Algunos fragmentos de
la encíclica “Lumen fidei” (puede leerse
entera aquí)
“El Año de la fe ha
comenzado en el 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II. Esta
coincidencia nos permite ver que el
Vaticano II ha sido un Concilio sobre la fe, en cuanto que nos ha invitado
a poner de nuevo en el centro de nuestra vida eclesial y personal el primado de
Dios en Cristo. Porque la Iglesia nunca presupone la fe como algo descontado,
sino que sabe que este don de Dios tiene que ser alimentado y robustecido para
que siga guiando su camino. El Concilio
Vaticano II ha hecho que la fe brille dentro de la experiencia humana,
recorriendo así los caminos del hombre contemporáneo. De este modo, se ha visto
cómo la fe enriquece la existencia humana en todas sus dimensiones”.
“La Iglesia, como toda
familia, transmite a sus hijos el contenido de su memoria. ¿Cómo hacerlo de
manera que nada se pierda y, más bien, todo se profundice cada vez más en el
patrimonio de la fe? Mediante la tradición apostólica, conservada en la Iglesia
con la asistencia del Espíritu Santo, tenemos un contacto vivo con la memoria fundante.
Como afirma el Concilio ecuménico Vaticano II, «lo que los Apóstoles
transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe
creciente del Pueblo de Dios; así la Iglesia con su enseñanza, su vida, su
culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree»”.
“La unidad de la
Iglesia, en el tiempo y en el espacio, está ligada a la unidad de la fe: «Un
solo cuerpo y un solo espíritu […] una sola fe» (Ef 4,4-5). Hoy puede parecer
posible una unión entre los hombres en una tarea común, en el compartir los
mismos sentimientos o la misma suerte, en una meta común. Pero resulta muy
difícil concebir una unidad en la misma verdad. Nos da la impresión de que una
unión de este tipo se opone a la libertad de pensamiento y a la autonomía del sujeto.
En cambio, la experiencia del amor nos dice que precisamente en el amor es
posible tener una visión común, que amando aprendemos a ver la realidad con los
ojos del otro, y que eso no nos empobrece, sino que enriquece nuestra mirada.
El amor verdadero, a medida del amor divino, exige la verdad y, en la mirada
común de la verdad, que es Jesucristo, adquiere firmeza y profundidad. En esto
consiste también el gozo de creer, en la unidad de visión en un solo cuerpo y
en un solo espíritu. En este sentido san León Magno decía: «Si la fe no es una,
no es fe».
“Naciendo del amor
puede llegar al corazón, al centro personal de cada hombre. Se ve claro así que
la fe no es intransigente, sino que crece
en la convivencia que respeta al otro. El creyente no es arrogante; al
contrario, la verdad le hace humilde, sabiendo que, más que poseerla él, es
ella la que le abraza y le posee. En lugar de hacernos intolerantes, la
seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo
con todos”.
“La luz de la fe en Jesús ilumina también el camino de todos los que
buscan a Dios, y constituye la
aportación propia del cristianismo al diálogo con los seguidores de las
diversas religiones”.
“Por lo demás, incluso desde
un punto de vista simplemente antropológico, la unidad es superior al
conflicto; hemos de contar también con el conflicto, pero experimentarlo debe
llevarnos a resolverlo, a superarlo, transformándolo en un eslabón de una
cadena, en un paso más hacia la unidad”.
LA
“LUZ DE LA FE”: ¿CUÁL FE?