RAFAEL
GAMBRA
SENTIDO
CRISTIANO
DE LA ACCIÓN
«Nada
puede comprenderse de la civilización moderna -ha escrito Bernanos- si no se
admite previamente que constituye una inmensa conspiración contra toda clase de
vida interior».
Por
ello mismo esta civilización, en medio de su brillo y sus conquistas técnicas,
es también una conspiración contra el sentido
de la vida, es decir, una frustración universal. En el condicionamiento
mutuo que se da entre la vida humana y los medios para su mantenimiento se
crearía un círculo sin sentido (los medios se ordenarían a la vida y la vida a
la adquisición de esos medios) por modo tal que suprimidos ambos términos (vida
y medios), nada se habría perdido. Es justamente el instante contemplativo lo
que rompe ese círculo de la praxis hacia
una vivencia humana con valor propio y liberador.
La
civilización contemporánea — civilización de los medios, del dinamismo y de la
eficacia— niega o excluye de sí toda exigencia de contemplación tanto natural
como sobrenatural y hace de los contemplativos unos extraños a su tiempo y a su
medio humano. Nuestra época, en efecto, los considera inútiles y parásitos o,
en lenguaje marxista, irremediablemente «alienados». A lo más, se los disculpa
por ser pobres o poco costosos para la economía general, y, si alguien llega a
defenderlos, lo hace en su calidad (utilitaria) de pararrayos de la justicia o
de la cólera divina por el apartamiento y austeridad de sus vidas. Pero nadie
se atreve a sostener hoy su valor en sí, incluso en el ámbito humano, corno término
o resolución de la vida misma en aquello que posee de más propiamente humano.
La
antigua cultura griega nos ha legado algunos mitos desesperados que simbolizan
premonitoriamente lo que podría ser una civilización del activismo y de la
temporalidad fluyente. El mito de Sísifo, por ejemplo, que, entregado a una
actividad absoluta y sin término contra el consejo de su padre, se vio
condenado por los dioses a subir eternamente un peñasco que, no asentándose
jamás, rodaba, siempre por la ladera de la montaña. O el de Cronos o Saturno —el
Tiempo— devorando a sus propios hijos (hijos de la temporalidad, cronólatras). Y en los albores de
nuestra época, el mito de Fausto —símbolo de esta que se ha llamado
civilización fáustica— es en el momento en que el doctor Fausto pretende
sustituir el "en el principio era el Verbo” por “en el principio era la
acción” cuando le aparece el Diablo y toma posesión de su alma.
* * *
Para
comprender el sentido último de la contemplación y la relación que guarda con la
acción creo necesario partir de la vieja idea griega del mundo como cosmos o
universo ordenado, frente al caos o realidad exterior, sin orden ni medida, que
precede y rodea al cosmos. El Cosmos es e1 habitáculo del hombre, mundo
inteligible donde la razón y la voluntad humanas pueden conocer y decidir. Es
curioso cómo la palabra griega οἶκος significa tanto la casa (de ahí economía,
norma de gobierno doméstico y prudencia económica, virtud rectora de la casa o
familia) como el universo, concebido como casa o medio del hombre. Para la
concepción judeo-cristiana esta idea de cosmos se traduce (con diferencias y
analogías) por la de Creación: el mundo como obra radical de Dios (ex nihilo) y, como tal ordenado, dotado
de sentido, inteligible. De esa noción del orden universal como casa o morada
del hombre derivan dos calificativos que pueden aplicarse a la iglesia de
Cristo: católica y ecuménica, por
cuanto es universal por el destino y vocación de su mensaje y no de este país o
tiempo (calificativos sinónimos, pero que hoy —por extrañas mutaciones
semánticas y terminológicas — han venido a contraponerse, por modo que al
católico consciente le repugna el ecumenismo, como al ecumenista repugna el
catolicismo real).
¿En
qué sentido puede decirse que este mundo en que vivimos —obra de Dios y morada
del hombre— es un cosmos o universo ordenado? La armonía o adecuación de medios
a fines es algo que salta a la vista, a la mentalidad y a la observación del
hombre normal. Sin embargo, han sido muchos las intentos, desde el atomismo de
Demócrito hasta las modernas concepciones racionalistas —mecanicismo,
evolucionismo— para explicar el aparente orden finalista del mundo como
resultado casual de una fuerza eficiente, ciega, que se desarrolla y complica
en un entrecruzamiento de átomos o en un impulso evolutivo creador. Coincide
justamente con el predominio de esta mentalidad eficientista en nuestra época
el menosprecio y abandono de la vida contemplativa a título de inútil o
''alienada", y el canto a la acción y a la eficacia. La noción de un cosmos
o universo ordenado supone la existencia de unas causas finales —más o menos
remotas o inmanentes — concebidas por una mente superior y trascendente al
mundo mismo, esto es, la existencia de Dios, causa final última y supremo
ordenador del mundo. Su existencia y la existencia de la finalidad —causa
casarum— es lo que justifica la tendencia contemplativa, la contemplación
misma.
“Cabe reflexionar sobre el contraste que
media entre la simbolización plástica del sabio —o del pensar humano— en el hoy
y en el ayer”.
En
dos aspectos se pone de manifiesto la finalidad en la naturaleza. En primer
lugar, por tas tendencias espontáneas de los distintos seres, que no son
anárquicas sino orientadas a su sostenimiento y perfección. Pensemos en la
tendencia a respirar, a alimentarse, a crecer, a procrear, perfectamente teleológicas.
La propia hipótesis evolucionista ha tenido que asignar al impulso evolutivo una
tendencia hacia la complejidad, la adaptación y la perfección —completamente
opuesta a la acción ciega, disgregadora, de los elementos— que transfiere a una
supuesta causa eficiente universal las propiedades perfectivas de las antiguas “entelequias”
o formas sustanciales de la física cualitativa.
En
segundo término se manifiesta la finalidad en el mundo por la mutua
perfectibilidad de los seres naturales que hace de unos objeto adecuado de las
tendencias de otros y medio para su realización. En este orden de mutua
adecuación perfectiva se patentiza de modo objetivo la ley de armonía que rige
al mundo constituyéndolo en cosmos.
Esas
tendencias de los seres naturales hacia su perfección revisten modalidades
diversas según la naturaleza y capacidad cognoscitiva de cada uno. En los seres
inanimados —y en los vivientes no dotados de conocimiento (las plantas)— las
tendencias son ciegas, determinadas por la propia naturaleza que obra en ellos
impulsándolos hacia lo que les conviene y perfecciona (su bien), tal como
ocurre en los movimientos gravitatorios de los astros o en las afinidades
químicas de los cuerpos. En los seres dotados de conocimiento meramente
sensitivo (los animales) la tendencia puede el carácter de apetición (o de
instinto) en la que es el objeto conocido lo que determina una atracción o una
repulsión según que se trate de algo conveniente (bueno) o inconveniente (malo)
para la naturaleza del animal. La tendencia se realiza aquí bajo la luz de un
conocimiento del objeto y de su relación vital con el sujeto cognoscente, pero
sin que aparezca todavía la razón misma de apetibilidad, puesto que el animal
carece de facultad abstractiva. Es —diríamos— como un primer llamamiento del
ser en cuestión a colaborar en el movimiento que la naturaleza realiza teleológicamente
en él.
En
el ser racional, en fin, la tendencia adopta, el carácter reflexivo o
intelectual al conocer el sujeto, separada o abstractivamente, los motivos de la
apetibilidad o aspectos de conveniencia —o no conveniencia— del objeto y poder
decidir sobre ellos. Ningún objeto de este mundo realiza, sin embargo, la
noción plena del bien (o de lo deseable), sino que contiene aspectos de bien
(su ser positivo) y de mal (su defectividad) y por ello la voluntad —capacidad
de tender racionalmente— adquiere la posibilidad de decidirse a través de una
ponderación reflexiva de los motivos. Esta forma de tender libre constituye ya
un segundo y más profundo llamamiento a colaborar responsablemente en el
movimiento —la vida— que a ese sujeto se ha otorgado con su naturaleza y
personalidad.
Es
por lo tanto, el conocimiento —ese
fenómeno misterioso por el que unos seres se abren a la vivencia en sí misinos
de otros— lo que complica y perfecciona el movimiento teleológico del cosmos
haciendo que los seres cognoscentes participen en alguna manera y grado en la
realización e intencionalidad del mismo. Y el conocimiento —tomado en toda su
extensión— puede ser de tres grados u órdenes superpuestos: el que hemos
llamado conocimiento sensitivo o animal, que se realiza a través de los
sentidos corporales y capta objetos materiales concretos; el conocimiento
racional que mediante el entendimiento capta las esencias y relaciones
universales de las cosas, v el conocimiento sobrenatural o de las cosas divinas.
Según los escolásticos, estos tres órdenes de conocimiento se especifican por
una distinta luz o medio en el que se iluminan o hacen captables los objetos.
Para el conocimiento sensible este es un medio físico como la luz para la
visión o el aire para la audición. Para el conocimiento intelectual ese medio
es el entendimiento agente, luz del espíritu que ilumina el universal que está
en las cosas. Así, un animal puede conocer a este hombre, pero no al hombre,
porque carece de esa luz intelectual. Para el conocimiento sobrenatural ese
medio es lo que llaman los teólogos la luz de gloria, luz superior de la
contemplación beatífica.
“Goya, a despecho de su liberalismo (tan difícil de matizar), tuvo una de sus intuiciones proféticas en el aguafuerte titulado "El sueño de la razón produce monstruos’”. |
El
hombre posee por su naturaleza los dos primeros conocimientos y la luz en que
se realizan; no así el tercero, que puede alcanzarlo por una elevación de la
gracia en la bienaventuranza, o lograr algún atisbo de él en el éxtasis místico.
Cada uno de estos modos de conocer no anula ni contradice al que le es
inferior, sino que lo penetra y trasciende en profundidad y claridad. Así, el
conocimiento animal, que no rebasa la esfera de lo sensible natural, es
verdadero y eficaz dentro de su orcen y constituye para el hombre la vía de
acceso al saber intelectual, propiamente humano. De modo análogo, el saber de
gloria no anula o contradice el esfuerzo intelectual, sino que lo trasfunde y
perfecciona. Se cuenta que Santo Tomás de Aquino, el más grande teólogo
cristiano, alcanzó un éxtasis místico al final de su vida, y a partir de ese
momento nada volvió ya a escribir; pero no porque después de él reconociera
como falso o rectificable cuanto había escrito, sino porque —según su
testimonio— “le parecía como paja” al lado de la profundidad intuitiva y
luminosa de cuanto en breves instantes había contemplado. Alguien ha dicho que
cada uno de estos órdenes de conocimiento se comporta respecto al inmediato
superior como la línea asíntota, que puede aproximarse indefinidamente sin
llegar nunca a coincidir. Así, un conocimiento muy agudo y relacionante en el
animal puede determinar en él una conducta parecida a la humana, pero nunca
coincidente ni capaz de captar motivaciones abstractas. Y así también el saber
humano puede aproximarse a una noción de las cosas divinas, pero siempre bajo
forma abstracta e impropia, sin alcanzar nunca de por sí aquella “luz de gloria”.
Cabe
así distinguir en la vida del hombre —como en la de los animales— una vida
cognoscitiva y otra activa. El ser vivo cognoscente conoce, por un lado, lo que
le rodea y es por él captable (lo vive en sí, intencionalmente), y, por otro,
reacciona sobre lo conocido haciendo de ello objeto —positivo o negativo— de
sus tendencias. Tendencias que pueden ser también ciegas, pero que en el hombre
—como ser que cala en varios estratos ónticos— son también apetitivas
(respondiendo a un conocimiento sensitivo) y volitivas (subsiguientes a un
conocimiento racional). Por lo mismo, cabe también distinguir en el
conocimiento una modalidad desinteresada o pura —el conocer contemplativo— y
otra orientada a la acción, un saber para hacer. El saber del médico, del
ingeniero, del agricultor o del artesano, aunque comporte conocimientos,
objetivos y causas de las cosas se orienta siempre —en su medida e intención— a
la acción de curar, de construir, de producir, etc. El saber, en cambio, del
investigador que busca la explicación de fenómenos o de realidades tal vez muy
alejadas de toda posible utilidad, es un conocimiento especulativo o de
contemplación. Puede unirse a la utilidad o conveniencia personales del
investigador —a su provecho o satisfacción— pero en sí mismo considerado no se
orienta ni mueve por la acción ni por fin práctico alguno. Esta distinción de
saberes se da en el hombre, pero no en el animal cuyo conocimiento está íntegramente
orientado a la acción (a la vida), ni en el bienaventurado, cuyo saber es
puramente contemplativo, desinteresado.
Esta
posición relativa del saber de contemplación y del saber de acción en la
jerarquía de los seres cognoscentes nos da una primera solución en el tema tan
debatido de si la contemplación es superior y prima sobre la acción, o a la
inversa. Problema complicado ya que de una parte, parece que el conocimiento se
ordena a la acción —supuesto que ésta requiere un previo conocimiento— y de
otra, la contemplación requiere también de la acción, sea para la observación y
experimentación del objeto conocido, sea como adquisición en el sujeto de las
virtudes morales que le permitan elevarse a la contemplación por sobre el
influjo constante de las pasiones. Aparentemente entrelazados en la vida
práctica de cada hombre, y aun en la teoría, contemplación y acción son dos
modos distintos de vivir en el hombre —los dos únicos posibles—, y reviste el
mayor interés para la comprensión de su ser profundo el determinar la prioridad
de una u de otra.
Para
Santo Tomás no ofrece duda la superioridad de la vida contemplativa sobre la
activa, por más que ambas sean necesarias a la vida humana y que su cultivo
predominante dependa en cada uno de su propia vocación y aptitudes. Dos de las
razones que aduce en su Suma contra Gentiles (IIL 37) para aquella superioridad
coinciden con esa jerarquía cognoscitiva de los seres que acabamos de señalar.
“La contemplación —dice— es propia de los hombres: los animales no son capaces
de ella". Por la contemplación el hambre se asemeja a los seres que le son
superiores: los ángeles y Dios". Las otras razones de esa superioridad
son: que la contemplación no tiende a ningún fin, sino que es fin en sí misma;
que las otras actividades humanas están orientadas a ella y como a su servicio;
que en ella el hombre se basta a sí mismo y alcanza el más alto y duradero
grado de fruición o goce; que por ella, en fin, puede llegar a las causas
últimas y a una noción de los seres sobrenaturales.
La
Sagrada Escritura se muestra también terminante sobre la primacía
contemplativa. Las esposas de Jacob, Lía y Raquel representan la acción y la
contemplación, v la superioridad de ésta; las anfitrionas de Cristo en casa de
Lázaro, Marta y María, simbolizan esta misma dualidad. Y Jesús alaba la actitud
de María y reprende dulcemente a Marta, no por su actividad, sino por su
crítica al abandono contemplativo de su hermana. La predicación de Cristo está,
por lo demás, trasfundida de este relativo abandono de la acción y de la
utilidad ante la entrega contemplativa a aquello que verdaderamente importa. Causa
primera y Fin último de cuanto tiene ser. Es el elogio de las avecillas del
campo a quienes Dios alimenta y viste; es el imperativo de buscar el reino de
Dios y su justicia por encima de lo demás que será dado por añadidura; es la
misma oración del Padrenuestro cuya primera petición se refiere a la gloria de
Dios y a la venida de su
Reino,
para sólo después pedir el pan nuestro, reduciendo su deseo y búsqueda al de
"cada día”.
Idéntica
superioridad del saber especulativo —o de la contemplación de la verdad - puede
descubrirse en el orden puramente natural y humano. Todo arte o toda técnica
dimana de un previo saber por causas o de una intuición sobre el ser. Una
civilización centrada en la técnica es una civilización que vive de reservas y
que se agota a sí misma. Asimismo toda civilización histórica brota de una
iluminación religiosa sobre el ser y su finalidad. En la base y origen de la
civilización llamada occidental, o de la islámica o de las orientales,
encontramos siempre una emoción colectiva de carácter religioso y un
consiguiente destino común. A partir de ella nació el arte, la técnica, las
relaciones políticas o jurídicas características de ese pueblo o civilización
histórica. Constituye el mayor espejismo el suponer que puesto que los técnicos
son quienes materialmente realizan las mansiones, los templos, las vías o los
talleres, son ellos los autores de la Ciudad humana y a ellos debe confiarse su
gobierno. Esto es ignorar que técnicos y realizadores nunca faltarán al servicio
de cualquier empresa común con aliento creador y fuerza de inspiración. Pero
que, si de los solos medios prácticos o utilitarios dependiese, jamás pueblo
alguno habría emergido de los adobes tribales o de las arenas del desierto.
“A la imagen ideal del monje macilento y
ascético ha sustituido como paradigma la del clérigo “eficaz" y
apresurado, con grueso portafolio bajo el brazo”.
El
afán —radicalmente humano— de conocer lo que es, de penetrar sus causas y sus
fines, culmina necesariamente en la búsqueda y contemplación de lo que es en sí,
Cansa última y Fin supremo de cuanto tiene ser y movimiento. A este encuentro
coa la plenitud del ser se encamina —aunque a menudo inconscientemente— el
eterno esfuerzo cognoscitivo del hombre, su anhelo insaciable de entender y
saber. Al igual que su innato deseo de felicidad, nunca satisfecho con las
cosas de este mundo que la naturaleza o la técnica puede ofrecerle.
El
término contemplación deriva de la voz latina templum (contemplari). Consiste
según esta etimología en una vivencia o morada “en el templo”. El templo posee
una significación profunda tanto para las antiguas culturas —la grecorromana o
las contenidas en la Biblia—como para el cristianismo. La ciudad antigua se
define como tributaria del templo, nacida en torno a él y que en él halla su
culminación. La destrucción de una ciudad finalizaba o se consumaba por la
destrucción de su templo. El templo es un recinto limitado y sagrado --lugar
santo— en el que Dios —o los dioses— inspiran y tutelan a la ciudad, a sus
hombres y a sus leves. Al igual que toda ciudad humana es limitada y diferente
de las demás —como individuo y diferente es cada hombre— así también el templo
reserva a un sitio o lugar concreto, diferenciado, la comunicación con las
cosas santas y la inspiración divina.
Jesucristo,
N. S. no disminuyó en su predicación y ejemplo el significado del templo y la
“contemplación. El no predicó una oración anárquica en cualquier lugar, ni en
"el templo de la naturaleza' -ni menos una oración ‘”social”—, sino que se
sometió a todos los ritos del templo y arrojó más tarde a los mercaderes de su
recinto como a profanadores de "la Casa del Padre". Y el testimonio
que se adujo como definitivo en su proceso ante el tribunal judío fueron sus
palabras: "destruid este templo y Yo lo reconstruiré en tres días".
Palabras que se interpretan en relación metafórica con su propio cuerpo y su
resurrección, pero que pueden también referirse al templo como lugar del culto
divino, a la Iglesia por El fundada y por El asistida. Y cuando predice el signo
de los tiempos postreros habla de "la abominación de la desolación
instalada en el lugar santo”. De esta entrega humilde del contemplativo al
influjo de la divina gracia en la santidad del templo o Casa del Padre brotan
las tres partes de que se compone la contemplación: la oratio —o espera de ese superior influjo—, la meditatio —o acogida en el secreto del corazón—, y la lectio o interpretación de esa
inspiración divina. La concreción espacial, limitada, del templo —al igual que
la concreción ritual de una tradición determinada-- han sido siempre
características de la religiosidad teística, y muy particularmente del
cristianismo.
* * *
Si
la contemplación de la verdad —natural o sobrenatural— tiene primacía y
superioridad, y se trata de la operación propia del hombre —lo que su
naturaleza, añade a la del animal—, ¿qué sentido poseerá para el hombre la
acción? ¿Constituirá una raíz de mal o de “alienación” que la aparte de su
verdadero objetivo? ¿O será, por el contrario, como sostiene nuestra
civilización fáustica, el cumplimiento terreno de todo saber, el desenlace
obligado de la vida humana?
La
acción, en rigor, depende de la condición del hombre, “animal racional" o
‘espíritu encarnado’, según se lo considere desde abajo o desde encima de su
propia naturaleza. La acción es necesaria a su vida animal y, además, a la
preparación y cumplimiento de la vida contemplativa. En primer lugar porque la
adquisición de las virtudes, mediante la reiteración del acto bueno, hace en
nosotros posible la superior dedicación contemplativa al liberamos de la sujeción
a las pasiones interiores y a los incentivos sensibles del mundo exterior. En
segundo, porque nuestra condición carnal e intelectiva nos exige valernos de
los datos sensibles —que solo la acción puede suministrarnos y ampliarnos— para
conocer lo universal, las causas de las cosas y la Causa Suprema de todas
ellas. Añádase a esto la condición humana de “naturaleza caída" como
consecuencia del pecado original en la cual la posesión de la tierra, el acceso
a la verdad y la misma supervivencia se endurecieron para el hombre hasta convertir
la siempre necesaria acción en la aspereza y el sudor del trabajo.
La
acción es, pues, para el hombre no solo buena sino necesaria tanto desde un punto
de vista filosófico-natural como teológico. Pero, como roda realidad
intencional, la acción debe estar sometida a un fin, y, por ello mismo, a la
jerarquía objetiva de los fines. La acción no es fin en sí misma, como tampoco
lo son los fines inmediatos por ella alcanzados para el sostenimiento o el
confort de la vida humana. La acción se ordena, a través de esa jerarquía de
los fines, a la contemplación desinteresada de la verdad en la cual se rompe
—con el ejercicio de la función propiamente humana— el mutuo condicionamiento
de producción y consumo a que aboca una actividad desprovista de trascendencia.
La
contemplación natural de la verdad asequible al entendimiento está, asimismo,
ordenada a la contemplación sobrenatural en la que puede darse la completa
posesión y fruición de la verdad. O, por lo menos, abierta a ella, toda vez que
esta, en lo que tiene de acceso a una luz superior, no es asequible a las solas
fuerzas humanas.
El
saber meramente científico en el sentido positivista de la palabra —saber de “hechos”
sin relación con su sustancia ni con sus causas últimas— crea un círculo o
sector de conocimientos cuyo desarrollo o progreso acrece simultáneamente la
frontera o límite con lo que no se sabe, esto es, con la ignorancia consciente;
y ello de un modo indefinido por principio. Como el sector de luz de un faro
que es más extenso cuanto mayor sea su potencia, pero también más dilatado el
límite del mismo con las tinieblas circundantes. De modo tal que la ciencia
físico-matemática actual, con sus inmensas conquistas cognoscitivas y técnicas,
está tan lejos de las causas de las cosas, es decir, de dar respuesta al innato
anhelo de saber en el hombre, como lo estaba en sus orígenes presocráticos.
El
predominio de la acción sobre la contemplación ha llevado a la modernidad a
poseer un concepto —y una imagen— muy distinta del saber que la poseída por
edades anteriores. Cabe reflexionar sobre el contraste que media entre la
simbolización plástica del sabio —o del pensar humano— en el hoy y en el ayer.
Podríamos tomar como representación típica de la actividad intelectual en la
modernidad a la conocida estatua de Rodin “El Pensador”. Un hombre desnudo
—desnudo de todo símbolo y pre-concepto- - “problematiza” con gesto
concentrado, mirando hacia la tierra, torturándose y aun retorciéndose sobre sí
mismo como si su eterno análisis multiplicara sin límite la profundidad y
extensión de los problemas. La civilización cristiana nos legó, en cambio, la
imagen típica del “santo doctor”, a cuyo esquema se han ajustado tantos cuadros
e imágenes de San Agustín, de San Isidoro, de Santo Tomás, etc. El sabio
aparece en ellos rodeado de libros o manuscritos, tal vez con la pluma en la
mano, pero su mirada se dirige a lo alto y, como coronación de su esfuerzo, un
rayo de luz desciende sobre su mente, o las tinieblas se descorren ante una
visión celestial, o su rostro aparece iluminado con la fruición serena y
bienaventurada de quien ha alcanzado un atisbo de la verdad suprema.
La
contemplación no se encamina por sí misma a la acción ni es función de ésta, sino
que, por el contrario, es la acción —la vida activa— la que sirve y se encamina
(objetivamente) a la contemplación. Tampoco la temporalidad o sucesión del
hacer y del vivir humanos imponen una condición dialéctica al pensar ni a la
verdad que es su fruto. Más bien es en la contemplación donde se alcanza un
trascender esa limitación de la humana condición. Para Aristóteles la felicidad
plena o eudemonía era como la
vivencia prolongada del instante de comprender o alcanzar la verdad, goce
supremo pero fugacísimo en esta vida. Y recuérdese la leyenda cristiana
—recogida en las cantigas de Alfonso el Sabio— del monje que creyó imposible la
bienaventuranza por la condición mudable del espíritu humano incompatible con
una duración sin término “De como o monge
oyou cantar unha paixarinha et estovo CCC annos al son dela”. Si el
arrobamiento ante una fugaz belleza natural puede suspender la percepción del
tiempo hasta confundir tres siglos con un instante, la contemplación de Dios hará
que la eternidad, al saciar plenamente nuestras facultades, pueda igualmente
considerarse un instante y una eternidad.
El
racionalismo moderno —y la civilización que ha inspirado— ha transformado
esencialmente esa jerarquía natural que lleva de la acción a la contemplación, de
lo temporal a lo intemporal, de la contemplación natural a la disponibilidad de
la sobrenatural. La ruptura se inició en el ya lejano nominalismo pre-renacentista
que declaró inasequible para la razón el orden metafísico y el religioso,
reservando éste exclusivamente a la fe. El saber tendrá así como único objeto,
en boca de Francisco Bacon, la previsión de fenómenos y el dominio de la
naturaleza. El protestantismo relegará la religión a la intimidad de la
conciencia en una libre vivencia de la fe y, más tarde, el modernismo hará de
la fe un mero sentimiento matizado por las cambiantes necesidades espirituales
y materiales del hombre. Hegel y Marx, en fin, proclamarán el primado de la
acción y la evolución intrínseca del pensamiento y de la verdad.
Pero
esta gran subversión espiritual que sitúa el saber al servicio de la acción y niega
el sentido de la contemplación no hubiera sido posible sin una paralela
subversión del ámbito humano en que el espíritu fructifica y del templo que
acoge e inspira la contemplación de las cosas sagradas. Ese ámbito, que era la
Cristiandad o sociedad cristiana, ha sido minuciosamente desmontado por la
Revolución que triunfó en Europa entre 1789 y 1833. Su esquema ideal era el de
una sociedad exenta de inspiración religiosa —laica— y libre de cuerpos o
instituciones vinculadores —individualista—. Las creencias, los imperativos morales,
las costumbres, fueron combatidos como "prejuicios" (hoy,
“alienaciones”), al paso que una sociedad extrínseca, funcionalizada hacia el
bienestar terreno y la democracia, era glorificada como la meta del progreso
humano.
La
contemplación se vio así privada de sus cauces naturales y de sus objetivos en
la mente de los hombres. Goya, a despecho de su liberalismo (tan difícil de
matizar), tuvo una de sus intuiciones proféticas en el aguafuerte titulado
"El sueño de la razón produce monstruos’. Un enciclopedista de su época se
ha dormido apoyada la cabeza sobre su mesa de trabajo —trabajo de un
intelectual de formación puramente libresca—, y de su mente brota un tropel de
seres monstruosos y demoníacos: la obra de la razón no consiste en elucubrar
sobre sus propias categorías, sino en partir de la realidad y apoyarse en ella
para ascender en el conocimiento de las causas guiada por la jerarquía natural
de los seres. En otro caso, los monstruos de la rebelión permanente, de la
planificación universal, del nihilismo o de la utopía son fatalmente su
cosecha.
A
nuestra época escaba reservada, sin embargo, la consumación de este proceso al
llegar en ella la subversión hasta la cumbre del Templo que aún coronaba
incólume la Ciudad resquebrajada y estéril. En este tiempo nuestro hemos visto
a los sacerdotes y guardianes del Templo santo incorporarse a la turba de los
incendiarios de la Ciudad y emplearse sin freno en la demolición del patrimonio
sagrado que ellos recibieron como depósito y como función. Y así los vemos hoy
afanarse en la “desmitificación" de la fe, en la “desacralización” del
culto y otras empresas contradictorias, al mismo tiempo que definen la religión
y la Iglesia como "un servicio a la Humanidad". La promoción de una
vaga fraternidad humana, de la paz, del desarrollo económico, del bienestar
social y de la igualdad son los objetivos explícitos de una religión que lo es
ya sólo de nombre y de modo vergonzante. A la imagen ideal del monje macilento
y ascético ha sustituido como paradigma la del clérigo “eficaz" y apresurado,
con grueso portafolio bajo el brazo. Pero si la primacía de la acción encierra
a la Ciudad humana en un círculo sin salida en cuyo centro ríe el Diablo del Fausto,
cuando esa misma primacía se aplica al Templo el efecto es aún mayor: lo vacía de
su misma sustancia y realidad. El Templo
no es ya lugar de contemplación sino de ruido y de subversión, simplemente
porque ya no es templo. Al igual que la llamada sociedad de consumo y del fácil
transporte origina una atmósfera irrespirable, así la corrupción del Templo
hace imposible la oración personal, que es como la respiración del alma.
La
ruina total y definitiva de la antigua Roma se resumió siempre en “la entrada
de los bárbaros en el Capitolio”, es decir, en el templo supremo de la Urbe.
Nuestra civilización no perece por bárbaros o extranjeros, sino que produce o
destila de sí misma sus propios bárbaros. En nuestros días se ha producido la irrupción
de estos bárbaros inmanentes en el Capitolio o santuario de nuestra Ciudad, que
es la Iglesia Católica. Por eso no se
trata de una destrucción exterior, a sangre y fuego, sino de una autodemolición
taimada, silenciosa.
Si
la Ciudad (nuestra civilización) ha de supervivir o renacer será preciso ante
todo reconstruir el Templo que la alberga. Porque, aunque el Templo culmine la
Ciudad y su destrucción haya sido la conquista postrera de los bárbaros, su
restauración habrá de ser la primera. Ya que ninguna Ciudad se funda ni crece
si no es bajo la sombra de un santuario. Mientras los bárbaros permanezcan en
él entregados a sus sacrilegios no se espere el orden ni la paz, ni las costumbres
ni la convivencia de la Ciudad. Pretender sustituir la religión por la cultura
como aglutinante social conduce al ejemplo que hoy nos ofrece Europa en sus
zonas más “desarrolladas". Mientras tanto, para que el latido de la
oración y la contemplación no se apague en el mundo, aprendamos a construir el
Templo en nuestro corazón manteniéndolo en la fidelidad a la fe recibida y en
la recta jerarquía de los fines que conduce a la contemplación de las cosas en
Dios.