LA
REVOLUCIÓN
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Mons. De Segur. |
I
La
Revolución.- Lo que no es.
Palabra
es ésta muy elástica, y abúsase a cada paso de ella para alucinar las
inteligencias de los hombres.
Revolución,
en general, es cualquier cambio radical en las costumbres, ciencias, artes o
letras, y sobre todo, en la legislación y en el gobierno de las sociedades. En
religión y en política es el completo triunfo de un principio subversivo de
todo el antiguo orden social.
La
palabra Revolución se toma por lo regular en mal sentido: esta regla, sin
embargo, tiene excepciones. Así se dice: “El cristianismo causó una gran
revolución en el mundo, y esta revolución fue muy provechosa”. Lo mismo se
dice: “Ha estallado en tal o cual país una revolución que lo ha pasado todo a
sangre y fuego”. También esto es revolución, pero muy mala.
Hay
diferencia esencial entre una revolución y lo que desde hace un siglo se llama
LA REVOLUCIÓN. En todos tiempos ha habido en la sociedad humana revoluciones,
mientras que la Revolución es fenómeno del todo moderno.
Creen
muchos (porque así lo dicen en los periódicos) que todos los adelantos en
industria, comercio, bienestar; que todas las invenciones modernas en artes y
ciencias de sesenta años acá, se deben a la Revolución; que sin ella no
tendríamos telégrafos, ni ferrocarriles, ni vapores, ni máquinas, ni ejércitos,
ni instrucción, ni gloria; en una palabra, que sin la Revolución todo estaría
perdido, y que el mundo caería nuevamente en las tinieblas.
Nada
más falso. Si en tiempo de la Revolución se ha realizado algún progreso, no ha
sido obra suya. El gran sacudimiento que ha impreso al mundo entero habrá
precipitado sin duda en algunos casos el desarrollo de la civilización
material; pero en cambio, en muchos otros lo han hecho abortar. La Revolución,
considerada en sí misma nunca ha sido el principio de progreso alguno.
Tampoco
ha sido, como se nos quiere hacer creer, la libertad de los oprimidos, la
supresión de abusos inveterados, el mejoramiento y progreso de la humanidad, la
difusión de luces y conocimientos, la realización de todas las aspiraciones
generosas de los pueblos, etc.; y de esto nos convenceremos cuando a fondo la
conozcamos.
Ni
es la Revolución el grande hecho histórico y sangriento que trastornó a Francia
y aun a Europa al concluir el último siglo. Este hecho sólo fue un fruto, un
producto de la Revolución, que en sí es más bien una idea, un principio, que un
hecho. Es muy importante no confundir estas cosas.
¿Qué
es, pues, la Revolución?
II
Qué
es la Revolución, y cómo es cuestión religiosa más aún que política y social.
La
Revolución no es cuestión meramente política, sino también religiosa; y bajo
este punto de vista únicamente hablo aquí de ella. La Revolución es no
solamente una cuestión religiosa, sino la gran cuestión religiosa de nuestro
siglo. Para convencerse de ello, basta precisar las ideas y reflexiones.
Tomada
en su sentido más general, la Revolución es la REBELDÍA erigida en principio y
en derecho. No se trata del mero hecho de la rebelión, pues en todos tiempos la
ha habido: se trata del derecho, del principio de rebelión elevado a regla
práctica y fundamento de las sociedades; de la negación sistemática de la
autoridad legítima; de la apología de la misma; de la consagración legal del
principio de toda rebelión. Tampoco es la rebelión del individuo contra su
legítimo superior: esto se llama desobediencia; es la rebelión de la sociedad
como sociedad; el carácter de la Revolución es esencialmente social y no
individual.
Hay
tres grados en la Revolución:
1º.
La destrucción de la Iglesia como autoridad y sociedad religiosa, protectora de
las demás autoridades y sociedades; en este grado, que nos interesa
directamente, la Revolución es la negación de la Iglesia, negación erigida en
principio y fórmula como derecho; la separación de la Iglesia y el Estado, con
el fin de dejar a éste descubierto, quitándole su apoyo fundamental.
2º.
La destrucción de los tronos y de la legítima autoridad política, consecuencia
inevitable de la destrucción de la autoridad católica. Esta destrucción es la
última expresión del principio revolucionario de la moderna democracia, y de lo
que se llama hoy día la soberanía del pueblo.
3º.
La destrucción de la sociedad, esto es, de la organización que recibió de Dios:
o sea la destrucción de los derechos de la familia y de la propiedad, en
provecho de una abstracción que los doctores revolucionarios llaman el Estado.
Es el socialismo, la última palabra de la Revolución, la última rebelión,
destrucción del último derecho. En este grado, la Revolución es, o más bien
sería, la destrucción total del orden divino en la tierra, y el reinado
completo del demonio en el mundo.
Claramente
formulada primero por J. J. Rousseau, y después en 1789 y 1793 por la
Revolución francesa, la Revolución se mostró desde su origen, enemiga
implacable del Cristianismo. Sus furiosas persecuciones contra la Iglesia
recuerdan las del paganismo. Ha dado muerte a obispos, asesinado sacerdotes y
católicos, cerrado o destruido templos, dispersado las Órdenes religiosas, y
arrastrado por el fango las cruces y reliquias de los Santos. Su rabia se ha
extendido por toda Europa; ha roto todas las tradiciones, y hasta ha llegado a
creer por un momento que había destruido el Cristianismo, al que ha llamado con
desprecio: antigua y fanática superstición.
Sobre
todas esas ruinas ha levantado un nuevo régimen de leyes ateas, de sociedades
sin religión, de pueblos y de reyes absolutamente independientes. Desde hace un
siglo ya dilatándose más y más; crece y se extiende en el mundo entero,
destruyendo en todas partes la influencia social de la Iglesia, pervirtiendo
las inteligencias, calumniando al clero, y minando por su base todo el edificio
de la fe.
Desde
el punto de vista religioso, la Revolución puede definirse del modo siguiente:
Negación legal del reinado de Jesucristo en la tierra, destrucción social de la
Iglesia.
Combatir
la Revolución es, por lo tanto, un acto de fe, un deber religioso de la mayor
importancia, y además, de buen ciudadano y hombre de bien, pues así se defiende
la patria y la familia. Si los partidos políticos de buena fe y que conservan
su honra, la combaten desde sus puntos de vista, nosotros los cristianos
debemos combatirla desde los nuestros, que son mucho más elevados, pues
defendemos aquello que amamos más que la propia vida.
III
La
Revolución, hija de la incredulidad.
Basta
saber, para juzgar a la Revolución, si cree o no en Jesucristo. Si Cristo es
Dios hecho hombre, si el Papa es su Vicario, si la Iglesia es obra suya y es su
enviada claro está que tanto las sociedades como los individuos deben
obediencia a los mandamientos de la Iglesia y del Papa, que son mandatos del
mismo Dios. La Revolución, que establece como principio la independencia
absoluta de las sociedades respecto de la Iglesia, es decir, la separación de
la Iglesia y del Estado, declara con eso sólo,
que no cree en el Hijo de Dios, y está ya juzgada de antemano según el
Evangelio.
Resulta,
pues, que la cuestión revolucionaria es, en definitiva, una cuestión de fe. El
que crea en Jesucristo y en la misión de su Iglesia no puede ser
revolucionario, si es lógico; y cualquiera incrédulo o protestante dejará de
ser lógico si no adopta el principio apóstata de la Revolución, y no combate a
la Iglesia bajo su bandera; puesto que si la Iglesia católica no es divina,
usurpa de un modo tiránico los derechos del hombre.
Jesucristo,
¿es Dios? ¿Le pertenece todo poder en el cielo y sobre la tierra? Los Pastores
de la Iglesia y el Sumo Pontífice a su cabeza, ¿tiene por derecho divino y por
orden misma de Jesucristo la misión de enseñar a todas las naciones y a todos
los hombres lo que es preciso hacer o evitar para cumplir la voluntad de Dios?
¿Existe un solo hombre, príncipe o súbdito; existe una sola sociedad que tenga
el derecho de rechazar esta enseñanza infalible, o de sustraerse a esta alta
dirección religiosa? Ahí está todo. Es esta una cuestión de fe, de Catolicismo.
El
Estado debe obedecer a Dios vivo, lo mismo que la familia y el individuo. Es
cuestión de vida, tanto para el uno como para el otro.