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En 1972 la Organización Mundial de la Salud (OMS), el Banco Mundial y el Fondo
de Población de las Naciones Unidas crearon un grupo de trabajo que según uno
de sus integrantes, P. D. Griffin, tenía como misión investigar "el
desarrollo de vacunas para el control de la natalidad", claro eufemismo
para referirse a la vacuna anti-fertilidad en la que la Fundación Rockefeller
trabajaba desde 1960 además de financiar numerosos proyectos encaminados a
lograr una reducción drástica de la población del planeta. Empeño al que en los
últimos años se ha sumado la Fundación Bill y Melinda Gates con la colaboración
de la Alianza Mundial para las Vacunas e Inmunización de la que forman parte
ambas fundaciones, el propio Banco Mundial y buena parte de la industria
farmacéutica.
«Todos los niños que nazcan por encima de los
necesarios para mantener la población al nivel deseado deben perecer sin falta
a menos que se les haga espacio por la muerte de otras personas. Por tanto
debemos facilitar las acciones de la Naturaleza que provocan dicha mortalidad
en vez de soñar torpe y vanamente con impedirlas; y si nos asusta la aparición
demasiado frecuente de horribles hambrunas debemos facilitar e impulsar
diligentemente otras formas de destrucción que proporcione la Naturaleza».
(Thomas
Malthus. Ensayo sobre el principio de la población, 1798)
La
Fundación Rockefeller financió en la tercera década del pasado siglo XX una
investigación de George Washington Corner que permitió a éste estudiar en monos
el ciclo reproductivo descubriendo junto a Willard Myron Allen la progesterona
y estableciendo su mecanismo de acción en el ciclo menstrual y, por ende, su
potencial para controlar la natalidad. Solo unos años después -en el Informe
anual de la fundación correspondiente a 1933- se apuntaría ya la posibilidad de
aplicar aquellos estudios sobre reproducción animal en los humanos. El entonces
presidente de la misma, Max Mason, se había referido en múltiples ocasiones al
deseo de «su jefe» de conseguir una «anti-hormona» que permitiera reducir la
fertilidad en el mundo. Mason pensaba que «la solución definitiva al problema
(del control de la natalidad) podía muy bien estar en los estudios sobre
Endocrinología, particularmente en las antihormonas». Y de hecho el informe
anual del año siguiente fue mucho más explícito: «La Fundación Rockefeller ha
decidido centrar sus actuales esfuerzos en ciencias naturales en el campo de la
Biología experimental (…) El trabajo de investigación se centra en la
fisiología de la reproducción en monos, trabajo que se inició en la Universidad
John Hopkins en 1921 y que a partir de 1923 se continuó en la Universidad de
Rochester. Incluye estudios experimentales y observación del ciclo reproductivo
en ciertas especies de grandes primates en los que este ciclo es muy semejante
al de la especie humana. Se está estudiando el efecto de varias hormonas
reproductivas interrelacionadas».
Sépase
por cierto que la Universidad de Rochester se ha beneficiado durante mucho
tiempo de sustanciosas donaciones de la Fundación Rockefeller y que la
Universidad John Hopkins –en la que se halla la Escuela Bloomberg de Salud
Pública, considerada la mayor escuela de salud pública del mundo con 530
profesores a tiempo completo y 620 a tiempo parcial- fue creada en 1916 por el
patriarca de los Rockefeller y debe su nombre a las millonarias aportaciones
del actual alcalde de Nueva York Michael Bloomberg. Pues bien, esos estudios
con primates se convertirían en el germen de la investigación dirigida a
producir vacunas anti-fertilidad, contragestacionales o abortivas en las que
vamos a centrarnos en este artículo.
QUÉ SON Y CÓMO FUNCIONAN
Dentro
de la lógica militarista de la Medicina Moderna -que contempla las enfermedades
como una batalla entre microbios invasores y anticuerpos defensores- las
vacunas anti-fertilidad vendrían a ser “traidores” que convencen a una parte de
nuestro “ejército” para que se vuelva contra nosotros; concretamente contra
elementos claves de la reproducción. Vacunas- siempre desde esa concepción
oficial de la Medicina- que utilizarían el sistema inmunitario para crear
anticuerpos contra hormonas u otras moléculas asociadas al ciclo reproductivo,
tanto masculino como femenino, aunque en la mayoría de los casos la
investigación se ha centrado en las mujeres. ¿Y cómo se consigue que el sistema
inmunitario actúe contra el propio cuerpo y ataque hormonas que en realidad son
claves para el mantenimiento de la salud y la reproducción de la vida? Pues,
simple y llanamente, “engañándolo”. Concretamente asociando la hormona o
molécula que se quiere convertir en blanco de los ataques a una molécula
extraña de modo que los anticuerpos actúen contra el conjunto por considerarlo
extraño.
Las
primeras vacunas experimentadas actuaban contra moléculas de la superficie del
espermatozoide y el óvulo además de la Gonadotropina Coriónica Humana (GCH),
una hormona producida tras la concepción por el embrión en desarrollo y
posteriormente por la placenta cuya función consiste en asegurar el
mantenimiento del llamado cuerpo lúteo sin el cual no hay posibilidad de
embarazo. Si esta hormona se bloquea desciende el nivel de progesterona y el blastocito
-el óvulo fertilizado de 5 días- es expulsado interrumpiéndose así el embarazo.
La vacuna consiste exactamente en un fragmento de la GCH unido a un vector
bacteriano o viral que es el que induce la creación de anticuerpos. Asimismo se
han realizado otros ensayos para bloquear la Hormona Liberadora de
Gonadotropina (HLG) que se produce en el hipotálamo y que es donde se regula el
flujo de esteroides.