Dice el Evangelio de
hoy que cuando Cristo llegó cerca, al ver la ciudad, lloró sobre
ella, diciendo: ¡Ah si tú reconocieras siquiera en este tu día lo que puede
traerte la paz! Pero ahora está encubierto a tus ojos.
En sentido espiritual, Nuestro Señor llora por los
escogidos, al verlos caer en el pecado, porque son templos de Dios. Lloremos con Él, en esta corta vida, por nuestros
pecados y por los pecados de los prójimos, para no llorar para siempre
separados de Él. Los que se condenan lloran cuando deben reír y ríen cuando
deben llorar. Ríen acá y lloran allá. Nosotros debemos llorar acá para reír
allá. Bienaventurados los que lloran (acá) porque ellos serán consolados (allá)
(Mt 5, 4).
Si tú reconocieras siquiera en este tu día lo que te puede traer la paz. Esta vida es el día del hombre mal inclinado, día que dará
paso -para él- a una noche sin fin, día que cree ser el único: por eso no
quiere pensar en el futuro, en ese otro día, el día de la eternidad. El hombre
enemigo de Dios no quiere pensar en la muerte ni en la eternidad, por eso, para
no ser molestado en su paz efímera y falsa, se hace ateo o se forja una religión
acorde a sus gustos.
Porque vendrán días contra ti, en
que tus enemigos te cercarán de trincheras, y te sitiarán, y te estrecharán por
todas partes. Comenta San Gregorio que los espíritus malignos asedian el alma cuando sale del cuerpo… presentando a
su vista las iniquidades que cometió, sin que pueda evadirse, porque ya no
puede hacer el bien que despreció cuando pudo hacerlo. Los demonios estrechan
al alma por todas partes poniéndole a la vista la iniquidad cometida durante la
vida para que el alma se desespere. Antes, esos mismos demonios la halagaron en
la vida libertina.
Y te derribarán en tierra, y a
tus hijos que están dentro de ti. Entonces -sigo
citando al santo- el alma se aterra
cuando ve que su carne, que creyó que era su vida, va a convertirse en polvo (va
a ser derribada en tierra); entonces mueren
sus hijos, esto es, los pensamientos ilícitos que mueren con ella.
Y no dejarán en ti piedra sobre
piedra. Supliquemos a Dios, mientras tenemos tiempo, que no
quede piedra sobre piedra, en nuestras almas, de una construcción puramente
humana, del edificio construido sobre la arena del orgullo, del egoísmo y de la
voluntad propia.
Por cuanto no
conociste el tiempo de tu visitación. Y sin embargo -dice San Gregorio- el Señor visita al alma culpable
mediante los castigos o mediante sus beneficios. También por medio de
la enseñanza de la verdad, buenos consejos, buenas lecturas y de otras
muchísimas maneras.
Y habiendo entrado en
el templo comenzó a echar fuera a todos los que vendían y compraban en él,
diciéndoles: "Escrito está: mi casa es casa de oración, mas vosotros la
habéis convertido en una cueva de ladrones". Enseña San Gregorio: arrojó de allí a los que vendían y
compraban, dando a conocer que la ruina del pueblo venía principalmente por culpa
de los sacerdotes. Estos
convierten la casa de Dios en cueva de ladrones; porque cuando los hombres
malos ocupan el lugar de la religión, matan con las espadas de su malicia allí
donde debieran vivificar a sus prójimos por la intercesión de su oración.
Cristo no se puso a
negociar con los mercaderes. Con la Jerarquía liberal, con los herejes
modernistas no se negocia, se los expulsa. Y si no se los puede expulsar, se
los combate, pero nunca se intenta hacer con ellos un acuerdo de paz.
Cuidado: también
es templo el espíritu de los fieles, donde los malos pensamientos, residen como
en una cueva de ladrones. Cuidado con el fariseísmo: la misma resolución que
tenemos para combatir a los liberales y modernistas que usurpan la Jerarquía en
la Iglesia de Cristo, debemos tenerla para expulsar los vicios del templo que
es el alma: el Reino de los Cielos sufre
violencia y los violentos lo arrebatan (Mt 11, 12). El que crea estar en pie cuide de no caer, dice la Epístola de hoy. No olvidemos que llevamos los tesoros de Dios en vasos de barro (2 Cor 4, 7). Que la Virgen Santísima nos conceda la
gracia de vigilar y orar para no entrar
en tentación (Mt 26, 41; Mc 14, 38).