Preguntó, entonces, el doctor de la ley ¿pero quién es mi prójimo? El doctor
de la ley, en su soberbia, no creía que hubiera alguien que pudiera ser su prójimo
o próximo
(esto es, cercano), porque pensaba que nadie podía compararse con él en cuanto
a la justicia o santidad. Demostraba, con esta pregunta, carecer de amor al prójimo;
y en consecuencia, también de amor a Dios, porque el que no ama al hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no
ve (1Jn 4, 20). En lo que sigue, Cristo le
enseña a no pensar que, por ser justo, no tiene prójimos. Como si le
dijera: todos los hombres te son próximos, son tus prójimos.
Hazte tú, pues, próximo a ellos por la caridad: ayúdales y cuida de ellos. Y a
este fin dijo la conocida parábola del samaritano.
Entonces dijo Jesús: un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó. Este hombre, según San Agustín, representa a
Adán y a todo el género humano. Jerusalén,
que quiere decir “ciudad de la paz”, representa el paraíso, de cuya felicidad
había Adán caído. Jericó quiere
decir luna, y significa nuestra mortalidad (causada por el pecado original),
porque ella, en sus fases, parece nacer, crecer, envejecer y morir. Jericó
está en los valles, mientras Jerusalén
está en las alturas. Bajaba, pues, el hombre de las alturas al valle, cuando
fue asaltado (San Basilio).
Y cayó en manos de unos ladrones, los cuales le despojaron, y después de
haberlo herido, lo dejaron medio muerto, y se fueron. Esos ladrones son los demonios, en manos de
los que no hubiera caído el hombre de no ponerse en ocasión, al apartarse de
los mandamientos de Dios (San Ambrosio). Despojaron al
hombre de la inocencia y lo hirieron,
incapacitándolo para el buen uso de su libre albedrío. Y nosotros estamos aún
más heridos porque al pecado original, que hemos contraído, añadimos muchos
pecados personales (San Agustín).
Y
cubriéndolo de llagas (o sea, inclinándolo al pecado),
lo dejaron medio muerto, y quedó
tendido, porque no tenía fuerzas para levantarse por sí mismo, sino que
necesitaba un médico que lo sanara (esto es, a Cristo) (San Agustín).
Y sucedió que pasaba por el mismo camino un sacerdote, y, viéndole, siguió
de largo. Y también un levita, llegando cerca de aquel lugar, lo vio y pasó
también de largo. El sacerdote y el levita representan
dos tiempos: el sacerdote es el
tiempo de la ley, por la cual se instituyeron el sacerdocio judaico y los
sacrificios; el levita es el tiempo
de los profetas. En ninguno de los dos pudo curarse la humanidad, porque la ley
daba a conocer los pecados, pero no los perdonaba (San Agustín) y los profetas anunciaban al Mesías Redentor, pero
no lo hacían presente.
Pero un samaritano, que iba de camino, pasó cerca, y cuando le vio, tuvo
compasión de él. El hombre
herido era israelita; y el sacerdote y el levita que pasaron cerca de él eran
sus prójimos por la raza o la sangre, pero un samaritano, enemigo despreciado y lejano por la raza, fue próximo
por la misericordia. Ese samaritano que
bajaba por el camino representa a Nuestro Señor Jesucristo que bajó del Cielo (Jn 3,13), porque samaritano quiere decir custodio o guardián.
Y acercándosele, le vendó las heridas, y puso en ellas aceite y vino. El vendaje de las heridas representa la
represión de los pecadores. El vino
es el rigor de su justicia y el óleo
la suavidad de la misericordia. O según otra interpretación, para perdonar
nuestros pecados, Cristo derramó sobre nuestras almas heridas el vino (la sangre de su pasión), y para
santificarnos derramó el óleo de sus
Sacramentos.
Y poniéndole sobre su animal, lo llevó a una posada, y lo cuidó. Cristo carga
nuestros pecados y sufre por nosotros (Is 53). La
Iglesia es el hospedaje o posada en
el camino de la vida, que acoge a todos los que vienen a ella cansados del
viaje, y donde, dejando la carga de muchos pecados (por el sacramento de la
Penitencia), el viajero fatigado descansa y después cobra fuerzas con el alimento
(de la comunión Eucarística).
Y al otro día sacó dos denarios y los dio al posadero, y le dijo: cuídamelo,
y yo te devolveré lo que gastes de más cuando vuelva. Cristo Samaritano
no podía permanecer mucho tiempo en la tierra, debía volver al lugar de donde
había bajado. Los dos denarios son los
dos preceptos de la caridad (amor a Dios y amor al prójimo) que recibieron los
apóstoles (San Agustín). Bienaventurado
-dice San Ambrosio- el hospedero que puede curar las heridas de otro y a quien
dice Jesús: y cuanto gastes de más, te lo daré cuando vuelva, es decir, en el día del juicio final.
Una vez dicho todo esto, pregunta Nuestro Señor al doctor de la ley: ¿Cuál
de estos tres te parece que fue el prójimo de aquél que cayó en manos de los
ladrones? Aquél que usó con él de misericordia, respondió el doctor. Y Jesús le
dijo: Ve y haz tú lo mismo. Luego, nuestro prójimo es aquél a quien
debemos prestar ayuda y misericordia, quien quiera que sea. De lo cual se sigue
que aquél de quien debemos recibir ayuda y misericordia es también nuestro
prójimo; pues la palabra prójimo indica una relación: ninguno es prójimo sin
reciprocidad, de dos se dice que son próximos o lejanos. Y a nadie debe negarse la caridad, pues dice el Señor: haced bien a los que os aborrecen (Mt 5,44) (San Agustín). Ve y haz
tú lo mismo. Si ves alguno abatido o caído, equivocado, lejos
de la verdad, gran pecador, lejos de Dios -explica San Juan Crisóstomo-; no
digas: "es un necio", sino que, si necesita auxilio, no dudes ni
pases de largo; tiene derecho a tu ayuda, cualquiera que sea el daño que le
haya sobrevenido.
Vayamos y hagamos lo mismo,
estimados fieles. Actuemos como hijos de Dios y no como hijos de Caín y del
diablo: cuando Dios preguntó a Caín dónde estaba Abel, respondió: no sé, ¿acaso soy yo el guardián de mi
hermano? (Gen 4, 9). Cristo
vino a enseñarnos que, verdaderamente, todos somos guardianes o protectores o samaritanos,
unos de otros, y Cristo de todos. La Iglesia es ese samaritano respecto de
todos los hombres, porque todos nacemos medio muertos. Y los tradicionalistas
somos ese samaritano respecto de todos nuestros hermanos engañados, robados y
heridos por esos lobos con piel de oveja que son los herejes modernistas.
Permítanme aquí un paréntesis. Cuidado con el calificativo de “modernistas”.
No miremos con desdén al resto de los católicos, a los que solemos llamar
modernistas a secas, pues, en su inmensa mayoría, son víctimas de los
salteadores que los despojan de la verdadera fe. Cuidado, porque esos, muchas
veces, muchísimas, son eso: víctimas, no victimarios. No son los asaltantes de
la parábola, sino el hombre asaltado. Pensemos, por ejemplo, en el inmenso bien
espiritual que, en su gran simplicidad, con sus fervorosas oraciones hacen esas
ancianas “modernistas”, devotas verdaderas del Rosario, infaltables en las
Parroquias; pensemos en esas monjas “modernistas” de clausura que, pese a la
Misa Nueva y a las malas prédicas, viven enteramente crucificadas por causa de su
caridad ardentísima. Pensemos en esos Sacerdotes y laicos que se esfuerzan
sinceramente por alcanzar la santidad, a pesar de tener que respirar cada día
el humo liberal que ha entrado en el templo mediante la grieta excavada desde
dentro por una Jerarquía de traidores. Cuidado con el desprecio del prójimo: no
nos vaya a suceder que estemos haciendo a veces la oración del fariseo: te doy gracias, Señor, porque no soy como
los demás hombres, ni como esos estúpidos e ignorantes modernistas de las
Parroquias. Cuidado: peor que ser
hereje material modernista es ser un orgulloso tradicionalista, porque Dios resiste a los soberbios y da su gracia
a los humildes (1 Pe 5, 5). Cuidado
con la soberbia. El orgullo farisaico es
la gran tentación de los tradicionalistas. Los fariseos fueron los
descendientes de los asideos, esos mártires y héroes tradicionalistas que
combatieron a las órdenes de los Macabeos. Cuidado con la soberbia. A esos que parecen
vivir de diatribas y discusiones, habría que preguntarles qué es más
importante: si tener razón o tener caridad. Si los tradicionalistas tenemos la
verdad, es por un regalo, por una gracia de Dios. Pero la luz de la fe verdadera
es para iluminar a los hombres en orden a la salvación eterna, no para querer
deslumbrarlos haciendo gala de conocimientos, ni para aplastarlos.
Estimados fieles: Dios nos haga caritativos y humildes. Ciertamente, los
tradicionalistas debemos ser el buen samaritano especialmente para con todas
las pobres ovejas asaltadas y heridas por esos ministros del diablo que les dan
a beber el veneno liberal y modernista. Estos últimos se comportan como los
ladrones de la parábola, de modo mucho más criminal que el Sacerdote y el
levita, que pecaron sólo por omisión. Estos ladrones son la Jerarquía liberal
que objetivamente despoja y asesina a las almas desde esa verdadera emboscada
que fue el Vaticano II. Con estos envenenadores de las almas no cabe buscar cooperación
ni concordia alguna, ni menos aceptar la posibilidad de someterse un día a su
poder destructor. Si el samaritano hubiera
pretendido ponerse a las órdenes de los ladrones, no habría hecho con eso un
acto de caridad, sino la mayor insensatez imaginable. Y habría terminado robando
o robado y medio muerto él también. La primera caridad es la verdad. En el caso
de los tradicionalistas, la primera caridad está en conservar a salvo el
alimento saludable de las almas, el tesoro divino de la fe católica, la Verdad,
esa Verdad que un día volverá a resplandecer en la Iglesia porque las puertas del Infierno no prevalecerán (Mt 16,
18).
Que por la intercesión de la Santísima Virgen, Dios nos conceda la humilde
caridad fraterna.