domingo, 22 de diciembre de 2013

SERMÓN DOMINGO IV DE ADVIENTO - R.P. RENÉ TRINCADO





Hablaba el profeta Isaías sobre San Juan Bautista diciendo: voz del que clama en el desierto: preparad el camino del Señor; haced rectas sus sendas. En esa región del mundo, antiguamente, cuando un rey viajaba, se preparaban los caminos por donde debía pasar su carruaje real, rellenando las partes bajas y rebajando las elevaciones, rectificando en lo posible las curvas y aplanando las partes ásperas o abruptas. Y por eso la Iglesia lee hoy este Evangelio: para que preparemos el camino en nuestras almas a nuestro Rey, porque Cristo debe como renacer en nuestros corazones en Navidad.

Preparad el camino, hacedlo recto. El pecado original ha impreso en todas las almas las formas retorcidas o sinuosas de la serpiente. Enderezar o rectificar nuestras almas implica un combate constante que durará toda la vida. Ese enderezamiento o rectificación es obra de la gracia con la cooperación de nuestra libertad.

Pero ¿qué es un alma recta? Recta es el alma que verdaderamente ama el bien y la verdad. El alma recta y pura es la que aborrece la oscuridad y todo lo quiere hacer en la luz, quiere que todas sus acciones, palabras, pensamientos y deseos lleven el sello de la verdad ante Dios y ante los hombres. Hay falta de rectitud en el alma que desea algo contra el querer de Dios, y no es recto el corazón que, para el logro de fines buenos, está dispuesto a valerse de medios impuros como la mentira, el engaño, la hipocresía, la lisonja, la astucia. No es recta el alma que se reserva algo ante Dios, que quiere guardar para sí algún espacio oscuro en el que no permite la entrada de la Luz divina. El corazón doble e impuro a veces mira a Dios y otras veces querría no ser visto por Dios. El corazón puro y recto es el que subordina todos sus anhelos al deseo primero y fundamental de alabar, hacer reverencia y servir a Dios su Señor y, mediante esto, salvar el alma, como dice San Ignacio en el Principio y Fundamento de sus “Ejercicios Espirituales”.

Un alma recta, un corazón puro no zigzaguea, no serpentea en el polvo buscando lo que no es Dios, ni vacila inconstante y veleidoso como las débiles cañas que doblegan los vientos; sino que se yergue firme sobre la roca sólida de este deseo profundo: cumplir la voluntad de Dios siempre y en todo, y resistir a la impura voluntad propia, a los infinitos deseos del egoísmo. ¡Eso es negarse a sí mismo! ¡Eso es tomar la cruz y seguir a Cristo! ¡Eso es la santidad!

Dice la Imitación de Cristo: El corazón puro penetra el cielo y el infierno. Si hay gozo en el mundo, el hombre de corazón puro lo posee. Y si en algún lugar hay tribulación y congojas, es donde habita la mala conciencia. Así como el hierro, metido en el fuego, pierde el óxido y se pone todo resplandeciente; así el que enteramente se convierte a Dios, se cambia en nuevo hombre (l. II, cap. 4). El alma recta y santa es el alma enteramente convertida a Dios. Pero no es puro ni perfecto lo que está infectado de propio interés (l. III, Cap. 49). Y rara vez se halla quien esté enteramente libre de la mancha de su propio provecho. Debemos buscar a Dios, no debemos buscarnos a nosotros mismos. Cada vez que buscamos algo fuera del querer de Dios, manchamos nuestras almas. De este modo, los judíos en otro tiempo vinieron a casa de Marta y María Magdalena en Betania, no sólo por Jesús, sino también para ver a Lázaro. Débense, pues, limpiar los ojos de la intención, para que sea sencilla y recta (l. III, Cap. 33). Dios debe ser el único fin de todas nuestras acciones. La naturaleza… siempre se pone a sí misma por fin. Mas la gracia anda sin doblez, se desvía de toda apariencia de mal, no pretende engañar, sino que hace todas las cosas puramente por Dios, en quien descansa como en su fin (l. III, cap. 54). Les aconsejo meditar el salmo 118, que es un maravilloso canto a la rectitud de corazón. Comienza así: Felices los que van por camino sin mancha, los que caminan en la ley de Dios. Felices los que guardan sus dictámenes, los que los buscan de todo corazón. Y los que, sin cometer iniquidad, andan por sus caminos. Y recurriendo también la imagen del camino, se advierte a las almas poco rectas en Eclesiástico 2, 14: ¡Ay del corazón doble y de los labios dolosos, de las manos que hacen el mal y de los pecadores que van por dos caminos!

Dice el Evangelio: todo valle será rellenado. Los valles que deben ser rellenados, son lo hundido, deprimido o vacío de nuestras almas, son la debilidad, la cobardía, la negligencia, la irresolución, pusilanimidad, la pereza; el vacío de la tristeza que no es según Dios, de las angustias e indebidas preocupaciones, de la falta de confianza en el poder divino, de la desesperanza, de la ignorancia culpable, del olvido de Dios, de la tibieza; el terreno hundido de lo que en nuestra vida hay de inútil, estéril o sin sentido. Estos valles, estos terrenos bajos, vacíos, deben ser rellenados con el fervor, el esfuerzo en el bien, la alegría espiritual, la confianza en el poder divino, la esperanza sobrenatural, la fe viva y la fortaleza que nos da Dios para atacar lo que debe ser atacado y para resistir lo que debe ser resistido.

Todo monte y colina será rebajado. Por el contrario, los montes y colinas que deben ser rebajados son el orgullo y la rebeldía, el afán de autonomía, el egoísmo, la ambición, el deseo de dominar, la envidia y las pasiones que en nosotros se levantan insolentes para dominar al alma. Deben ser abajados estos montes y colinas del alma con la humildad de Cristo. “El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”. “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes”.  “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”.

Y los caminos retorcidos serán enderezados. Los caminos torcidos son los corazones a los que falta rectitud por causa de la injusticia, de la astucia, la hipocresía, la mentira, la simulación, la maledicencia, la impureza. Se enderezan estos caminos con la castidad, con la práctica de la justicia, con la simplicidad, con la veracidad y la franqueza en las palabras, virtudes -ambas- tan escasas en estos tiempos terribles, en los que la palabra de la mayoría de los hombres no vale nada.   

Y los caminos ásperos serán allanados. Los caminos ásperos o abruptos son los de las almas duras y violentas que se dejan arrastrar por la ira, la venganza, la crueldad, el rencor, las antipatías, la discordia, la impaciencia. Estos caminos se allanan con mansedumbre, moderación, con caridad, dulzura, afabilidad, paciencia, paz, con amor de la Cruz.

San Juan Bautista preparaba el camino a Nuestro Señor en los corazones de los hombres pecadores, pero Dios se había preparado a Sí mismo un camino a esta tierra nunca visto ni imaginado: inmune a la acción de la serpiente infernal, este camino era totalmente recto y enteramente puro, sin que en él hubiera nada que rectificar, nada que elevar ni rebajar, nada que enderezar ni allanar. Tal camino fue y es la Santísima Virgen María, la Madre Inmaculada de Dios.

Estimados fieles: imitando a los Reyes Magos, los católicos acostumbramos hacernos regalos en Navidad. ¿Qué va a regalar cada uno de nosotros al Divino Niño? “Es necesario que Él crezca y que yo disminuya”, dijo en cierta ocasión el Bautista (Jn 3, 30). Dios sólo llena a los que encuentra vacíos. Que Cristo crezca en nuestros corazones y que nosotros disminuyamos. Que nos vaciemos de nosotros mismos y seamos llenados de Dios. Que ese sea nuestro regalo al Niño Dios: ofrezcamos un alma recta que quiera cumplir siempre su voluntad, un corazón puro que ame realmente a Dios por sobre todas las cosas. Esto es exactamente lo que Dios quiere de nosotros. ¡Y en vano recibió su alma el que no tiene un corazón puro!, dice el Salmo 23.

Pidamos, entonces, a la Sma. Virgen, Nuestra Madre, que el Cielo nos conceda dar a Dios en esta Navidad eso que Dios quiere de nosotros: esa respuesta que hizo posible la Encarnación del Verbo y nuestra Redención: he aquí a mi alma esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra. Fue para darle esta respuesta pura, para decir a Dios estas palabras rectísimas, que fuimos creados.