martes, 16 de septiembre de 2014

EPISTOLA AL P. CASTELLANI






Córdoba, 23 de julio de 1967.


El mensaje escondido de la eterna sonrisa,
con que mira la vida, con su sed de palabras,
ensanchó la medida de mi molde pequeño,
en la simple estructura de su ser y su casa.

Después de visitarlo, me parecieron huecas
las cosas aparentes que en la voz nos hermanan
y descubrí que Cristo vivía más profundo
en su mirada inmensa, que en todas mis nostalgias.

No tuvo que esforzarse para enseñarme cosas,
yo llegué hasta su vida con mi presencia trágica,
creyendo que un pasado de noches angustiosas
le daban a mi bronce sonido de campanas.

Se limitó a mirarme, le interrumpí la cena
y aguantó la insolencia de mi musa porfiada
y la calle que luego se encadenó a mis pasos
me resultó de pronto dolidamente larga.

No estaba preparado para tantas lecciones
y el pulso de mi vida, por la ciudad extraña,
creció hasta la provincia donde dejé mis sueños
y sentí por mis versos algo así como lástima.

Es difícil al hombre declararse pequeño,
cuando cree que camina cargadas las espaldas
de cosas que le duelen, con el dolor sin nombre
que en la arista más simple se vuelve resonancia.

Es difícil y hermoso descubrir la medida
de quién lo dice todo, cuando no dice nada
y regresar despacio, resolviendo el silencio
en la gran sinfonía de la carne y el alma.

Yo aprendí muchas cosas la tarde que nos vimos
y me siento usurero de toda esa ganancia
y quiero cuando muera que pongan en mi tumba:
“Comprendió a Castellani’’ y una Cruz y una Espada.



Francisco Berra