El Que ama a Jesucristo
no se engríe por sus buenas cualidades, sino que se humilla y goza en verse
humillado de los otros
Por San Alfonso María de Ligorio
1 El soberbio es como un globo henchido
de aire, que a sí mismo se considera como algo muy grande, aun cuando, en
realidad, toda su grandeza se reduzca a un poco de viento, que, roto el globo,
se desvanece súbitamente. Quien ama a Dios es verdaderamente humilde y no se
engríe con sus cualidades personales, porque sabe que cuanto tiene, todo es don
de Dios, y si algo tiene de sí es la nada y el pecado. Por consiguiente, cuanto
más señaladas mercedes recibe de Dios, más se humilla, viéndose tan indigno y
tan favorecido por El.
2 Santa Teresa decía, hablando de las
gracias especiales que Dios le había hecho: «Dios se las ha conmigo como se
hace con una casa, que se la apuntala cuando amenaza ruina. Cuando el alma
recibe la amorosa visita de Dios sintiendo en sí ardores extraordinarios de
caridad, acompañados de lágrimas y de gran ternura de corazón, guárdese muy
bien de creer que todo ello es recompensa y premio de sus buenas obras,
humíllese entonces más y tenga por cierto que, si Dios la regala, es para que
no le abandone. De lo contrario, si por tales mercedes se levantasen en el alma
humos de vanidad, juzgándose más favorecida, porque es más fiel que las demás
en el servicio de Dios, esta falta de humildad sería suficiente para privarla
de tales favores.
Para que se conserve la casa son
necesarias dos cosas: los cimientos y el techo; los cimientos deben ser para
nosotros la humildad, reconociendo que nada valemos ni nada podemos, y el
techo, la divina protección, en la cual tan sólo hemos de confiar.»
3 Mientras más favorecidos nos veamos
de Dios, más nos debemos humillar. Santa Teresa, cuando recibía una gracia
especial, traía a la memoria sus pasadas culpas, y el Señor entonces la unía a
sí con más estrecho lazo de amor, porque, cuando el alma se confiesa más
indigna del favor divino, tanto más la enriquece Dios de sus gracias. Tais,
primero pecadora y luego Santa, se humillaba tanto ante Dios, que se creía indigna
hasta de nombrarlo, por lo que no se atrevía a decir: Dios mío, sino que
decía: Creador mío, tened piedad de mí. Y escribe San Jerónimo que, debido a
tal humildad, le preparaban en el cielo un magnífico trono.
Igualmente se lee en la vida de Santa
Margarita de Cortona que, visitándola cierto día el Señor con mayores ternuras
de amor que las acostumbradas, ella se puso a exclamar: «Pero ¿cómo, Señor, os
habéis olvidado de lo que he sido? ¿Cómo me pagáis con tantas finezas las
injurias que os he hecho?» Y Dios le respondió que, cuando el alma le ama y se
arrepiente sinceramente de haberle ofendido, Él se olvida de todas las ofensas
recibidas, como había dicho por Ezequiel: Si el impío se convierte de todos sus
pecados que cometió y observa todos mis preceptos.... ninguno de los pecados
que cometió le será recordado Y en prueba de ello la hizo ver el trono que le
tenía aparejado en el cielo, rodeado de serafines. ¡Ojalá llegáramos a comprender
el valor de la humildad! Un acto de humildad vale más que la conquista de
todas las riquezas del mundo.
4 Decía Santa Teresa: «Vuestro
entender, hijas, si estáis aprovechadas, será en si entendiere cada una es la
más ruin de todas, y esto que se entienda en sus obras que lo conoce así»; así
lo hacía la Santa: y así lo hacían todos los santos. San Francisco de Asís,
Santa María Magdalena de Pazzi y el resto de los santos se tenían por los
mayores pecadores del mundo, y se extrañaban de que la tierra los sostuviese y
no se abriera para tragarlos, y esto lo decían de todas veras.
Hallándose próximo a la muerte el Beato
Juan de Ávila, que vivió desde pequeñito vida santa, acercóse a él un sacerdote
para asistirlo y le sugería cosas muy elevadas y sublimes, tratándolo como a
gran siervo de Dios y persona docta como era; pero el P. Ávila exclamó:
«Ruégole, padre, me asista como a criminal condenado a muerte, pues no soy otra
cosa.» Tal es el concepto que en vida y en muerte tienen de sí los santos.
5 Así debemos obrar también nosotros si
queremos salvarnos y conservar la gracia de Dios hasta la muerte, poniendo en
El solamente nuestra confianza. El soberbio fíase de sus fuerzas, y por eso
cae; pero el humilde, porque en solo Dios confía, aunque le asalten las más
vehementes tentaciones, mantiénese firme y no sucumbe, diciendo: Para todo
siento fuerzas en aquel que me conforta.
El demonio una vez nos tienta de
presunción, otra de desconfianza; cuando nos asegura que no hemos de temer las
caídas, entonces es cuando hemos de temer, porque, si el Señor dejara un solo
instante de socorrernos con su gracia, entonces es cuando estaríamos perdidos.
Y cuando nos tiente de desesperación, poniendo los ojos en Dios, hemos de
decirle: A ti, Señor, me acojo; no quede para siempre confundido ni privado de
vuestra gracia. Estos actos de desconfianza en nosotros mismos y de confianza
en Dios hemos de ejercitarlos hasta el postrer instante de nuestra vida,
rogando siempre al Señor que nos dé la santa humildad.
6 Mas para ser humilde no basta sentir
bajamente de sí y tenerse en poco y por hombres miserables; el verdadero
humilde, dice Tomás de Kempis que, cuando uno se ve despreciado, si se resiente,
por más milagros que haga, téngase por cierto que anda muy lejos todavía de la
perfección. La divina Madre ordenó a San Ignacio que instruyese en la humildad
a Santa María Magdalena de Pazzi, y el Santo le dijo: «La humildad consiste en
gozarse de cuanto redunda en nuestro propio desprecio.» Nótese que dice gozarse,
porque, aun cuando la parte inferior se resista cuando nos desprecian, por lo
menos en espíritu debemos alegrarnos.
7 Y ¿cómo es posible que el alma que
ama a Jesucristo no se goce en los desprecios, viendo a su Dios aguantando las
bofetadas y salivas que en su rostro recibió durante su pasión? Entonces
escupieron en su rostro y le dieron de puñadas, y otros le abofetearon. Al
considerar esto, ¿cómo podrá dejar de amar los desprecios?
Con este fin quiso nuestro Redentor que
fuese expuesta en nuestros altares su imagen, no ya en forma gloriosa, sino
crucificada, para que tuviésemos siempre ante los ojos sus desprecios, ante los
cuales los santos se gloriaban viéndose despreciados en esta tierra. Esta fue
la petición que San Juan de la Cruz dirigió a Jesucristo cuando se le apareció
con la cruz a cuestas: «Señor, padecer y ser despreciado por vos.» Viéndote a
ti, Señor, despreciado, por amor mío, no te pido más que padecer y ser
despreciado por tu amor.
8 Decía San Francisco de Sales que «el
soportar los oprobios es la piedra de toque de la humildad y de la verdadera
virtud». ¿Qué decir de una persona que pasa por espiritual, hace oración,
comulga frecuentemente, ayuna y se mortifica, y, a vuelta de todo eso, no puede
soportar una afrenta ni una palabrilla punzante? Que es una caña hueca, vacía
de humildad y de virtud. Y ¿qué sabrá hacer el alma amante de Jesucristo si no
sabe afrontar una afrenta por el amor de quien tantas afrontó por ella? En la
Imitación de Cristo escribió Kempis: «Pues tanto horror tienes a las
humillaciones, señal es de que no estás muerto al mundo, ni eres humilde, ni
tienes a Dios ante los ojos. Quien no tiene siempre ante la vista a Dios, a la
menor palabra de censura se turba.» No tienes valor para sufrir por Dios bofetadas
y heridas; soporta al menos cualquier palabrilla.
9 ¡Qué admiración y escándalo no causa
la persona que comulga frecuentemente y luego se turba e irrita por una palabra
despectiva! Por el contrario, ¡cómo edifica el alma que a los desprecios
responde con palabras bondadosas, para aplacar al ofensor, o no responde ni se
lamenta con los demás, sino que permanece con rostro serena, sin rastro de
amargura! Dice San Juan Crisóstomo que el humilde es útil para sí y para los
demás, por el buen ejemplo que les da de mansedumbre en los desprecios.
Tomás de Kempis, volviendo sobre esta
materia, indica muchas ocasiones en las cuales debemos humillamos. «Lo que
dicen los otros —escribe— será oído; lo que dices tú será contado por nada;
pedirán los otros, y recibirás; pedirás tú, y no conseguirás. Los demás serán
ensalzados en boca de los hombres, y de ti nadie dirá nada; a los otros se
encomendará esto o aquello, y a ti no se te tendrá por útil para nada. Por
estas pruebas hace Dios pasar a sus siervos, para ver hasta dónde llega el
renunciamiento propio y la confianza en El. Por eso gemirá a las veces la
naturaleza, y no hará poco si sufriere callando.»
10 «Humilde es de verdad —decía Santa
Juana de Chantal— quien, viéndose humillado, se humilla más.» Y, en efecto, el
verdadero humilde no juzga ser lo debidamente humillado como merece. A los que
esto hacen, llámalos Jesucristo bienaventurados, y no a quienes el mundo
estima, honra y alaba por nobles, doctos o poderosos; para los maldecidos,
perseguidos y calumniados del mundo, para quienes todo lo sufren
pacientemente, está reservada gran recompensa en los cielos.
11 De especial manera hemos de
practicar la humildad cuando nuestros superiores u otro cualquiera nos corrigen
de un defecto. Personas hay que se parecen a los erizos: mientras no se les
toca, parecen apacibles y mansos; pero, no bien el superior o el amigo les
corrigen de algún defecto, enseñan al instante todas sus púas, responden
destempladamente, o que no es cierto o que han tenido sus razones para obrar de
aquella manera, por lo que no haya para qué amonestarles de aquella forma; en
una palabra, miran como a enemigo a quien les reprende, imitando a quienes se
irritan contra el cirujano porque les hace sufrir al curarles la llaga. «Esto
es airarse contra quien le hace la cura», dice San Bernardo. El varón santo y
humilde, dice San Juan Crisóstomo, cuando le corrigen, llora el error cometido,
al paso que el soberbio llora también, pero llora porque aparece su defecto;
por eso pierde la serenidad y por eso responde y se revuelve contra el que le
amonesta. He aquí la excelente regla de conducta que dio San Felipe Neri para
cuando uno se vea acusado: «El que verdaderamente quiere hacerse santo—decía—
jamás debe excusarse, aun cuando sea falsa la inculpación que se le hiciere.»
Solamente esta regla padece una excepción, y es cuando la defensa se juzga necesaria
para atajar el escándalo. ¡Qué de méritos atesora ante Dios el alma que es
reprendida y, aun cuando sea injustamente, guarda silencio y no se defiende!
«Más levanta una cosa de éstas a las veces—decía Santa Teresa—que diez
sermones..., porque se comienza a ganar libertad y no se da más que digan mal
que bien, antes parece es negocio ajeno.»
Afectos y súplicas
¡Oh Verbo encarnado!, ruégoos por los
méritos de vuestra santa humildad, que os hizo abrazar tantas injurias e
ignominias por amor nuestro, que me libréis de la soberbia y me comuniquéis una
partecita de vuestra humildad. Y ¿cómo podría yo quejarme de los oprobios que
se me hicieren, cuando tantas veces me hice reo del infierno? Jesús mío, por
los merecimientos de tantos desprecios como sufristeis en vuestra pasión, dadme
la gracia de vivir y morir humillado en esa tierra, como vos vivisteis y moristeis
humillado por mí.
Por amor vuestro quisiera verme
despreciado y abandonado de todos, pero sin vos nada puedo. Os amo, soberano
bien mío; os amo, amador de mi alma; os amo y propongo sufrir por vos afrentas
y persecuciones, traiciones, dolores, sequedades y desamparos; conténtome,
único amor de mi alma, con no ser de vos abandonado. No permitáis que me aparte
nunca de vos. Dadme deseo de complaceros, fervor para amaros, paz en los
trabajos y en todas las adversidades, y dadme resignación y paciencia. Apiadaos
de mí; nada merezco, pero todo lo espero de vos, que me redimisteis con vuestra
sangre.
También lo espero todo de vos, Reina y
Madre mía, María, que sois refugio de pecadores.
“PRÁCTICA DEL AMOR A JESUCRISTO” - San
Alfonso María de Ligorio.