viernes, 12 de septiembre de 2014

LA BATALLA DE VIENA EN 1683: VICTORIA CRISTIANA CONTRA EL ISLAM


El rey polaco Juan Sobieski, gran triunfador de la batalla el 12 de septiembre de 1683.


La batalla de Viena de 1683

por Renato Cirelli

El escenario político-militar en la segunda mitad del siglo XVII, el siglo terrible que trastornó y cambió para siempre a Europa, se presenta todo menos pacífico. La Guerra de los Treinta Años (1618-1648), iniciada como guerra de religión, prosiguió como conflicto entre la Casa reinante francesa de los Borbones y los Habsburgo para quitar a estos últimos la hegemonía sobre Alemania, derivada de la autoridad imperial. Para alcanzar este objetivo el primer ministro francés Armand du Plessis, cardenal duque de Richelieu (1585-1642), inaugurando una política fundamentada en el sólo interés nacional en detrimento de los intereses de la Europa católica, se alía con los príncipes protestantes.
Los Tratados de Westfalia de 1648 sancionan el debilitamiento definitivo del Sacro Imperio Romano en Alemania, asolada y dividida entre católicos y protestantes y fraccionada políticamente, y establece la hegemonía del rey de Francia Luis XIV (1638-1715). El papel predominante alcanzado en Europa empuja al Rey Sol a aspirar a la misma corona imperial y, con esta perspectiva, no duda en buscar la alianza con los otomanos, mostrándose indiferente a todo ideal cristiano y europeo. En las postrimerías del siglo la Europa cristiana está abatida y replegada en sí misma entre divisiones religiosas y luchas dinásticas, mientras la crisis económica y el descenso demográfico, consecuencias de la guerra, completan el cuadro y lo vuelven especialmente vulnerable.

La ofensiva turca


El imperio otomano, que ya había conquistado los países balcánicos hasta la llanura húngara, fue detenido el 1 de agosto de 1664 en su avance por los ejércitos imperiales guiados por Raimundo Montecuccoli (1609-1680) en la batalla de San Gotardo, en Hungría.
Poco tiempo después, empero, bajo la enérgica guía del Gran Visir Kara Mustafá (1634-1683), la ofensiva turca se reanuda, alentada inconscientemente por Luis XIV en su desaprensiva política anti-habsburgo, y se aprovecha de la debilidad en que se hallan Europa y el Imperio.
Sólo la República de Venecia entabla combate con los turcos a lo largo de la costa del Egeo y por cada metro de Grecia y Dalmacia, combatiendo orgullosamente en la que fue su última y gloriosa guerra como estado independiente, que culmina en la caída de Candia en 1669, defendida heroicamente por Francisco Morosini el Peloponesiaco (1618-1694).
Tras Creta, en 1672 la Podolia – parte de la actual Ucrania – es sustraída a Polonia y en enero de 1683, en Estambul, los estandartes de guerra son orientados hacia Hungría y un inmenso ejército se pone en marcha hacia el corazón de Europa, bajo la guía de Kara Mustafá y del sultán Mehmet IV (1642-1693), con la intención de crear una gran Turquía europea y musulmana con capital en Viena.
Las pocas fuerzas imperiales – apoyadas por milicias húngaras guiadas por el duque Carlos V de Lorena (1643-1690) – tratan inútilmente de resistir. El gran caudillo al servicio de los Habsburgo toma el mando a pesar de estar todavía convaleciente de una grave enfermedad que lo había llevado al umbral de la muerte, de la cual – se dice – lo salvaron las oraciones de un padre capuchino, el venerable Marco da Aviano (1631-1699). El religioso italiano, enviado por el Papa ante el Emperador e infatigable predicador de la cruzada anti-turca, aconseja que todas las insignias imperiales lleven la imagen de la Madre de Dios. Desde entonces las banderas militares austriacas mantendrán la efigie de la Virgen a lo largo de dos siglos y medio, hasta el momento en que Adolfo Hitler (1889-1945) las hizo retirar.


Bandera militar austríaca del siglo XIX, de un lado la Virgen María y del otro el escudo imperial. Hitler hizo retirar estas banderas.


Las "campanas de los turcos"

El 8 de julio de 1683 el ejército otomano se desplaza de Hungría a Viena, llegando el 13 de julio e iniciando su sitio. Durante el recorrido fueron asoladas las regiones por las que pasó dicho ejército, que saqueó ciudades y aldeas, destruyendo iglesias y conventos, masacrando y esclavizando a las poblaciones cristianas.
El emperador Leopoldo I (1640-1705), tras haber confiado el mando militar al conde Ernst Rüdiger von Starhemberg (1638-1701), decide abandonar la ciudad y alcanzar Linz para organizar desde allí la resistencia de los pueblos germánicos contra el tremendo peligro que se cernía sobre ella.
En el imperio tocan a rebato las "campanas de los turcos", como ya había ocurrido en 1664 y en la centuria anterior, y comienza la movilización de los recursos imperiales, mientras el emperador teje febrilmente negociaciones para convocar a todos los príncipes, católicos y protestantes, iniciativa que fue torpedeada por Luis XIV y por Federico Guillermo de Brandenburgo (1620-1688), y solicita la inmediata intervención del ejército polaco, invocando el supremo interés de la salvación de la Cristiandad.

El Papa Inocencio XI

En este trance dramático da sus frutos la política europea y oriental alentada desde hacía años por la Santa Sede, sobre todo gracias al cardenal Benedetto Odescalchi (1611-1689), elegido Papa con el nombre de Inocencio XI en 1676 y beatificado en 1956 por el Papa Pío XII (1939-1958).
Custodio convencido del gran espíritu cruzado, el Pontífice, que como cardenal gobernador de Ferrara se había ganado el título de "padre de los pobres", promueve una política previsora orientada a crear un sistema de equilibrios entre los príncipes cristianos para encauzar su política exterior contra el imperio otomano. Sirviéndose de hábiles y decididos ejecutores, como los nuncios Obizzo Pallavicini (1632-1700) y Francisco Buonvisi (1626-1700), el venerable Marcos de Aviano y otros, la diplomacia pontificia media y concilia entre las diferencias europeas, logrando la paz entre Polonia y Austria, favoreciendo la aproximación con el Brandenburgo protestante y con la Rusia ortodoxa, e incluso defendiendo los intereses de los protestantes húngaros frente al episcopado local, dado que todas las divisiones de la Cristiandad tenían que desvanecerse frente a la defensa frente al Islam. No obstante los fracasos e incomprensiones, en el "año de los turcos", 1683, el Papa consigue ser el alma de la gran coalición cristiana, consiguiendo dinero en toda Europa para financiar a las tropas de los grandes y pequeños príncipes y pagando personalmente un destacamento de cosacos del ejército de Polonia.


El Papa beato Inocencio XI, fundamental para la unión de las fuerzas resistentes al Islam.


El cerco

Mientras tanto, en Viena, invadida por los exiliados, se consuma el vía crucis del cerco, que la ciudad soporta heroicamente. 6.000 soldados y 5.000 hombres de la defensa cívica se oponen, aislados del resto del mundo, al inmenso ejército otomano, armado con 300 cañones. Todas las campanas de la ciudad son reducidas al silencio excepto la de San Esteban, llamada Angstern, "angustia", que con sus incesantes tañidos convoca a los defensores. Los asaltos contra los baluartes y los enfrentamientos cuerpo a cuerpo son diarios y cada día puede ser el último, mientras los socorros están todavía lejos. Inducido por el Papa y por el emperador, a la cabeza de un ejército, se desplaza a marchas forzadas hacia la ciudad sitiada el rey de Polonia Juan III Sobieski (1624-1696), que ya por dos veces había salvado Polonia de los turcos. Finalmente, el 31 de agosto se une con el duque Carlos de Lorena, que le otorga el mando supremo y, cuando se le reúnen todos los contingentes del imperio, el ejército cristiano se pone en marcha hacia Viena, donde la situación es extremadamente dramática. Los turcos han abierto brechas en las murallas y los defensores supervivientes, tras haber rechazado dieciocho ataques y realizado veinticuatro salidas, están exhaustos, mientras los jenízaros atacan, encendidos por sus predicadores y los jinetes tártaros recorren Austria y Moravia. El 11 de septiembre Viena vive con angustia la que parece su última noche y von Starhemberg envía a Carlos de Lorena su último mensaje desesperado: "No perdáis más tiempo, clementísimo Señor, no perdáis más tiempo".


Husar alado polaco.


La batalla

Al amanecer del 12 de septiembre de 1683 el venerable Marcos de Aviano, tras haber celebrado Misa ayudado por el rey de Polonia, bendice al ejército en Kalhenberg, cerca de Viena: 65.000 cristianos se enfrentan en una batalla campal contra 200.000 otomanos.
Están presentes con sus tropas los príncipes del Baden y de Sajonia, los Wittelsbach de Baviera, los señores de Turingia y de Holstein, los polacos y los húngaros, el general italiano conde Enea Silvio Caprara (1631-1701), además del joven príncipe Eugenio de Saboya (1663-1736), que recibe su bautismo de fuego.
La batalla dura todo el día y termina con una terrible carga al arma blanca, guiada por Sobieski en persona, que pone en fuga a los otomanos y concede la victoria al ejército cristiano: éste sufre solamente 2.000 pérdidas contra las más de 20.000 del adversario. El ejército otomano se da a la fuga en desorden, abandonando todo el botín y la artillería y tras haber masacrado a centenares de prisioneros y esclavos cristianos. El rey de Polonia envía al Papa las banderas capturadas acompañándolas con estas palabras: "Veni, vidi, Deus vincit". Todavía hoy, por decisión del Papa Inocencio XI, el 12 de septiembre está dedicado al Santísimo Nombre de María, en recuerdo y en agradecimiento por la victoria.
Al día siguiente el emperador entra en Viena, alegre y liberada, a la cabeza de los príncipes del Imperio y de las tropas confederadas y asiste al Te Deum en acción de gracias, oficiado en la catedral de San Esteban por el obispo de Viena-Neustadt, luego cardenal, el conde Leopoldo Carlos Kollonic (1631-1707), alma espiritual de la resistencia.

El retroceso del Islam

La victoria de Kalhenberg y la liberación de Viena son el punto de partida para la contraofensiva dirigida por los Habsburgo contra el imperio otomano en la Europa danubiana, que conduce, en los años siguientes, a la liberación de Hungría, de Transilvania y de Croacia, dando además la posibilidad a Dalmacia de seguir siendo veneciana. Es el momento en el que se manifiesta con mayor fuerza la grandeza de la vocación y de la misión de la Casa de Austria en la redención y la defensa de la Europa sur-oriental. Para realizarla moviliza bajo las insignias imperiales los recursos de alemanes, húngaros, checos, croatas, eslovacos e italianos, asociando venecianos y polacos, construyendo aquel imperio multiétnico y multirreligioso que dará a la Europa Oriental estabilidad y seguridad hasta 1918.
La gran alianza, que consigue tomar vida en el último momento merced al Papa Inocencio XI, recuerda la empresa y el milagro realizados un siglo antes gracias a la obra del Papa san Pio V (1504-1572) en Lepanto, el 7 de octubre de 1571. Por el giro impreso a la historia de Europa Oriental, la batalla de Viena puede ser comparada a la victoria de Poitiers en 732, cuando Carlos Martel (688-741) detiene el avance de los árabes. Y la alianza que en 1684 es ratificada con el nombre de Liga Santa registra un acuerdo único entre alemanes y polacos, entre imperio y emperador, entre católicos y protestantes, alentada e impulsada por la diplomacia y por el espíritu de sacrificio de un gran Papa, encaminado a la consecución del objetivo de la liberación de Europa de los turcos.
En aquel año se realiza una hermandad de armas cristiana que da lugar a la última gran cruzada que, tras la victoria y desaparecido el peligro, fue pronto olvidada, con lo que, tras Viena, en Europa las "campanas de los turcos" callan para siempre.

Para consultar: ver un cuadro general de la situación europea en el siglo XVI en AA.VV., Storia d´Europa, tomo IV: L´Età Moderna. Secoli XVI-XVIII, Einaudi, Turín 1995; una historia de la Casa de Austria en Adam Wandruska, Gli Asburgo, trad. it., TEA, Milán 1993; para profundizar aspectos más específicos, Ekkehard Eickhoff,Venezia, Vienna e i Turchi. Bufera nel Sud-est europeo. 1645-1700, trad. it., Rusconi, Milán 1991; y en Jan Wladislaw Wos, La Polonia. Studi storici, introducción de Paolo Bellini, Giardini, Pisa 1992, capítulo VII: Giovanni III Sobieski e la battaglia di Viena (1683), págs. 153-177.


Marco d’Aviano (1631 1699)


El santo religioso y sacerdote capuchino Marco d'Aviano.


Nació en Aviano el 17 de noviembre de 1631 en el seno de una familia acomodada. Fue bautizado ese mismo día con el nombre de Carlo Domenico. Juntamente con sus diez hermanos, recibió en su pueblo natal una buena formación espiritual y cultural, que se perfeccionó en los años 1643-1647 en el colegio de los jesuitas de Gorizia. Allí amplió su cultura clásica y científica e intensificó su vida de piedad, participando en las congregaciones marianas.

El clima épico de guerra que se libraba por entonces entre la República de Venecia y el Imperio turco influyó decisivamente en la vida del joven Carlo. Impulsado por el deseo de dar su vida por la defensa de la fe, abandonó el colegio de Gorizia y se dirigió a Capodistria. Allí, agobiado por el hambre y las fatigas del viaje, llamó a la puerta del convento de los capuchinos. El superior, además de darle comida y alojamiento, le aconsejó que volviera cuanto antes a la casa de sus padres.

Durante la breve permanencia con los capuchinos de Capodistria, iluminado por la gracia, descubrió que podía realizar de modo diferente su vocación al apostolado y al martirio. Así, decidió abrazar la austera vida capuchina. En septiembre de 1648 entró en el noviciado de Conegliano y el 21 de noviembre de 1649 emitió la profesión religiosa con el nombre de Marco de Aviano. Después de los estudios de filosofía y teología, el 18 de septiembre de 1655 fue ordenado sacerdote en Chioggia.

Destacó por su intensa oración y por su fidelidad a la vida común, vivida en la humildad y el ocultamiento, y animada por el celo y la observancia de las reglas y constituciones de la Orden.
Desde el año 1664, en el que obtuvo el "carné de predicación", dedicó todas sus energías al apostolado de la palabra por toda Italia, principalmente en los tiempos fuertes de Cuaresma y Adviento. También desempeñó cargos de gobierno:  en 1672 fue elegido superior del convento de Belluno, y en 1674 fue nombrado director de la fraternidad de Oderzo.

El 8 de septiembre de 1676, fue enviado a predicar al monasterio de San Prosdócimo, en Padua. Allí, por su oración y su bendición, se curó instantáneamente la monja Vincenza Francesconi, que desde hacía trece años yacía enferma en cama. También en Venecia, un mes después, se verificaron acontecimientos extraordinarios parecidos, de forma que comenzó a difundirse por doquier su fama de santidad y cobró más crédito su predicación.

Sin turbarse por ello, prosiguió con sencillez su apostolado de la palabra. En especial, exhortaba a sus oyentes a incrementar su vida de fe y su vivencia cristiana, a arrepentirse de sus pecados y hacer penitencia.

La noticia de sus milagros y curaciones extraordinarias hizo que fuera cada vez más requerida su presencia, especialmente por reyes y soberanos. En sus últimos veinte años de vida tuvo que realizar, por obediencia a sus superiores de la Orden o a la Santa Sede, fatigosos viajes apostólicos por toda Europa.

Mantuvo una relación especial con el emperador Leopoldo I de Austria, a cuya corte tuvo que dirigirse catorce veces, sobre todo en los meses de verano. Participó activamente en la cruzada anti-turca en calidad de legado pontificio y de misionero apostólico. Contribuyó de manera decisiva a la liberación de Viena del asedio turco, el 12 de septiembre de 1683. De 1683 a 1689 tomó parte en las campañas militares de defensa y liberación de Buda, el 2 de septiembre de 1686, y de Belgrado, el 6 de septiembre de 1688. Favorecía la armonía dentro del ejército imperial, exhortaba a todos a una auténtica conducta cristiana y asistía espiritualmente a los soldados.

En los años siguientes realizó una gran actividad para restablecer la paz en Europa, sobre todo entre Francia y el Imperio, y para promover la unidad de las potencias católicas con vistas a la defensa de la fe, siempre amenazada por los turcos.

En mayo de 1699 emprendió su último viaje hacia la capital del Imperio. Su salud, ya frágil, se deterioró cada vez más, hasta el punto de que tuvo que interrumpir toda actividad. El 2 de agosto recibió en el convento la visita de la familia imperial y, a continuación, la de los más ilustres personajes de Viena. Diez días después, el nuncio apostólico le llevó personalmente la bendición apostólica del Papa Inocencio XII. Recibió los últimos sacramentos y renovó su profesión religiosa. Murió el 13 de agosto de 1699, apretando entre sus manos el crucifijo, asistido por sus augustos amigos el emperador Leopoldo y la emperatriz Eleonora.


FUENTE

Escena que da comienzo a la muy interesante película “11 de Septiembre de 1683” dirigida por Renzo Martinelli en 2012. Coproducción entre Italia y Polonia, si bien tiene sus notorios errores, resulta hoy muy políticamente incorrecta. En la primera escena (incompleta) el franciscano llama al pueblo a ser soldados de Cristo y defender su fe.