Miguel
Ghislieri nació en 1504, en Bosco, en la diócesis de Tortona y tomó el hábito
de Santo Domingo a los catorce años, en el convento de Voghera. Después de su
ordenación sacerdotal, fue profesor de filosofía y teología durante dieciséis
años. Además, ejerció los cargos de maestro de novicios y superior de varios
conventos. En 1556, fue elegido obispo de Nepi y Sutri y al año siguiente, fue
nombrado inquisidor general y cardenal. Como él lo hacía notar, con cierta
ironía, esos cargos eran como grillos con que la Iglesia le ataba los pies para
impedirle volver a la paz del claustro. El papa Pío IV lo trasladó a la sede
piamontesa de Mondovi, que estaba prácticamente en ruinas a causa de las
guerras. El nuevo prelado consiguió, en poco tiempo, restablecer la calma y la
prosperidad; pero pronto fue llamado a Roma a ejercer otros cargos. Aunque las
opiniones del cardenal Ghislieri no siempre coincidían con las de Pío IV, jamás
dejó de manifestarlas abiertamente.
Pío
IV murió en diciembre de 1565. El cardenal Ghislieri fue elegido para
sucederle, gracias, sobre todo, a los esfuerzos de San Carlos Borromeo,
quien veía en él al reformador que la Iglesia necesitaba. Miguel Ghislieri tomó
el nombre de Pío V. Desde el primer momento de su pontificado, puso de
manifiesto que estaba decidido a aplicar no sólo la letra, sino también el
espíritu del Concilio de Trento. Con motivo de la coronación de un nuevo papa,
solían distribuirse regalos a la multitud; Pío V ordenó que se diesen dichos
regalos a los pobres de los hospitales y que se repartiese, entre los conventos
más necesitados de la ciudad, el dinero que estaba destinado a cubrir los
gastos de un banquete que solía ofrecerse a los cardenales, embajadores y otras
altas personalidades. Uno de los primeros decretos del nuevo Pontífice fue para
que los obispos residiesen en sus diócesis y los párrocos en sus parroquias, so
pena de severos castigos. San Pío V se ocupó con el mismo celo de purificar la
curia, que de acabar con los bandoleros en los Estados Pontificios; de
promulgar leyes contra la prostitución, que de prohibir las corridas de toros.
En una época de escasez, importó de Francia y Sicilia grandes cantidades de
grano y mandó distribuir gratuitamente la mayor parte y vender el resto a un
precio inferior al de costo. Resuelto a acabar con el nepotismo, mantuvo a sus
parientes a distancia; aunque continuando la tradición tuvo que elevar a uno de
sus sobrinos al cardenalato, le concedió poderes muy reducidos.
El
nuevo Breviario fue publicado en 1568; en él se omitían las fiestas y
extravagantes leyendas de algunos santos y se daba a las lecciones de la
Sagrada Escritura su verdadero lugar. El nuevo Misal, que apareció dos años más
tarde, restableció muchas costumbres antiguas y adaptó la vida litúrgica a las
necesidades de la época. La nueva liturgia fue obligatoria en toda la Iglesia
de occidente excepto en los casos en que existían costumbres locales que
databan de más de doscientos años, como por ejemplo, en la Orden de
Predicadores, a la que pertenecía el Papa. A San Pío V debió la Iglesia la
mejor edición que se había hecho hasta entonces de las obras de Santo Tomás de
Aquino, quien fue titulado Doctor de la Iglesia por el mismo papa. Las penas
que decretó San Pío V contra las violaciones del orden moral eran tan severas,
que sus enemigos le acusaron de que quería convertir a Roma en un monasterio.
El éxito del papa se debió, en gran parte, a la veneración que el pueblo le
profesaba por su santidad. Ayunaba en el adviento y durante la cuaresma, aun en
sus últimos años de vida, a pesar de sus achaques. Su oración era tan
fervorosa, que el pueblo aseguraba que obtenía cuanto pidiese a Dios.
Frecuentemente visitaba los hospitales y asistía personalmente a los enfermos.
Las
reformas que hemos enumerado, habrían consumido todas las energías de un hombre
común y corriente; en el caso de San Pío V no eran siquiera su principal
preocupación. Los dos grandes problemas de su pontificado fueron la divulgación
del protestantismo y las invasiones de los turcos. Contra ambas amenazas
trabajó incansablemente; dio nuevo impulso a la Inquisición, de suerte que el
sabio Bayo, cuyos escritos fueron condenados, sólo pudo salvar la vida al
retractarse. Pero no todos los éxitos del papa contra el protestantismo se
debieron a métodos tan drásticos, ya que, por ejemplo, San Pío V convirtió a un
inglés, simplemente con la santidad y dignidad que trashumaban de él. Durante
su pontificado, se completó el catecismo que el Concilio de Trento había
mandado redactar y el santo Pontífice mandó traducirlo inmediatamente a varias
lenguas. Igualmente impuso a los párrocos la obligación de impartir instrucción
religiosa a los niños y jóvenes. Aunque San Pío V era más bien conservador, se
adelantó a la mayoría de sus contemporáneos en la importancia que atribuía a la
instrucción en el caso del bautismo de los adultos.
Los
términos que empleó el Pontífice en la reedición de la bula «In Caena Domini»
(1568), dejaban ver claramente que, en cuanto papa, defendía cierta soberanía
sobre los príncipes. Durante muchos años acarició la esperanza de ganar a la fe
a Isabel de Inglaterra; pero, en 1570, publicó contra ella una bula de
excomunión («Regnans in Excelsis»), por la que dispensaba a sus súbditos de la obligación
de prestarle obediencia y les prohibía reconocerla como soberana. Fue éste un
error de juicio, ciertamente, pero se explica por el desconocimiento de las
circunstancias reales de Inglaterra y de los sentimientos del pueblo. Esta
medida no hizo más que aumentar las dificultades de los católicos ingleses y
dar cierta apariencia de verdad a la acusación de traición que se les hacía tan
frecuentemente; por otra parte, agudizó las controversias sobre los juramentos
y pruebas de fidelidad que tanto molestaron y debilitaron a los católicos,
desde el «Juramento de Obediencia», en 1606, hasta la emancipación, en 1829.
Aun actualmente no ha desaparecido del todo la sospecha que la bula despertó
acerca de la lealtad cívica de los católicos. Algunos mártires ingleses
murieron protestando de su lealtad a la reina y, cuando la Armada Invencible,
apoyada por Pío V, quien esperaba que el dominio español en Inglaterra
contribuyese a aplicar sus sanciones, zarpó en 1588, los católicos ingleses no
se mostraron menos prontos a combatirla que el resto de sus compatriotas.
Europa había cambiado mucho; la época de las luchas entre Gregorio VII y
Enrique IV, Alejandro III y Barbarroja, Inocencio III y Juan de Inglaterra, la
época de la «Unam Sanctam» de Bonifacio VIII, habían pasado a la historia. Se
acercaba el momento en que otro Sumo Pontífice, Pío IX, iba a declarar:
«Actualmente ya nadie piensa en el derecho de deponer a los príncipes, que la
Santa Sede ejerció antiguamente, y el Sumo Pontífice menos que nadie».
Pío
V olvidó su fracaso ante los ingleses, al año siguiente, cuando Don Juan de
Austria y Marcantonio Colonna, apoyados política y económicamente por la Santa
Sede, acabaron con el poder de los turcos en el Mediterráneo. Al mando de un
ejército de veinte mil soldados, zarparon de Corfú y encontraron a la flota
turca en el Golfo de Lepanto. Allí derrotaron a los turcos en una de las más
famosas batallas navales. El papa había orado por la flota cristiana
-frecuentemente con los brazos en cruz-, desde que ésta zarpó. Además, había
decretado oraciones públicas y ayunos privados. Precisamente a la hora de la
batalla, se llevaba a cabo en la iglesia de la Minerva una procesión del santo
rosario para pedir por la victoria de los cristianos. El papa se hallaba
tratando algunos negocios con varios cardenales; súbitamente interrumpió la
conversación, abrió la ventana y permaneció unos minutos con los ojos clavados
en el cielo. Después cerró la ventana y dijo a los cardenales: «No es el
momento de hablar de negocios; demos gracias a Dios por la victoria que ha
concedido a los ejércitos cristianos». Para conmemorar dicha victoria, incluyó
más tarde, en las Letanías de la Virgen, la invocación «Auxilio de los
cristianos», e instituyó una fiesta en honor del santo rosario. El día de la
gran victoria fue el 7 de octubre de 1571. Al año siguiente, el papa sufrió el
violento ataque de una dolorosa enfermedad de la que había sufrido mucho tiempo
y que sus austeridades habían agravado. Dicha enfermedad le llevó a la tumba el
1 de mayo de 1572, a los sesenta y ocho años de edad.
San
Pío V -el último de los papas que alcanzó el honor de los altares hasta el
advenimiento de San Pío X- fue canonizado en 1712. El santo Pontífice practicó
durante toda su vida la austeridad monacal de su juventud. Su bondad y fervor
eran proverbiales: no se contentaba con ayudar económicamente a los pobres y a
los enfermos, sino que los asistía personalmente. Cierto que en el carácter de San
Pío V había también un aspecto de rudeza, que muchos historiadores se han
encargado de subrayar; pero durante su pontificado, en el que no le faltó el
apoyo y el ejemplo de hombres de la talla de un San Felipe Neri, Roma empezó a
percibir los resultados del Concilio de Trento y volvió a merecer el título de
Ciudad Apostólica y Primera Sede del mundo. Un pariente de San Francisco
Javier, el Doctor Martín de Azpilcueta, dejó un interesante testimonio del
ambiente que reinaba en Roma, en una carta que escribió a su familia. El Doctor
Azpilcueta, que había viajado mucho, se hace lenguas de los habitantes de Roma,
de su buena conducta y de su espíritu religioso. Ciertamente los viajeros de la
época de León X y Paulo III no se expresaban en los mismos términos y el cambio
se debió, sobre todo, a San Pío V.
Fuente: «Vidas
de los santos de Butler», Herbert Thurston, SI.
Oración:
Oh Dios, que para desbaratar a los enemigos de
tu Iglesia, y para restaurar el culto divino, te dignaste elegir Sumo Pontífice
a S. Pío: haz que seamos defendidos por su protección, y que de tal modo
perseveremos en tu servicio, que vencidas las asechanzas de todos los enemigos,
gocemos de perpetua paz. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.