I.
GRAVEDAD DE LOS PECADOS DEL SACERDOTE
Gravísimo es el pecado del sacerdote, porque peca a plena luz, ya que pecando sabe bien lo que hace. Por esto decía Santo Tomás que el pecado de los fieles es más grave que el de los infieles, “precisamente porque conocen la verdad” (...). El sacerdote está de tal modo instruido en la ley, que la enseña a los demás: Pues los labios del sacerdote deben guardar la ciencia, y la doctrina han de buscar su boca [Malaquías 2, 7]. Por esta razón dice San Ambrosio que el pecado de quien conoce la ley es en extremo grande, no tiene la excusa de la ignorancia (...). Los pobres seglares pecan, pero pecan en medio de las tinieblas, del mundo, alejados de los sacramentos, poco instruidos en materia espiritual; sumergidos en los asuntos temporales y con el débil conocimiento de Dios, no se dan cuenta de lo que hacen pecando, pues “flechan entre las sombras” [Sal 10, 3], para hablar con el lenguaje de David. Los sacerdotes, por el contrario están tan llenos de luces, que son antorchas, destinadas a iluminar a los pueblos Vosotros sois la luz del mundo [Mt 5, 14].
Gravísimo es el pecado del sacerdote, porque peca a plena luz, ya que pecando sabe bien lo que hace. Por esto decía Santo Tomás que el pecado de los fieles es más grave que el de los infieles, “precisamente porque conocen la verdad” (...). El sacerdote está de tal modo instruido en la ley, que la enseña a los demás: Pues los labios del sacerdote deben guardar la ciencia, y la doctrina han de buscar su boca [Malaquías 2, 7]. Por esta razón dice San Ambrosio que el pecado de quien conoce la ley es en extremo grande, no tiene la excusa de la ignorancia (...). Los pobres seglares pecan, pero pecan en medio de las tinieblas, del mundo, alejados de los sacramentos, poco instruidos en materia espiritual; sumergidos en los asuntos temporales y con el débil conocimiento de Dios, no se dan cuenta de lo que hacen pecando, pues “flechan entre las sombras” [Sal 10, 3], para hablar con el lenguaje de David. Los sacerdotes, por el contrario están tan llenos de luces, que son antorchas, destinadas a iluminar a los pueblos Vosotros sois la luz del mundo [Mt 5, 14].
A
la verdad, los sacerdotes han de estar muy instruidos al cabo de tanto libro
leído, de tantas predicaciones oídas, de tantas reflexiones meditadas, de
tantas advertencias recibidas de sus superiores; en una palabra, que a los
sacerdotes se les ha dado conocer a fondo los divinos misterios [Lc 8, 10]. De
aquí que sepan perfectamente cuánto merece Dios ser amado y servido y conozcan
toda la malicia del pecado mortal enemigo tan opuesto de Dios, que, si fuera
capaz de destrucción, un solo pecado mortal, lo destruiría, según dice San
Bernardo: “El pecado tiende a la destrucción de la bondad divina” (...); y en
otro lugar; “El pecado aniquila a Dios en cuanto puede” (ib). De modo que como
dice el autor de la “Obra imperfecta”, el pecado hace morir a Dios en cuanto
depende de su voluntad (...). En efecto, añade el P. Medina “el pecado mortal
causa tanta deshonra y disgusto a Dios, que si fuera susceptible a la tristeza,
lo haría morir de dolor” (...).
Harto
conocido es esto del sacerdote y la obligación que sobre él pesa, como
sacerdote, de servirle y amarla, después de tantos favores de Dios recibidos.
Por esto, “cuanto mejor conoce la enormidad de la injuria, hecha a Dios por el
pecado, tanto crece de punto de gravedad de su culpa”, dice San Gregorio.
Todo pecado del sacerdote es pecado de malicia como lo fue el pecado de los ángeles, que pecaron a plena luz. “Es un ángel del Señor, dice San Bernardo, es pecado contra el cielo (...). Peca en medio de la luz, por lo que su pecado, como se ha dicho, es pecado de malicia, ya que no puede alegar ignorancia, pues conoce el mal del pecado mortal, ni puede alegar flaqueza, pues conoce los medios para fortalecerse, si quiere y si no lo quiere, suya es la culpa: Cuerdo dejó de ser para obrar bien [Salmo 35, 4]. “Pecado de malicia, enseña santo Tomás, es el que se comete a sabiendas (...); y en otro lugar afirma que “todo pecado de malicia es pecado contra el Espíritu Santo es pecado contra el Espíritu Santo, dice San Mateo no se (le) perdonará ni en este mundo ni en el venidero [Mt 12, 32]; y quiere con ello significar que tal pecado será difícilmente perdonado, a causa de la ceguera que lleva consigo, por cometerse maliciosamente.
Nuestro
Salvador rogó en la cruz por sus perseguidores diciendo: Padre, perdónalos
porque no saben lo que hacen [Lc 23, 34]; y esta oración no vale a favor de los
sacerdote malos, sino que, al contrario, los condena, pues los sacerdotes saben
lo que hacen. Se lamentaba Jeremías, exclamando: ¡Ay, como se ha oscurecido el
oro, ha degenerado el oro mejor! [Lam. 4, 1]. Este oro degenerado, dice el
cardenal Hugo, es precisamente el sacerdote pecador, que tendría que
resplandecer de amor divino, y con el pecado se trueca en negro y horrible de
ver, hecho objeto de honor hasta el mismo infierno y más odioso a los ojos de Dios
que el resto de los pecadores, San Juan Crisóstomo dice que “el Señor nunca es
tan ofendido como cuando le ofenden quienes están revestidos de la dignidad
sacerdotal” (...).
Lo
que aumenta la malicia del pecado del sacerdote es la ingratitud con que paga a
Dios después de haberlo exaltado tanto. Enseña Santo Tomas que el pecado crece
de peso y proporción de la ingratitud. “Nosotros mismos, dice San Basilio, por
ninguna ofensa nos sentimos tan heridos como la que nos infieren nuestros
amigos y allegados (...). San Cirilo llama precisamente a los sacerdotes:
familiares íntimos de Dios. “¿Cómo pudiera Dios exaltar más al hombre que
haciéndolo sacerdote?”, pregunta san Efrén. ¿Qué mayor nobleza, qué mayor honor
puede otorgarle de las almas y dispensador de los sacramentos? Dispensadores de
la casa real llama San Próspero a los sacerdotes. El Señor eligió al sacerdote,
entre tantos hombres, para que fuera su ministro y para que ofreciese
sacrificio a su propio Hijo [Eclo 45, 20]. Le dio poder omnímodo sobre el
Cuerpo de Jesucristo; le puso en las manos las llaves del paraíso; lo enalteció
sobre todos los reyes de la tierra y sobre todos los ángeles del cielo, y, en
una palabra, lo hizo Dios en la tierra. Parece que Dios dice solamente al
sacerdote: “¿Qué más cabía hacer a mi viña que yo no hiciera con ella?” [Is 5,
4]. Además, ¡qué horrible ingratitud, cuando el sacerdote tan amado de Dios le
ofende en su propia casa! ¿Qué significa mi amado en mi casa mientras comete
maldades? [Jer 11, 15], pregunta el Señor por boca de Jeremías. Ante esta
consideración, se lamenta San Gregorio diciendo: “¡Ah Señor!”, que los primeros
en perseguirnos son los que ocupan el primer rango en vuestra Iglesia (...).
Precisamente
de los malos sacerdotes parece se queja el Señor cuando clama al cielo y a la
tierra para que sean testigos de la ingratitud de sus hijos para con El:
Escuchad cielos, y presta oído tierra, pues es Yahveh quien habla; hijos he
criado y engrandecido, pero se han rebelado contra mí [1S 1, 2]. ¿Quiénes, en
efecto, son estos hijos más que los sacerdotes, que habiendo sido sublimados
por Dios a tal altura y alimentados en su mesa con su misma carne, se
atrevieron luego a despreciar su amor y su gracia? También de esto se quejó el
Señor por boca de David con estas palabras: Si afrentados me hubiera un enemigo
yo lo soportaría [Salmo 54, 3]. Si un enemigo mío, un idolatra, un hereje, un
seglar, me ofendiera, todavía lo podría soportar; pero ¿cómo habré de poder
sufrir el verme ultrajado por ti, sacerdote, amigo mío y mi comensal? Mas
fuiste tú el compañero mío, mi amigo y confidente; con quien en dulce amistad
me unía [Sal 54, 14.15]. Se lamentaba de esto Jeremías, diciendo: “Quienes
comían manjares delicados han perecido por las calles: los llevados envueltos
en púrpura abrazaron las basuras [1 Pedro 11, 9; Ex 19, 6]. ¡Qué miseria y qué horror!,
exclama el profeta; el que se alimentaba con alimentos celestiales y vestía de
púrpura, se vio luego cubierto de un manto manchado por los pecados,
alimentándose de basuras estercolares... Y San Juan Crisóstomo, o sea el autor
de la “Obra imperfecta”, añade: «Los seglares se corrigen fácilmente, en cuanto
que los sacerdotes, si son malos, son a la vez incorregibles»
II.
CASTIGOS DEL PECADO DEL SACERDOTE
Consideremos ahora el castigo reservado al sacerdote pecador, castigo que ha de ser proporcionado a la gravedad de su pecado. Mandará lo azoten en su presencia con golpes de número proporcionado a su culpabilidad [Deut 25, 2], dice el Señor en el Deuteronomio. San Juan Crisóstomo tiene ya por condenado al sacerdote que durante el sacerdocio comete un solo pecado mortal: “Si pecas siendo hombre particular, tu castigo será menor, pero si pecas siendo sacerdote estás perdido”. Y a la verdad que son por boca de Jeremías contra los sacerdotes pecadores: Porque incluso el profeta y el sacerdote se han hecho impíos; hasta en mi propia casa he descubierto su maldad, declara Yahveh. Por esto su camino será para ellos resbaladero en tinieblas: serán empujados y caerán en él [Jer. 23, 11-12]. ¿Qué esperanza de vida daríais, sobre un terreno resbaladizo, sin luz para ver donde pone el pie mientras, de vez en cuando, le dieran fuertes empujones para hacerlo despeñar? Tal es el desgraciado estado en que se halla el sacerdote que comete un pecado mortal. Resbaladero en tinieblas: el sacerdote, al pecar pierde la luz y queda ciego: Mejor les fuera, dice San Pedro, no haber conocido el camino de la justicia que, después de haberlo conocido, volverse atrás de la ley santa a ellos enseñada [2 Petr. 2, 21]. Más le valdría al sacerdote que peca ser un sencillo aldeano ignorante que no entendiese de letras. Porque después de tantos sermones oídos y de tantos directores, y de tantas luces recibidas de Dios, el desgraciado, al pecar y hollar bajo sus plantas todas las gracias de Dios recibidas, merece que la luz que le ilustró no sirva más que para cegarlo y perderlo en la propia ruina. Dice San Juan Crisóstomo que “a mayor conocimiento corresponde mayor castigo, añade que por eso el sacerdote las mismas faltas que sus ovejas no recibirá el mismo castigo, sino mucho más duro” (...).
El
sacerdote cometerá el mismo pecado que muchos seglares, pero su castigo será
mucho mayor y quedará más obcecado que esos seglares, siendo castigado
precisamente como lo anuncia el profeta: Escuchad, pero sin comprender, y ved,
más sin entender [Lc 8, 10]. Esto es lo que nos enseña la experiencia, dice el
autor de la “Obra imperfecta”: “El seglar después del pecado se arrepiente”. En
efecto, si asiste a una misión, oye algún sermón fuerte, o medita las verdades
eternas acerca de la malicia del pecado, de la certidumbre de la muerte, del
rigor del juicio divino o de las penas del infierno, entra fácilmente en sí
mismo y vuelve a Dios, porque, como dice el Santo, “esas verdades le conmueven
y le aterran como algo nuevo”, al paso que al sacerdote que ha pisoteado la
gracia de Dios y todas las gracias de Él recibidas, ¿qué impresión le pueden
causar las verdades eternas y las amenazas de las divinas Escrituras? Todo
cuanto encierra la Escritura, continúa el mismo autor, todo para él está
gastado y sin valor; por lo que concluye que no hay cosa más imposible que
esperar la enmienda del que lo sabe todo y, a pesar de ello peca (...). “Muy
grande es, dice San Jerónimo, la dignidad del sacerdote, pero muy grande es
también su ruina si en semejante estado vuelve la espalda a Dios” (...).
“Cuánto mayor es la altura a que le sublimó Dios, dice San Bernardo, tanto
mayor será el precipicio” (...). “Quien se cae del mismo suelo, dice san
Ambrosio, no se suele hacer mucho daño, pero quien cae de lo alto no se dice que
cae, sino que se precipita, y por eso la caída es mortal” (...). Alegrémonos,
dice San Jerónimo, nosotros los sacerdotes, al vernos en tal altura, pero
temamos por ello tanto más la caída” [In Ez. 44].
Diríase
que Dios habla a solos sacerdotes cuando dice por boca de Isaías: Te había
colocado en la santa montaña de Dios y te he destruido [Ez. 28, 14. 16]. ¡Oh
sacerdote! dice el Señor, yo te había colocado en mi monte santo para que fueras
luz del mundo: Vosotros sois la luz del mundo. No puede esconderse una ciudad
puesta sobre la cima de un monte [Mt 5, 14]. Sobrada razón, por lo tanto, tenía
San Lorenzo Justiniano para afirmar que “cuanto mayor es la gracia concedida
por Dios a los sacerdotes, tanto más digno de castigo es su pecado, y que
cuanto más alto es el estado a que se le ha sublimado, tanto será más mortal la
caída”. “El que se cae al río, tanto más profundo cae cuanto de más arriba fue
la caída” (...).
Sacerdote
mío, mira que habiéndote Dios exaltado tan alto al estado sacerdotal te ha
sublimado hasta el cielo, haciéndote hombre no ya terreno, sino celestial; si
pecas caes del cielo, por lo que has de pensar cuán funesta será tu caída, como
te lo advierte San Pedro Crisólogo: “¿Qué cosa más alta que el cielo?; pues del
cielo cae quien peca entre las cosas celestiales” (...). “Tu caída, dice San Bernardo,
será como la del rayo, que se precipita impetuoso” (...); es decir, que tu
perdición será irreparable [Jer 21, 12]. Así, desgraciado, se verificará
contigo la amenaza con que el Señor conminó a Cafarnaúm. Y tú, Cafarnaúm,
¿hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el infierno serás hundida! [Lc 10,
15]. Tan gran castigo merece el sacerdote pecador por la suma ingratitud con
que trata a Dios. “El sacerdote está obligado a ser tanto más agradecido cuanto
mayores beneficios ha recibido”, dice San Gregorio (...). “El ingrato merece
que se le prive de todos los bienes recibidos”, como observa un sabio autor. Y
el propio Jesucristo dijo: A todo el que tiene se le dará y andará sobrado; más
al que no tiene, aún lo que tiene le será quitado [Mt 25, 29]. Quien es
agradecido con Dios, obtendrá aún más abundantes gracias; pero el sacerdote que
después de tantas luces, tantas comuniones, vuelve la espalda, desprecia todos
los favores recibidos de Dios y renuncia a su gracia, será en toda justicia
privado de todo. El Señor es liberal con todos, pero no con los ingratos. “La
ingratitud, dice San Bernardo, seca la fuente de la bondad divina (...). De
aquí nace lo que dice San Jerónimo, que “no hay en el mundo bestia tan cruel
como el mal sacerdote, porque no quiere dejarse corregir” (...). Y San Juan
Crisóstomo, o sea el autor de la “Obra imperfecta”, añade: “Los seglares se
corrigen fácilmente, en cuanto que los sacerdotes, si son malos, son a la vez
incorregibles” (...).
A
los sacerdotes que pecan se aplican de modo especial, según el parecer de San
Pedro Damiano (...), estas palabras del Apóstol: A los que una vez fueron
iluminados y fueron hechos participes del Espíritu Santo y gustaron la hermosa
palabra de Dios... y recayeron, es imposible renovarlos segunda vez,
convirtiéndolos a penitencia cuando ello, cuanto es de su parte, crucifican de
nuevo al Hijo de Dios [Hebr 6, 4, 6]. ¿Quién, en efecto, más iluminado que el
sacerdote, ni paladeó, como él, los dones celestiales, ni participó tanto del
Espíritu Santo? Dice Santo Tomás que los ángeles rebeldes quedaron obstinados
en su pecado en plena luz; y así también, añade San Bernardo, será tratado por
Dios el sacerdote, hecho como ángel del Señor y, como él, elegido o reprobado”
(...).
Reveló
el Señor a Santa Brígida que atendía a los paganos y a los judíos, pero que no
encontraba nada peor que los sacerdotes, pues su pecado es como el que precipitó a Lucifer
(...). Nótense aquí las palabras de Inocencio III: “Muchas cosas que son
veniales tratándose de seglares, son mortales entre los eclesiásticos (...).
A
los sacerdotes también se aplican estas otras palabras de San Pablo: La tierra
que bebe la lluvia que frecuentemente cae sobre ella, si produce plantas
provechosas a aquellos por quienes es además labrada, participa de la bendición
de parte de Dios; más la que lleva espinas y abrojos es reprobada y cerca de
ser maldecida, cuyo paradero es ir a las llamas [Hebr 6, 7.8]. ¡Qué lluvia de
gracias ha recibido continuamente el sacerdote de Dios!; y luego, en vez de
frutos, produce abrojos y espinas y de recibir maldición final, para ir, en el
fuego del infierno. Pero ¿y qué temor tendrá del fuego del infierno el
sacerdote que tantas veces volvió las espaldas a Dios? Los sacerdotes pecadores
pierden la luz, como hemos visto, y con ella pierden el temor de Dios, como el
propio Señor lo da a entender: Y si soy Señor, ¿dónde el temor que me es
debido?, dice Yahveh Sebaot a vosotros, sacerdotes, menospreciadores de mi
nombre [Mal. 1, 6]. Dice San Bernardo que “los sacerdotes como caen de gran
altura, quedan sumergidos en su malicia, pierden el recuerdo de Dios y se
vuelven sordos a todas las amenazas de la justicia divina, hasta el punto de
que si siquiera el peligro de su condenación llegue a conmoverlos (...). Pero
¿a qué extrañarse de ello? El
sacerdote pecador cae al fondo del abismo, donde, privado de luz, llega a
despreciarlo todo, aconteciéndole lo que dice el sabio: Cuando llega el mal,
viene el desprecio, y con la ignominia el oprobio [Pro. 18. 3]. Este mal es el
del sacerdote que peca por malicia, cae en el profundo de la miseria y queda
ciego, por lo que desprecia los castigos, las admoniciones, la presencia de
Jesucristo, que tiene junto a sí en el altar, y no se avergüenza de ser peor
que el traidor Judas, como el Señor se lamentó con Santa Brígida: Tales
sacerdotes no son sacerdotes míos, sino verdaderos traidores (...). Sí, porque
abusan de la celebración de la misa para ultrajar más cruelmente a Jesucristo
con el sacrilegio. Y ¿cuál será, finalmente, el término infeliz de tal
sacerdote? Helo aquí: En país cosas de justas cometerá iniquidad, y no verá la
Majestad de Yahveh [Is 26, 10]. Su fin será, en una palabra, el abandono de
Dios y luego el infierno. -Pero Padre, dirá alguien, este lenguaje es en
extremo aterrador ¿Qué? ¿Nos quieres hacer desesperar? Responderé con San
Agustín: “Si aterro, es que yo mismo estoy aterrado” (...). Pues dirá el
sacerdote que por desgracia hubiera ofendido a Dios en el sacerdocio, ¿ya no
habrá para mi esperanza de perdón? No; lejos de mí afirmar esto; hay esperanza
si hay arrepentimiento, y se aborrece el mal cometido. Sea este sacerdote
sumamente agradecido al Señor si uno se ve asistido de su gracia, y apresúrese
a entregarse cuando le llama según aquello de San Agustín: “Oigamos su voz
cuando nos llama, no sea que no nos oiga cuando esté pronto a juzgarnos (...).
III
EXHORTACIÓN
Sacerdotes míos, estimemos en adelante nuestra nobleza y, por ser ministros de Dios, avergoncémonos de hacernos esclavos del pecado y del demonio. El sacerdote, dice San Pedro Damiano “debe abundar en nobles sentimientos y avergonzarse, como ministro del Señor, de cambiarse esclavo del pecado (...). No imitemos la locura de los mundanos que no piensan más que en el presente. Está reservado a los hombres morir una sola vez, y tras esto, el juicio [Hebr 9, 27]. Todos hemos de comparecer en este juicio para que reciba cada cual el pago de lo hecho viviendo en el cuerpo [2 Cor 5, 10]. Entonces se nos dirá: Ríndeme cuenta de tu administración [Lc 16, 2], es decir, de tu sacerdocio; cómo lo ejerciste y para qué fines te serviste de él. Sacerdote mío, ¿estarías conmigo si hubieras ahora de ser juzgado?, o ¿tendrías que decir: Cuando inspeccione [Dios], ¿qué le responderé? [Job 31, 14]. Cuando el Señor castiga a un pueblo, el castigo empieza por los sacerdotes, por ser ellos la primera causa de los pecados del pueblo, ya por su mal ejemplo, ya por la negligencia en cultivar la viña encomendada a sus desvelos. De aquí que entonces diga el Señor. Tiempo es de que comience al juicio por la casa de Dios [1 Pedro 4, 17]. En la mortandad descrita por Ezequiel quiso el Señor que los primeros castigados sean los sacerdotes: Y comenzaréis por mi Santuario [Ez 9, 6]; es decir, como lo explica Orígenes, por mis sacerdotes (...). En otro lugar se lee: Los poderosos, poderosamente serán enjuiciados [Sab. 6, 7]. A todo aquel a quien mucho se dio, mucho se le exigirá [Lc. 12, 48]. El autor de la Obra imperfecta dice: “En el día del juicio se verá el seglar con la estola sacerdotal, y al sacerdote pecador, despojado de su dignidad, se le verá entre los fieles e hipócritas” (...). Escuchad esto, ¡oh sacerdotes!... porque a vosotros afecta esta sentencia [Os 5, 1].
Y
como el juicio de los sacerdotes será más riguroso, su condenación será también
más terrible [Jer. 17, 18]. Un concilio de Paris, dice que “la dignidad del
sacerdote es grande, también su ruina si llega a pecar” [In Ez 44]. Sí, dice
San Juan Crisóstomo: “si el sacerdote comete los mismos pecados que sus
feligreses, padecerá no el mismo castigo, sino castigo mucho mayor (...). Se le
reveló a Santa Brígida que los sacerdotes pecadores serán hundidos en el
infierno más profundamente que todos los demonios en el infierno: Todo el
infierno se pondrá en movimiento (...). ¿Cómo festejaran los demonios la
entrada de un sacerdote, para salir a su encuentro [Is 14, 9]? Todos los
príncipes de aquella miserable región se alzarán en primer lugar en los
tormentos al sacerdote condenado; y continua diciendo Isaías que en el seol se
dirá: También tú te has debilitado como nosotros; a nosotros te has hecho
semejante [ Is 14, 11]. ¡Oh sacerdote! Tiempo hubo en que ejerciste dominio
sobre nosotros, cuando hiciste bajar tantas veces al Verbo encarnado sobre los
altares y libraste a tantas almas del infierno; pero ahora te has hecho
semejante a nosotros y estás atormentado como nosotros: has descendido al seol
tu resplandor [Is 14, 11]. La soberbia con que despreciaste a Dios es la que
por fin te ha traído aquí. Bajo ti hace cama la gusanera y gusanos son tu
cobertor [Ib. 11]. Pues bien, dado que eres rey, aquí tienes tu estrado regio y
tu vestido de púrpura; mira el fuego y los gusanos que te devorarán
continuamente cuerpo y alma. ¡Cómo se burlarán entonces los demonios de las
misas, de los sacramentos y de las funciones sagradas del sacerdote! Le miraron
sus adversarios y se burlaron de su ruina [Lam. 1, 7].
Mirad
sacerdotes míos, que los demonios se esfuerzan por tentar a un sacerdote que se
condena arrastra a muchos tras de sí. El Crisóstomo dice: “Quien consigue
quitar de en medio al pastor, dispersa todo el rebaño (...); y otro autor dice,
con matar más a los jefes que a los soldados (...); por eso añade San Jerónimo
que el diablo no busca tanto la pérdida de los infieles y de los que están
fuera del santuario, sino que se esfuerza por ejercer sus rapiñas en la Iglesia
de Jesucristo, lo que le constituye su manjar predilecto, como dice Habacuc
(...). No hay, pues, manjar más delicioso para el demonio que las almas de los
eclesiásticos.
(Lo
siguiente puede servir para excitar la compunción en el acto de contrición).
Sacerdote
mío, figúrate que el Señor te dice lo que al pueblo judío: “Dime qué mal hice,
o mejor, que bien dejé de hacerte. Te saqué de en medio del mundo y te elegí
entre tantos seglares para hacerte mi sacerdote, ministro mío y mi familiar; y
tú, por míseros intereses, por viles placeres, me crucificaste de nuevo; yo, en
el desierto de esta tierra te alimenté cada mañana con el maná celestial, es
decir, con mi carne y mi sangre divinas, y tú me abofeteaste con aquellas
palabras y acciones inmodestas. Yo te elegí por viña que había de formar mis
delicias, plantando en ti tantas luces y tantas gracias que me rindiesen frutos
suaves y queridos y no coseché de ti más que frutos amargos. Yo te constituí
rey y hasta más grande que los reyes de la tierra, y tú me coronaste con la
corona de espinas de tus malos pensamientos consentidos. Yo te elevé a la
dignidad de vicario mío y te di las llaves del cielo, constituyéndote así como
rey de la tierra, y tú, despreciándolo todo, mis gracias y mi amistad, me
crucificaste nuevamente”, etc. (...)
San Alfonso María de
Ligorio, «La dignidad y santidad sacerdotal».