jueves, 28 de marzo de 2013

DE LOS QUE CALLAN CUANDO DEBEN HABLAR


Fragmento de un artículo reciente de Antonio Caponnetto en respuesta al Padre Iraburu, texto que puede ser dirigido no sólo a los sacerdotes en que piensa el Prof. Caponnetto, sino a todos aquellos de la Tradición en la Fraternidad San Pío X que enmudecen la voz o el pensamiento, y de a poco se vuelven indiferentes o pusilánimes por temor a perder lo que tienen, esto es, una situación, y no el alma, lo único que en verdad cuenta. Nos unimos a la caritativa y respetuosa exhortación de Caponnetto. Es tiempo de vencer los temores y hablar claro, o, en todo caso, buscar la verdad si no se está seguro de ella, pues sin la verdad el católico no tiene razón de ser en este mundo y es como un grano de sal que ya no sala y no sirve para nada. El texto completo de su artículo puede leerse  aquí.




“Una aclaración postrimera me queda en el tintero y he de hacerla. No me causa ninguna gracia andar de desencuentro en desencuentro con curas,  obispos, y Pontífices. No he sido educado para tener que rebelarme contra  las autoridades de la Iglesia, sino para arrodillarme frente a la Jerarquía, orgulloso de mi vasallaje, y ofrecerle mis servicios. Me lastima hasta la fibra más honda del alma constatar que, en líneas generales, nuestros pastores y clérigos son medrosos, ambiguos, heresiarcas y hasta poco viriles, como diría Santa Catalina de Siena. Tal situación me provoca una desazón y un tormento que, repito, sólo Dios conoce, y sólo Él sabrá porqué lo permite. Pero no debo callar. En mi nombre, en el de los tantos y tantos que padecen conmigo similar dolor, en el de mis maestros mártires y en el de mis discípulos. No debo callar, porque la esperanza está puesta en el triunfo de la Verdad Crucificada, oportuna e inoportunamente testimoniada. No debo callar ni retroceder, porque a pesar de la jerarquía prevaricadora y de sus inesperados obsecuentes, alguien tiene que decir la Verdad”.

He perdido muchas cosas por dedicarme a lo que me dedico. Vivo orgullosamente con lo puesto. Pero siempre me preocupó perder algo más: la vida eterna. Y la vida eterna la perderé si enmudezco como un pusilánime, si disimulo como un oportunista o si miento como un patán. Sepan, pues, los nuevos pendolistas anónimos, pseudónimos o encubiertos; sépanlo los calumniadores ociosos y los que, por ser ladrones, creen que todos son de su condición. Seguiré en batalla, hasta que el Señor me llame. Y sépanlo asimismo aquellos que bien me quieren –me consta– pero me aconsejan prudencias que no van con las urgidas perentoriedades, postergaciones que terminan siendo renuncias y subterfugios impropios del testigo. En esto al menos, procuro hacerle caso a Borges:

“Entre las cosas hay una
de la que no se arrepiente
nadie en la tierra. Esa cosa
es haber sido valiente”.

(…) Pero hay una clase especialísima de esas cartas a las que quiero dedicar un párrafo aparte. Son las de aquellos sacerdotes que no pueden hablar porque es mucho o es todo lo que perderían si así lo hicieran. En privado me felicitan, me apoyan, me sostienen, me alientan a decirlo todo, me aportan elementos de juicio, y a veces me enmiendan con caridad y ciencia. Entiendo las razones de su silencio. No les formulo el más mínimo reproche. No quisiera herirlos con una línea siquiera que pudiera rozar sus nobles decisiones. Les pido perdón sinceramente y de antemano si estos renglones pudieran embretarlos. Pero ellos saben más que yo. Es cierto. Han estudiado disciplinas arduas cuya plena posesión me es ajena. Harían un bien inmenso si salieran a hablar con sus rostros y voces y nombres y títulos, a plena luz del día, desde los tejados. Harían un bien inmenso incluso, si ante estocadas arteras como ésta que me toca hoy responder, dijeran en público lo que me dicen en privado: que tengo razón.

 A ellos, pues, a estos sacerdotes a quienes tanto admiro y debo, sólo quiero formularles unas preguntas, cuyas respuestas ignoro: ¿Cuál es el límite de ese silencio? ¿Cuál es el borde de la fingida conformidad? ¿Cuándo habrá que quemar las naves? ¿Cuándo es el día del viaje desasido, sin regreso, sin orillas amigas que nos esperen, sin lechos familiares en que reposar seguros las osamentas? Sólo el desierto, el páramo, el peregrinaje arduo y combatiente. ¿Cuál es el día para decir ¡basta! y gritar desde los tejados? ¿No sería menos desolada la soledad, menos apenada la pena, menos desangelado nuestro Ángel, si ellos hablaran de consuno, con la facundia y la sabiduría que el Señor les ha prodigado?

Me uno a ellos con afecto entrañable en vísperas de este nuevo Viernes de Pasión en que termino mi escrito. Me aferro como amigo y penitente  a sus manos que saben bendecir y perdonar. Me permito pedirles un sitio en el Via Crucis, para decirles que, tal vez por nuestro mutismo o indiferencia, Jesús se está cayendo por cuarta vez:

La tarde huele a sangre y a gemido,
arriba espera el monte abovedado,
más hondo que la huella del arado,
más seco que el ahogo de un latido.

Ya estaba terminado el recorrido,
pronto estaría todo consumado
pero advertiste el rostro de un pecado
venidero y final como un crujido.

La Nave quiebra un mástil, se te aparta,
¡Navega hacia alta mar!, le gritas mudo
y caíste la vez número cuarta.

Mañana sonarán repiqueteos
pero hoy, tu viernes desolado y rudo,
Aquí estamos, Señor, tus cireneos.

Antonio Caponnetto