Córdoba, 23 de julio de 1967.
El mensaje escondido de la eterna
sonrisa,
con que mira la vida, con su sed
de palabras,
ensanchó la medida de mi molde
pequeño,
en la simple estructura de su ser
y su casa.
Después de visitarlo, me
parecieron huecas
las cosas aparentes que en la voz
nos hermanan
y descubrí que Cristo vivía más
profundo
en su mirada inmensa, que en
todas mis nostalgias.
No tuvo que esforzarse para
enseñarme cosas,
yo llegué hasta su vida con mi
presencia trágica,
creyendo que un pasado de noches
angustiosas
le daban a mi bronce sonido de
campanas.
Se limitó a mirarme, le
interrumpí la cena
y aguantó la insolencia de mi
musa porfiada
y la calle que luego se encadenó
a mis pasos
me resultó de pronto dolidamente
larga.
No estaba preparado para tantas
lecciones
y el pulso de mi vida, por la
ciudad extraña,
creció hasta la provincia donde
dejé mis sueños
y sentí por mis versos algo así
como lástima.
Es difícil al hombre declararse
pequeño,
cuando cree que camina cargadas
las espaldas
de cosas que le duelen, con el
dolor sin nombre
que en la arista más simple se
vuelve resonancia.
Es difícil y hermoso descubrir la
medida
de quién lo dice todo, cuando no
dice nada
y regresar despacio, resolviendo
el silencio
en la gran sinfonía de la carne y
el alma.
Yo aprendí muchas cosas la tarde
que nos vimos
y me siento usurero de toda esa
ganancia
y quiero cuando muera que pongan
en mi tumba:
“Comprendió a Castellani’’ y una
Cruz y una Espada.
Francisco Berra