domingo, 7 de septiembre de 2014

SENTIDO CRISTIANO DE LA ACCIÓN - RAFAEL GAMBRA



RAFAEL GAMBRA


SENTIDO CRISTIANO
 DE LA ACCIÓN

  





«Nada puede comprenderse de la civilización moderna -ha escrito Bernanos- si no se admite previamente que constituye una inmensa conspiración contra toda clase de vida interior».

Por ello mismo esta civilización, en medio de su brillo y sus conquistas técnicas, es también una conspiración contra el sentido de la vida, es decir, una frustración universal. En el condicionamiento mutuo que se da entre la vida humana y los medios para su mantenimiento se crearía un círculo sin sentido (los medios se ordenarían a la vida y la vida a la adquisición de esos medios) por modo tal que suprimidos ambos términos (vida y medios), nada se habría perdido. Es justamente el instante contemplativo lo que rompe ese círculo de la praxis hacia una vivencia humana con valor propio y liberador.

La civilización contemporánea — civilización de los medios, del dinamismo y de la eficacia— niega o excluye de sí toda exigencia de contemplación tanto natural como sobrenatural y hace de los contemplativos unos extraños a su tiempo y a su medio humano. Nuestra época, en efecto, los considera inútiles y parásitos o, en lenguaje marxista, irremediablemente «alienados». A lo más, se los disculpa por ser pobres o poco costosos para la economía general, y, si alguien llega a defenderlos, lo hace en su calidad (utilitaria) de pararrayos de la justicia o de la cólera divina por el apartamiento y austeridad de sus vidas. Pero nadie se atreve a sostener hoy su valor en sí, incluso en el ámbito humano, corno término o resolución de la vida misma en aquello que posee de más propiamente humano.

La antigua cultura griega nos ha legado algunos mitos desesperados que simbolizan premonitoriamente lo que podría ser una civilización del activismo y de la temporalidad fluyente. El mito de Sísifo, por ejemplo, que, entregado a una actividad absoluta y sin término contra el consejo de su padre, se vio condenado por los dioses a subir eternamente un peñasco que, no asentándose jamás, rodaba, siempre por la ladera de la montaña. O el de Cronos o Saturno —el Tiempo— devorando a sus propios hijos (hijos de la temporalidad, cronólatras). Y en los albores de nuestra época, el mito de Fausto —símbolo de esta que se ha llamado civilización fáustica— es en el momento en que el doctor Fausto pretende sustituir el "en el principio era el Verbo” por “en el principio era la acción” cuando le aparece el Diablo y toma posesión de su alma.

* * *

Para comprender el sentido último de la contemplación y la relación que guarda con la acción creo necesario partir de la vieja idea griega del mundo como cosmos o universo ordenado, frente al caos o realidad exterior, sin orden ni medida, que precede y rodea al cosmos. El Cosmos es e1 habitáculo del hombre, mundo inteligible donde la razón y la voluntad humanas pueden conocer y decidir. Es curioso cómo la palabra griega οἶκος significa tanto la casa (de ahí economía, norma de gobierno doméstico y prudencia económica, virtud rectora de la casa o familia) como el universo, concebido como casa o medio del hombre. Para la concepción judeo-cristiana esta idea de cosmos se traduce (con diferencias y analogías) por la de Creación: el mundo como obra radical de Dios (ex nihilo) y, como tal ordenado, dotado de sentido, inteligible. De esa noción del orden universal como casa o morada del hombre derivan dos calificativos que pueden aplicarse a la iglesia de Cristo: católica y ecuménica, por cuanto es universal por el destino y vocación de su mensaje y no de este país o tiempo (calificativos sinónimos, pero que hoy —por extrañas mutaciones semánticas y terminológicas — han venido a contraponerse, por modo que al católico consciente le repugna el ecumenismo, como al ecumenista repugna el catolicismo real).

¿En qué sentido puede decirse que este mundo en que vivimos —obra de Dios y morada del hombre— es un cosmos o universo ordenado? La armonía o adecuación de medios a fines es algo que salta a la vista, a la mentalidad y a la observación del hombre normal. Sin embargo, han sido muchos las intentos, desde el atomismo de Demócrito hasta las modernas concepciones racionalistas —mecanicismo, evolucionismo— para explicar el aparente orden finalista del mundo como resultado casual de una fuerza eficiente, ciega, que se desarrolla y complica en un entrecruzamiento de átomos o en un impulso evolutivo creador. Coincide justamente con el predominio de esta mentalidad eficientista en nuestra época el menosprecio y abandono de la vida contemplativa a título de inútil o ''alienada", y el canto a la acción y a la eficacia. La noción de un cosmos o universo ordenado supone la existencia de unas causas finales —más o menos remotas o inmanentes — concebidas por una mente superior y trascendente al mundo mismo, esto es, la existencia de Dios, causa final última y supremo ordenador del mundo. Su existencia y la existencia de la finalidad —causa casarum— es lo que justifica la tendencia contemplativa, la contemplación misma.


“Cabe reflexionar sobre el contraste que media entre la simbolización plástica del sabio —o del pensar humano— en el hoy y en el ayer”.



En dos aspectos se pone de manifiesto la finalidad en la naturaleza. En primer lugar, por tas tendencias espontáneas de los distintos seres, que no son anárquicas sino orientadas a su sostenimiento y perfección. Pensemos en la tendencia a respirar, a alimentarse, a crecer, a procrear, perfectamente teleológicas. La propia hipótesis evolucionista ha tenido que asignar al impulso evolutivo una tendencia hacia la complejidad, la adaptación y la perfección —completamente opuesta a la acción ciega, disgregadora, de los elementos— que transfiere a una supuesta causa eficiente universal las propiedades perfectivas de las antiguas “entelequias” o formas sustanciales de la física cualitativa.


En segundo término se manifiesta la finalidad en el mundo por la mutua perfectibilidad de los seres naturales que hace de unos objeto adecuado de las tendencias de otros y medio para su realización. En este orden de mutua adecuación perfectiva se patentiza de modo objetivo la ley de armonía que rige al mundo constituyéndolo en cosmos.

Esas tendencias de los seres naturales hacia su perfección revisten modalidades diversas según la naturaleza y capacidad cognoscitiva de cada uno. En los seres inanimados —y en los vivientes no dotados de conocimiento (las plantas)— las tendencias son ciegas, determinadas por la propia naturaleza que obra en ellos impulsándolos hacia lo que les conviene y perfecciona (su bien), tal como ocurre en los movimientos gravitatorios de los astros o en las afinidades químicas de los cuerpos. En los seres dotados de conocimiento meramente sensitivo (los animales) la tendencia puede el carácter de apetición (o de instinto) en la que es el objeto conocido lo que determina una atracción o una repulsión según que se trate de algo conveniente (bueno) o inconveniente (malo) para la naturaleza del animal. La tendencia se realiza aquí bajo la luz de un conocimiento del objeto y de su relación vital con el sujeto cognoscente, pero sin que aparezca todavía la razón misma de apetibilidad, puesto que el animal carece de facultad abstractiva. Es —diríamos— como un primer llamamiento del ser en cuestión a colaborar en el movimiento que la naturaleza realiza teleológicamente en él.

En el ser racional, en fin, la tendencia adopta, el carácter reflexivo o intelectual al conocer el sujeto, separada o abstractivamente, los motivos de la apetibilidad o aspectos de conveniencia —o no conveniencia— del objeto y poder decidir sobre ellos. Ningún objeto de este mundo realiza, sin embargo, la noción plena del bien (o de lo deseable), sino que contiene aspectos de bien (su ser positivo) y de mal (su defectividad) y por ello la voluntad —capacidad de tender racionalmente— adquiere la posibilidad de decidirse a través de una ponderación reflexiva de los motivos. Esta forma de tender libre constituye ya un segundo y más profundo llamamiento a colaborar responsablemente en el movimiento —la vida— que a ese sujeto se ha otorgado con su naturaleza y personalidad.

Es por lo tanto, el conocimiento —ese fenómeno misterioso por el que unos seres se abren a la vivencia en sí misinos de otros— lo que complica y perfecciona el movimiento teleológico del cosmos haciendo que los seres cognoscentes participen en alguna manera y grado en la realización e intencionalidad del mismo. Y el conocimiento —tomado en toda su extensión— puede ser de tres grados u órdenes superpuestos: el que hemos llamado conocimiento sensitivo o animal, que se realiza a través de los sentidos corporales y capta objetos materiales concretos; el conocimiento racional que mediante el entendimiento capta las esencias y relaciones universales de las cosas, v el conocimiento sobrenatural o de las cosas divinas. Según los escolásticos, estos tres órdenes de conocimiento se especifican por una distinta luz o medio en el que se iluminan o hacen captables los objetos. Para el conocimiento sensible este es un medio físico como la luz para la visión o el aire para la audición. Para el conocimiento intelectual ese medio es el entendimiento agente, luz del espíritu que ilumina el universal que está en las cosas. Así, un animal puede conocer a este hombre, pero no al hombre, porque carece de esa luz intelectual. Para el conocimiento sobrenatural ese medio es lo que llaman los teólogos la luz de gloria, luz superior de la contemplación beatífica.


“Goya, a despecho de su liberalismo (tan difícil de matizar), tuvo una de sus intuiciones proféticas en el aguafuerte titulado "El sueño de la razón produce monstruos’”.

El hombre posee por su naturaleza los dos primeros conocimientos y la luz en que se realizan; no así el tercero, que puede alcanzarlo por una elevación de la gracia en la bienaventuranza, o lograr algún atisbo de él en el éxtasis místico. Cada uno de estos modos de conocer no anula ni contradice al que le es inferior, sino que lo penetra y trasciende en profundidad y claridad. Así, el conocimiento animal, que no rebasa la esfera de lo sensible natural, es verdadero y eficaz dentro de su orcen y constituye para el hombre la vía de acceso al saber intelectual, propiamente humano. De modo análogo, el saber de gloria no anula o contradice el esfuerzo intelectual, sino que lo trasfunde y perfecciona. Se cuenta que Santo Tomás de Aquino, el más grande teólogo cristiano, alcanzó un éxtasis místico al final de su vida, y a partir de ese momento nada volvió ya a escribir; pero no porque después de él reconociera como falso o rectificable cuanto había escrito, sino porque —según su testimonio— “le parecía como paja” al lado de la profundidad intuitiva y luminosa de cuanto en breves instantes había contemplado. Alguien ha dicho que cada uno de estos órdenes de conocimiento se comporta respecto al inmediato superior como la línea asíntota, que puede aproximarse indefinidamente sin llegar nunca a coincidir. Así, un conocimiento muy agudo y relacionante en el animal puede determinar en él una conducta parecida a la humana, pero nunca coincidente ni capaz de captar motivaciones abstractas. Y así también el saber humano puede aproximarse a una noción de las cosas divinas, pero siempre bajo forma abstracta e impropia, sin alcanzar nunca de por sí aquella “luz de gloria”.

Cabe así distinguir en la vida del hombre —como en la de los animales— una vida cognoscitiva y otra activa. El ser vivo cognoscente conoce, por un lado, lo que le rodea y es por él captable (lo vive en sí, intencionalmente), y, por otro, reacciona sobre lo conocido haciendo de ello objeto —positivo o negativo— de sus tendencias. Tendencias que pueden ser también ciegas, pero que en el hombre —como ser que cala en varios estratos ónticos— son también apetitivas (respondiendo a un conocimiento sensitivo) y volitivas (subsiguientes a un conocimiento racional). Por lo mismo, cabe también distinguir en el conocimiento una modalidad desinteresada o pura —el conocer contemplativo— y otra orientada a la acción, un saber para hacer. El saber del médico, del ingeniero, del agricultor o del artesano, aunque comporte conocimientos, objetivos y causas de las cosas se orienta siempre —en su medida e intención— a la acción de curar, de construir, de producir, etc. El saber, en cambio, del investigador que busca la explicación de fenómenos o de realidades tal vez muy alejadas de toda posible utilidad, es un conocimiento especulativo o de contemplación. Puede unirse a la utilidad o conveniencia personales del investigador —a su provecho o satisfacción— pero en sí mismo considerado no se orienta ni mueve por la acción ni por fin práctico alguno. Esta distinción de saberes se da en el hombre, pero no en el animal cuyo conocimiento está íntegramente orientado a la acción (a la vida), ni en el bienaventurado, cuyo saber es puramente contemplativo, desinteresado.

Esta posición relativa del saber de contemplación y del saber de acción en la jerarquía de los seres cognoscentes nos da una primera solución en el tema tan debatido de si la contemplación es superior y prima sobre la acción, o a la inversa. Problema complicado ya que de una parte, parece que el conocimiento se ordena a la acción —supuesto que ésta requiere un previo conocimiento— y de otra, la contemplación requiere también de la acción, sea para la observación y experimentación del objeto conocido, sea como adquisición en el sujeto de las virtudes morales que le permitan elevarse a la contemplación por sobre el influjo constante de las pasiones. Aparentemente entrelazados en la vida práctica de cada hombre, y aun en la teoría, contemplación y acción son dos modos distintos de vivir en el hombre —los dos únicos posibles—, y reviste el mayor interés para la comprensión de su ser profundo el determinar la prioridad de una u de otra.

Para Santo Tomás no ofrece duda la superioridad de la vida contemplativa sobre la activa, por más que ambas sean necesarias a la vida humana y que su cultivo predominante dependa en cada uno de su propia vocación y aptitudes. Dos de las razones que aduce en su Suma contra Gentiles (IIL 37) para aquella superioridad coinciden con esa jerarquía cognoscitiva de los seres que acabamos de señalar. “La contemplación —dice— es propia de los hombres: los animales no son capaces de ella". Por la contemplación el hambre se asemeja a los seres que le son superiores: los ángeles y Dios". Las otras razones de esa superioridad son: que la contemplación no tiende a ningún fin, sino que es fin en sí misma; que las otras actividades humanas están orientadas a ella y como a su servicio; que en ella el hombre se basta a sí mismo y alcanza el más alto y duradero grado de fruición o goce; que por ella, en fin, puede llegar a las causas últimas y a una noción de los seres sobrenaturales.

La Sagrada Escritura se muestra también terminante sobre la primacía contemplativa. Las esposas de Jacob, Lía y Raquel representan la acción y la contemplación, v la superioridad de ésta; las anfitrionas de Cristo en casa de Lázaro, Marta y María, simbolizan esta misma dualidad. Y Jesús alaba la actitud de María y reprende dulcemente a Marta, no por su actividad, sino por su crítica al abandono contemplativo de su hermana. La predicación de Cristo está, por lo demás, trasfundida de este relativo abandono de la acción y de la utilidad ante la entrega contemplativa a aquello que verdaderamente importa. Causa primera y Fin último de cuanto tiene ser. Es el elogio de las avecillas del campo a quienes Dios alimenta y viste; es el imperativo de buscar el reino de Dios y su justicia por encima de lo demás que será dado por añadidura; es la misma oración del Padrenuestro cuya primera petición se refiere a la gloria de Dios y a la venida de su
Reino, para sólo después pedir el pan nuestro, reduciendo su deseo y búsqueda al de "cada día”.

Idéntica superioridad del saber especulativo —o de la contemplación de la verdad - puede descubrirse en el orden puramente natural y humano. Todo arte o toda técnica dimana de un previo saber por causas o de una intuición sobre el ser. Una civilización centrada en la técnica es una civilización que vive de reservas y que se agota a sí misma. Asimismo toda civilización histórica brota de una iluminación religiosa sobre el ser y su finalidad. En la base y origen de la civilización llamada occidental, o de la islámica o de las orientales, encontramos siempre una emoción colectiva de carácter religioso y un consiguiente destino común. A partir de ella nació el arte, la técnica, las relaciones políticas o jurídicas características de ese pueblo o civilización histórica. Constituye el mayor espejismo el suponer que puesto que los técnicos son quienes materialmente realizan las mansiones, los templos, las vías o los talleres, son ellos los autores de la Ciudad humana y a ellos debe confiarse su gobierno. Esto es ignorar que técnicos y realizadores nunca faltarán al servicio de cualquier empresa común con aliento creador y fuerza de inspiración. Pero que, si de los solos medios prácticos o utilitarios dependiese, jamás pueblo alguno habría emergido de los adobes tribales o de las arenas del desierto.

 
“A la imagen ideal del monje macilento y ascético ha sustituido como paradigma la del clérigo “eficaz" y apresurado, con grueso portafolio bajo el brazo”.


El afán —radicalmente humano— de conocer lo que es, de penetrar sus causas y sus fines, culmina necesariamente en la búsqueda y contemplación de lo que es en sí, Cansa última y Fin supremo de cuanto tiene ser y movimiento. A este encuentro coa la plenitud del ser se encamina —aunque a menudo inconscientemente— el eterno esfuerzo cognoscitivo del hombre, su anhelo insaciable de entender y saber. Al igual que su innato deseo de felicidad, nunca satisfecho con las cosas de este mundo que la naturaleza o la técnica puede ofrecerle.

El término contemplación deriva de la voz latina templum (contemplari). Consiste según esta etimología en una vivencia o morada “en el templo”. El templo posee una significación profunda tanto para las antiguas culturas —la grecorromana o las contenidas en la Biblia—como para el cristianismo. La ciudad antigua se define como tributaria del templo, nacida en torno a él y que en él halla su culminación. La destrucción de una ciudad finalizaba o se consumaba por la destrucción de su templo. El templo es un recinto limitado y sagrado --lugar santo— en el que Dios —o los dioses— inspiran y tutelan a la ciudad, a sus hombres y a sus leves. Al igual que toda ciudad humana es limitada y diferente de las demás —como individuo y diferente es cada hombre— así también el templo reserva a un sitio o lugar concreto, diferenciado, la comunicación con las cosas santas y la inspiración divina.

Jesucristo, N. S. no disminuyó en su predicación y ejemplo el significado del templo y la “contemplación. El no predicó una oración anárquica en cualquier lugar, ni en "el templo de la naturaleza' -ni menos una oración ‘”social”—, sino que se sometió a todos los ritos del templo y arrojó más tarde a los mercaderes de su recinto como a profanadores de "la Casa del Padre". Y el testimonio que se adujo como definitivo en su proceso ante el tribunal judío fueron sus palabras: "destruid este templo y Yo lo reconstruiré en tres días". Palabras que se interpretan en relación metafórica con su propio cuerpo y su resurrección, pero que pueden también referirse al templo como lugar del culto divino, a la Iglesia por El fundada y por El asistida. Y cuando predice el signo de los tiempos postreros habla de "la abominación de la desolación instalada en el lugar santo”. De esta entrega humilde del contemplativo al influjo de la divina gracia en la santidad del templo o Casa del Padre brotan las tres partes de que se compone la contemplación: la oratio —o espera de ese superior influjo—, la meditatio —o acogida en el secreto del corazón—, y la lectio o interpretación de esa inspiración divina. La concreción espacial, limitada, del templo —al igual que la concreción ritual de una tradición determinada-- han sido siempre características de la religiosidad teística, y muy particularmente del cristianismo.

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Si la contemplación de la verdad —natural o sobrenatural— tiene primacía y superioridad, y se trata de la operación propia del hombre —lo que su naturaleza, añade a la del animal—, ¿qué sentido poseerá para el hombre la acción? ¿Constituirá una raíz de mal o de “alienación” que la aparte de su verdadero objetivo? ¿O será, por el contrario, como sostiene nuestra civilización fáustica, el cumplimiento terreno de todo saber, el desenlace obligado de la vida humana?

La acción, en rigor, depende de la condición del hombre, “animal racional" o ‘espíritu encarnado’, según se lo considere desde abajo o desde encima de su propia naturaleza. La acción es necesaria a su vida animal y, además, a la preparación y cumplimiento de la vida contemplativa. En primer lugar porque la adquisición de las virtudes, mediante la reiteración del acto bueno, hace en nosotros posible la superior dedicación contemplativa al liberamos de la sujeción a las pasiones interiores y a los incentivos sensibles del mundo exterior. En segundo, porque nuestra condición carnal e intelectiva nos exige valernos de los datos sensibles —que solo la acción puede suministrarnos y ampliarnos— para conocer lo universal, las causas de las cosas y la Causa Suprema de todas ellas. Añádase a esto la condición humana de “naturaleza caída" como consecuencia del pecado original en la cual la posesión de la tierra, el acceso a la verdad y la misma supervivencia se endurecieron para el hombre hasta convertir la siempre necesaria acción en la aspereza y el sudor del trabajo.

La acción es, pues, para el hombre no solo buena sino necesaria tanto desde un punto de vista filosófico-natural como teológico. Pero, como roda realidad intencional, la acción debe estar sometida a un fin, y, por ello mismo, a la jerarquía objetiva de los fines. La acción no es fin en sí misma, como tampoco lo son los fines inmediatos por ella alcanzados para el sostenimiento o el confort de la vida humana. La acción se ordena, a través de esa jerarquía de los fines, a la contemplación desinteresada de la verdad en la cual se rompe —con el ejercicio de la función propiamente humana— el mutuo condicionamiento de producción y consumo a que aboca una actividad desprovista de trascendencia.

La contemplación natural de la verdad asequible al entendimiento está, asimismo, ordenada a la contemplación sobrenatural en la que puede darse la completa posesión y fruición de la verdad. O, por lo menos, abierta a ella, toda vez que esta, en lo que tiene de acceso a una luz superior, no es asequible a las solas fuerzas humanas.

El saber meramente científico en el sentido positivista de la palabra —saber de “hechos” sin relación con su sustancia ni con sus causas últimas— crea un círculo o sector de conocimientos cuyo desarrollo o progreso acrece simultáneamente la frontera o límite con lo que no se sabe, esto es, con la ignorancia consciente; y ello de un modo indefinido por principio. Como el sector de luz de un faro que es más extenso cuanto mayor sea su potencia, pero también más dilatado el límite del mismo con las tinieblas circundantes. De modo tal que la ciencia físico-matemática actual, con sus inmensas conquistas cognoscitivas y técnicas, está tan lejos de las causas de las cosas, es decir, de dar respuesta al innato anhelo de saber en el hombre, como lo estaba en sus orígenes presocráticos.

El predominio de la acción sobre la contemplación ha llevado a la modernidad a poseer un concepto —y una imagen— muy distinta del saber que la poseída por edades anteriores. Cabe reflexionar sobre el contraste que media entre la simbolización plástica del sabio —o del pensar humano— en el hoy y en el ayer. Podríamos tomar como representación típica de la actividad intelectual en la modernidad a la conocida estatua de Rodin “El Pensador”. Un hombre desnudo —desnudo de todo símbolo y pre-concepto- - “problematiza” con gesto concentrado, mirando hacia la tierra, torturándose y aun retorciéndose sobre sí mismo como si su eterno análisis multiplicara sin límite la profundidad y extensión de los problemas. La civilización cristiana nos legó, en cambio, la imagen típica del “santo doctor”, a cuyo esquema se han ajustado tantos cuadros e imágenes de San Agustín, de San Isidoro, de Santo Tomás, etc. El sabio aparece en ellos rodeado de libros o manuscritos, tal vez con la pluma en la mano, pero su mirada se dirige a lo alto y, como coronación de su esfuerzo, un rayo de luz desciende sobre su mente, o las tinieblas se descorren ante una visión celestial, o su rostro aparece iluminado con la fruición serena y bienaventurada de quien ha alcanzado un atisbo de la verdad suprema.

La contemplación no se encamina por sí misma a la acción ni es función de ésta, sino que, por el contrario, es la acción —la vida activa— la que sirve y se encamina (objetivamente) a la contemplación. Tampoco la temporalidad o sucesión del hacer y del vivir humanos imponen una condición dialéctica al pensar ni a la verdad que es su fruto. Más bien es en la contemplación donde se alcanza un trascender esa limitación de la humana condición. Para Aristóteles la felicidad plena o eudemonía era como la vivencia prolongada del instante de comprender o alcanzar la verdad, goce supremo pero fugacísimo en esta vida. Y recuérdese la leyenda cristiana —recogida en las cantigas de Alfonso el Sabio— del monje que creyó imposible la bienaventuranza por la condición mudable del espíritu humano incompatible con una duración sin término “De como o monge oyou cantar unha paixarinha et estovo CCC annos al son dela”. Si el arrobamiento ante una fugaz belleza natural puede suspender la percepción del tiempo hasta confundir tres siglos con un instante, la contemplación de Dios hará que la eternidad, al saciar plenamente nuestras facultades, pueda igualmente considerarse un instante y una eternidad.

El racionalismo moderno —y la civilización que ha inspirado— ha transformado esencialmente esa jerarquía natural que lleva de la acción a la contemplación, de lo temporal a lo intemporal, de la contemplación natural a la disponibilidad de la sobrenatural. La ruptura se inició en el ya lejano nominalismo pre-renacentista que declaró inasequible para la razón el orden metafísico y el religioso, reservando éste exclusivamente a la fe. El saber tendrá así como único objeto, en boca de Francisco Bacon, la previsión de fenómenos y el dominio de la naturaleza. El protestantismo relegará la religión a la intimidad de la conciencia en una libre vivencia de la fe y, más tarde, el modernismo hará de la fe un mero sentimiento matizado por las cambiantes necesidades espirituales y materiales del hombre. Hegel y Marx, en fin, proclamarán el primado de la acción y la evolución intrínseca del pensamiento y de la verdad.

Pero esta gran subversión espiritual que sitúa el saber al servicio de la acción y niega el sentido de la contemplación no hubiera sido posible sin una paralela subversión del ámbito humano en que el espíritu fructifica y del templo que acoge e inspira la contemplación de las cosas sagradas. Ese ámbito, que era la Cristiandad o sociedad cristiana, ha sido minuciosamente desmontado por la Revolución que triunfó en Europa entre 1789 y 1833. Su esquema ideal era el de una sociedad exenta de inspiración religiosa —laica— y libre de cuerpos o instituciones vinculadores —individualista—. Las creencias, los imperativos morales, las costumbres, fueron combatidos como "prejuicios" (hoy, “alienaciones”), al paso que una sociedad extrínseca, funcionalizada hacia el bienestar terreno y la democracia, era glorificada como la meta del progreso humano.

La contemplación se vio así privada de sus cauces naturales y de sus objetivos en la mente de los hombres. Goya, a despecho de su liberalismo (tan difícil de matizar), tuvo una de sus intuiciones proféticas en el aguafuerte titulado "El sueño de la razón produce monstruos’. Un enciclopedista de su época se ha dormido apoyada la cabeza sobre su mesa de trabajo —trabajo de un intelectual de formación puramente libresca—, y de su mente brota un tropel de seres monstruosos y demoníacos: la obra de la razón no consiste en elucubrar sobre sus propias categorías, sino en partir de la realidad y apoyarse en ella para ascender en el conocimiento de las causas guiada por la jerarquía natural de los seres. En otro caso, los monstruos de la rebelión permanente, de la planificación universal, del nihilismo o de la utopía son fatalmente su cosecha.

A nuestra época escaba reservada, sin embargo, la consumación de este proceso al llegar en ella la subversión hasta la cumbre del Templo que aún coronaba incólume la Ciudad resquebrajada y estéril. En este tiempo nuestro hemos visto a los sacerdotes y guardianes del Templo santo incorporarse a la turba de los incendiarios de la Ciudad y emplearse sin freno en la demolición del patrimonio sagrado que ellos recibieron como depósito y como función. Y así los vemos hoy afanarse en la “desmitificación" de la fe, en la “desacralización” del culto y otras empresas contradictorias, al mismo tiempo que definen la religión y la Iglesia como "un servicio a la Humanidad". La promoción de una vaga fraternidad humana, de la paz, del desarrollo económico, del bienestar social y de la igualdad son los objetivos explícitos de una religión que lo es ya sólo de nombre y de modo vergonzante. A la imagen ideal del monje macilento y ascético ha sustituido como paradigma la del clérigo “eficaz" y apresurado, con grueso portafolio bajo el brazo. Pero si la primacía de la acción encierra a la Ciudad humana en un círculo sin salida en cuyo centro ríe el Diablo del Fausto, cuando esa misma primacía se aplica al Templo el efecto es aún mayor: lo vacía de su misma sustancia y realidad.  El Templo no es ya lugar de contemplación sino de ruido y de subversión, simplemente porque ya no es templo. Al igual que la llamada sociedad de consumo y del fácil transporte origina una atmósfera irrespirable, así la corrupción del Templo hace imposible la oración personal, que es como la respiración del alma.

La ruina total y definitiva de la antigua Roma se resumió siempre en “la entrada de los bárbaros en el Capitolio”, es decir, en el templo supremo de la Urbe. Nuestra civilización no perece por bárbaros o extranjeros, sino que produce o destila de sí misma sus propios bárbaros.  En nuestros días se ha producido la irrupción de estos bárbaros inmanentes en el Capitolio o santuario de nuestra Ciudad, que es la Iglesia Católica.  Por eso no se trata de una destrucción exterior, a sangre y fuego, sino de una autodemolición taimada, silenciosa.

Si la Ciudad (nuestra civilización) ha de supervivir o renacer será preciso ante todo reconstruir el Templo que la alberga. Porque, aunque el Templo culmine la Ciudad y su destrucción haya sido la conquista postrera de los bárbaros, su restauración habrá de ser la primera. Ya que ninguna Ciudad se funda ni crece si no es bajo la sombra de un santuario. Mientras los bárbaros permanezcan en él entregados a sus sacrilegios no se espere el orden ni la paz, ni las costumbres ni la convivencia de la Ciudad. Pretender sustituir la religión por la cultura como aglutinante social conduce al ejemplo que hoy nos ofrece Europa en sus zonas más “desarrolladas". Mientras tanto, para que el latido de la oración y la contemplación no se apague en el mundo, aprendamos a construir el Templo en nuestro corazón manteniéndolo en la fidelidad a la fe recibida y en la recta jerarquía de los fines que conduce a la contemplación de las cosas en Dios.