangelio;
porque claro está que si uno no siente que Dios tiene corazón de Padre, no
podrá entender que el ideal no esté en ser para El un héroe, de esfuerzos de
gigante, sino como un niñito que apenas empieza a hablar.
¿Qué
virtudes tienen esos niños? Ninguna, en el sentido que suelen entender los
hombres. Son llorones, miedosos, débiles, inhábiles para todo trabajo,
impacientes, faltos de generosidad, y de reflexión y de prudencia;
desordenados, sucios, ignorantes, y apasionados por los dulces y los juguetes.
¿Qué
méritos puede hallarse en semejante personaje? Precisamente el no tener
ninguno, ni pretender tenerlo robándole la gloria a Dios como hacían los
fariseos (cfr. San Lucas XVI, 15; XVIII, 9 ss.). Una sola cualidad tiene el
niño, y es el no pensar que las tiene. Eso es lo que arrebata el corazón de
Dios, exactamente como atrae el de sus padres; es lo que Jesús alaba en
Natanael (San Juan I, 47): la simplicidad, el no tener doblez. Simple quiere
decir "sin plegar” es decir sin repliegues ocultos, sin disimulo, o sea
sin afectar virtudes, ni ocultar las faltas para quedar bien, sino al
contrario, mostrándose a su madre con sus pañales como están, sabiendo que sólo
ella puede lavarlo, y entregándose totalmente a que su padre lo lleve de la
mano, porque cree en el amor de su padre; y por eso, no dudando de cuanto él le
dice, no pretende tener para sí la ciencia del bien y del mal".
En el
momento en que la malicia entra en el corazón del niño, pierde automáticamente
la docilidad, porque la serpiente sembró en él, como en Eva, la duda contra su
padre. Así empezamos todos a desconfiar de la bondad, del amor y de la
sabiduría de nuestro Padre celestial, y entonces su Reino ya no puede ser
nuestro.
Entonces
empezamos a ambicionar sabiduría y virtudes propias, como los fariseos. Cuando
el niño comienza a valerse por sí mismo, deja de necesitar a sus padres y
naturalmente se aleja de ellos, es decir, pierde ese contacto permanente que
con ellos tenía mientras necesitaba que lo lavasen, lo vistiesen, le diesen de
comer y lo llevasen de la mano. Ese contacto que era, al mismo tiempo que el
sumo bien para el niño, la suma alegría para sus padres.
Con
respecto a Dios, esa autonomía o suficiencia no nos llega a ninguna edad,
porque sin Cristo no podemos nada, ni saber, ni pensar, ni obrar, ni menos
gloriamos de nuestros méritos o virtudes. De ahí que Santa Teresita quería no
crecer nunca, quería seguir siendo siempre niña delante de Dios.
El niño se
deja formar, como María, que primero dice: Hágase en mí según tu palabra (Luc.
I, 38) y después de haberse entregado, "bienaventurada por haber creído
(Luc. I, 45), proclama que todos la felicitarán "porque el Poderoso, el
Santo, el Misericordioso hizo en ella grandezas" (Luc. I, 48 y ss.). No
hizo Ella grandezas, sino que se las hicieron.
El día en
que el hombre deja de ser niño y se siente capaz de hacer por sí mismo algo
sobrenaturalmente bueno, se coloca automáticamente fuera del Reino de Dios, según
lo vemos en las palabras de Jesús. Porque El nos dijo que nadie es bueno, sino
Dios solo (Luc. XVIII, 19). Y Dios no quiere rivales que le disputen su
santidad. Quiere hijos pequeños, hermanos del Hijo grande Jesucristo (Rom.
VIII, 29) que en todo vivan de lo que les dé su Corazón paterno, como lo
practicó Jesús, que no daba un paso sin repetir que todo lo recibía del Padre.
El que
quiere rivalizar con Dios en virtudes, es porque quiere rivalizar con El en
méritos y en gloria, como nos lo enseñó Jesús en la parábola del fariseo y el
publicano. Y en esta materia, la “negación de sí mismo" tiene que ser
total y absoluta. Por eso la humildad cristiana consiste en ser así, como los
niños... y en no ser como esclavos.
(Espiritualidad Bíblica, Editorial
Plantín, Buenos Aires, 1949)