Fragmento de un artículo reciente de Antonio Caponnetto en respuesta al
Padre Iraburu, texto que puede ser dirigido no sólo a los sacerdotes en que
piensa el Prof. Caponnetto, sino a todos aquellos de la Tradición en la
Fraternidad San Pío X que enmudecen la voz o el pensamiento, y de a poco se
vuelven indiferentes o pusilánimes por temor a perder lo que tienen, esto es,
una situación, y no el alma, lo único que en verdad cuenta. Nos unimos a la
caritativa y respetuosa exhortación de Caponnetto. Es tiempo de vencer los
temores y hablar claro, o, en todo caso, buscar la verdad si no se está seguro
de ella, pues sin la verdad el católico no tiene razón de ser en este mundo y
es como un grano de sal que ya no sala y no sirve para nada. El texto completo
de su artículo puede leerse aquí.
“Una aclaración postrimera me queda en el tintero y he de hacerla. No me
causa ninguna gracia andar de desencuentro en desencuentro con curas, obispos, y Pontífices. No he sido educado
para tener que rebelarme contra las
autoridades de la Iglesia, sino para arrodillarme frente a la Jerarquía,
orgulloso de mi vasallaje, y ofrecerle mis servicios. Me lastima hasta la fibra
más honda del alma constatar que, en líneas generales, nuestros pastores y
clérigos son medrosos, ambiguos, heresiarcas y hasta poco viriles, como diría
Santa Catalina de Siena. Tal situación me provoca una desazón y un tormento
que, repito, sólo Dios conoce, y sólo Él sabrá porqué lo permite. Pero no debo
callar. En mi nombre, en el de los tantos y tantos que padecen conmigo similar
dolor, en el de mis maestros mártires y en el de mis discípulos. No debo
callar, porque la esperanza está puesta en el triunfo de la Verdad Crucificada,
oportuna e inoportunamente testimoniada. No debo callar ni retroceder, porque a
pesar de la jerarquía prevaricadora y de sus inesperados obsecuentes, alguien
tiene que decir la Verdad”.
He perdido muchas cosas por dedicarme a lo que me dedico. Vivo
orgullosamente con lo puesto. Pero siempre me preocupó perder algo más: la vida
eterna. Y la vida eterna la perderé si enmudezco como un pusilánime, si
disimulo como un oportunista o si miento como un patán. Sepan, pues, los nuevos
pendolistas anónimos, pseudónimos o encubiertos; sépanlo los calumniadores
ociosos y los que, por ser ladrones, creen que todos son de su condición.
Seguiré en batalla, hasta que el Señor me llame. Y sépanlo asimismo aquellos
que bien me quieren –me consta– pero me aconsejan prudencias que no van con las
urgidas perentoriedades, postergaciones que terminan siendo renuncias y
subterfugios impropios del testigo. En esto al menos, procuro hacerle caso a
Borges:
“Entre las
cosas hay una
de la que no
se arrepiente
nadie en la
tierra. Esa cosa
es haber sido
valiente”.
(…) Pero hay una clase especialísima de esas cartas a las que quiero
dedicar un párrafo aparte. Son las de aquellos sacerdotes que no pueden hablar
porque es mucho o es todo lo que perderían si así lo hicieran. En privado me
felicitan, me apoyan, me sostienen, me alientan a decirlo todo, me aportan
elementos de juicio, y a veces me enmiendan con caridad y ciencia. Entiendo las
razones de su silencio. No les formulo el más mínimo reproche. No quisiera
herirlos con una línea siquiera que pudiera rozar sus nobles decisiones. Les
pido perdón sinceramente y de antemano si estos renglones pudieran embretarlos.
Pero ellos saben más que yo. Es cierto. Han estudiado disciplinas arduas cuya
plena posesión me es ajena. Harían un bien inmenso si salieran a hablar con sus
rostros y voces y nombres y títulos, a plena luz del día, desde los tejados.
Harían un bien inmenso incluso, si ante estocadas arteras como ésta que me toca
hoy responder, dijeran en público lo que me dicen en privado: que tengo razón.
A ellos, pues, a estos sacerdotes
a quienes tanto admiro y debo, sólo quiero formularles unas preguntas, cuyas
respuestas ignoro: ¿Cuál es el límite de ese silencio? ¿Cuál es el borde de la
fingida conformidad? ¿Cuándo habrá que quemar las naves? ¿Cuándo es el día del
viaje desasido, sin regreso, sin orillas amigas que nos esperen, sin lechos
familiares en que reposar seguros las osamentas? Sólo el desierto, el páramo,
el peregrinaje arduo y combatiente. ¿Cuál es el día para decir ¡basta! y gritar
desde los tejados? ¿No sería menos desolada la soledad, menos apenada la pena, menos
desangelado nuestro Ángel, si ellos hablaran de consuno, con la facundia y la
sabiduría que el Señor les ha prodigado?
Me uno a ellos con afecto entrañable en vísperas de este nuevo Viernes de
Pasión en que termino mi escrito. Me aferro como amigo y penitente a sus manos que saben bendecir y perdonar. Me
permito pedirles un sitio en el Via Crucis, para decirles que, tal vez por
nuestro mutismo o indiferencia, Jesús se está cayendo por cuarta vez:
La tarde huele a sangre y a gemido,
arriba espera el monte abovedado,
más hondo que la huella del arado,
más seco que el ahogo de un latido.
Ya estaba terminado el recorrido,
pronto estaría todo consumado
pero advertiste el rostro de un pecado
venidero y final como un crujido.
La Nave quiebra un mástil, se te aparta,
¡Navega hacia alta mar!, le gritas mudo
y caíste la vez número cuarta.
Mañana sonarán repiqueteos
pero hoy, tu viernes desolado y rudo,
Aquí estamos, Señor, tus cireneos.
Antonio Caponnetto