“Tocamos aquí un problema muy
importante: para alcanzar un objetivo determinado, ¿puede la diplomacia ceder
en los principios? La experiencia da una respuesta negativa, porque al ser la
apariencia todo lo que ve la opinión, a ésta se le escapa la maniobra. No ve
más que el abandono consentido, la restricción mental o la “combinazzione” y lo
que no es más que una maniobra le parece adhesión sincera. Confundida, la
opinión pierde gran parte de su ardor para defender las ideas que son
combatidas por el régimen con el que se negocia. El avance del enemigo se
encuentra tanto más facilitado y sus exigencias aumentan en la misma medida en
que la diplomacia se vuelve más complaciente.
León
XIII piensa poder manejar a los católicos franceses según las necesidades de su
diplomacia. No presta atención a que los individuos se guían por convicciones y
que llevarlos a dudar de ellas, es debilitar el instrumento del que se pretende
disponer.
Prisionero
de la maniobra diplomática que ha decidido, León XIII tiene que ordenar a los
católicos franceses, en su inmensa mayoría monárquicos, que se adhieran a la
República. Decisión dramática, porque va a desorientar a la Derecha, a lanzar a
muchos militantes a la abstención, forzar al disimulo a espíritus rectos y
reforzar, por el contrario, la combatividad de los republicanos que ven cómo el
adversario abandona sus posiciones y solicita el armisticio.
El
nuncio Czalcky explicaba al marqués de Dreux-Brézé que los legitimistas, al
continuar luchando a favor de los principios de los que eran representantes, ya
no serían escuchados y verían disminuir progresivamente el número de sus
afiliados. Su influencia, reconocida como muy valiosa en muchos aspectos,
desaparecería y el bien moral, que lógicamente estarían llamados a hacer, sería
para ellos irrealizable en adelante.
“Este
bien –añade Mons. Czalcky, según cuenta M. de Dreux-Brézé- hay que enfocarlo
ahora desde otro punto de vista, nuestros adictos deberán intentar llevarlo a
cabo en otro terreno; este punto de vista es el reconocimiento del hecho de la
transformación de Francia en una república y el de la aceptación de esta
transformación”.
¡Estas
expresiones eran pasmosas! No solamente prefiguraban una filosofía del “sentido
de la Historia” irreversible, sino que parecían indicar una ignorancia total de
los esfuerzos de propaganda de los republicanos para conquistar a las masas. No
lo habían conseguido a la primera, ni fácilmente y, aunque el nuncio lo dijera,
no estaban seguros de tener siempre ventaja. Después de todo, hacía solamente
diez años, ¡no había más que cinco diputados republicanos en el Cuerpo Legislativo!
Parecía
que el nuncio no aprendía nada de esta lección de propaganda dada por los
republicanos. Lo que le interesaba era intentar formar una fuerza nueva con los
católicos arrancados de sus fidelidades políticas.
“Yo
me permití contestar a Mons. Czalcky –prosigue M. de Dreux-Brézé- indicándole
que sus proposiciones, que su programa, eran para un legitimista absolutamente
inaceptables; que aceptándolos, si fuese posible adoptarlos, los realistas ya
no serían comprendidos por nadie; que, haciendo esto, en lugar de acrecentar su
autoridad moral sobre la población entre la que vivían, perderían la que aún
les aseguraba la estima y el respeto que les rodeaba”.
Se
perdieron los principios y no se obtuvieron los votos.
Los
únicos que se beneficiaron de la situación fueron los radicales. León XIII les
hacía el juego anulando la oposición que más podían temer, e incluso
escribiendo al presidente de la República pidiéndole que “usase de su
autoridad, para que fuesen restablecidas las buenas relaciones entre la Iglesia
y el Estado”.
Jules
Grévy respondió fríamente que si las cosas no iban bien entre la República y la
Iglesia, la causa era “la actitud hostil de una parte del clero respecto a la
República, en las luchas que aún sostiene diariamente contra sus mortales
enemigos”. Y añadía: “En este funesto conflicto, desgraciadamente, tengo muy
poco poder sobre los enemigos de la Iglesia. Pero Vuestra Santidad tiene mucho
poder sobre los enemigos de la República”.
León
XIII quedó atrapado en este engranaje. Obligó a exigir a los católicos su
adhesión a la República. La intrusión política era flagrante y resultó ser
desastrosa: incapaces de adueñarse del poder por las elecciones, los “ralliés”
tuvieron que soportar las leyes de descristianización que votaba alegremente la
Cámara de los diputados.
“Los
católicos podían maldecir el laicismo, pero desde el momento que no habían
podido adueñarse del poder político que les habría dado la fuerza de legislar a
su conveniencia, no podían reprochar con razón al gobierno que aplicase su
legislación”.
Habían
aceptado la ley del número y debían aceptar sus decisiones.
León
XIII se dio cuenta pronto que el cuerpo electoral estaba manipulado por las
Logias y que en la democracia moderna el verdadero poder era la Francmasonería.
Creo que en el fondo pensó entonces en organizar en torno a las parroquias una
especie de “contramasonería” para entorpecer la labor de las Logias. En todo
caso no ahorró sus ataques contra la masonería en sus encíclicas.
León
XIII alentó una vasta campaña antimasónica pero, atacar a la Masonería sin
tocar el régimen que ella dominaba, era un combate perdido de antemano.
Sin
embargo, León XIII se aferraba más que nunca a su política del “Ralliement”,
que fue oficialmente propuesta a los católicos franceses por el cardenal
Lavigerie, en noviembre de 1890 en Argel:
“Cuando
la voluntad de un pueblo se ha asegurado de que la forma de gobierno no lleva
consigo nada contrario, como lo proclama últimamente León XIII, a los únicos
principios que pueden hacer vivir a las naciones cristianas y civilizadas… no
queda más que la adhesión sin segunda intención a la forma de gobierno llega el
momento de… sacrificar todo lo que la conciencia y el honor permitan… para la
salvación de la Patria”.
Así
pues, ya quedaba “bautizada” la República...
(…)
La
política de León XIII resultó un fracaso total. De 575 diputados, en las
elecciones que siguieron a la orden dada a los católicos de adherirse a la
República, no fueron elegidos más que 35 de los “ralliés” y los dos que más
garantizaban las miras políticas de León XIII, Albert de Mun y Jacques Piou,
fueron derrotados.
Entonces
comenzó la larga espera de “unas buenas elecciones”. Habían sido vencidos, pero
la próxima vez esperaban ganar.
Así fue como la Derecha, corrompida
lentamente durante esta interminable espera, decepcionada siempre, comenzaba a
derrumbarse. Un inmenso escepticismo, una repugnancia profunda aquejaba a unos
hombres a los que se había dicho bruscamente que la legitimidad no existía, que
los juramentos no contaban, que las ideas eran intercambiables, relativas.
Pero, en el otro bando, la
izquierda no cesaba de triunfar porque caminaba en el sentido de sus
principios.
Las Logias, entretanto, seguían
complaciéndose en humillar a los “ralliés” haciendo votar
una legislación cada vez más antirreligiosa, expulsando a los monjes,
laicizando la Escuela en donde iban a formar su nueva juventud, en fin,
separando oficialmente el Estado de la Iglesia.
El
ministro de Justicia, M. Darlan declaraba al Senado:
“Señores,
¿es que la actitud del Papa ha tenido alguna influencia sobre nuestras
doctrinas, nuestros actos?... No dejaremos decaer de nuestras manos ninguna de
las leyes que el parlamento ha dado al País”.
El masón F. Doumer declaraba que
“en política, como en la guerra, la pacificación solo es aceptable cuando el
enemigo está vencido, aniquilado…”
Clemenceau
advertía a los “ralliés”:
“Me
dicen que quieren separar la Iglesia de los partidos hostiles a la República…
Es una empresa por encima de las fuerzas humanas porque los dos elementos que
quieren juntar se excluyen”.
Y, a todo esto, ¿qué habían ganado
los “ralliés”? Nada. Habían dividido a las fuerzas conservadoras y ni siquiera
habían forzado las puertas de la República. Se los dejaba en la puerta y encima
se burlaban de ellos.
****
Los
“ralliés” continuaron siendo vencidos en 1893, vencidos en 1898, vencidos en
1902. Y también en 1906, en 1910, en 1914, hasta que su nombre mismo desaparece
del vocabulario político. La República lo había arrastrado definitivamente sin
ellos y contra ellos.
A
partir de entonces vinieron las consecuencias.
Los
espíritus, entregados sin defensa a las más destructivas ideologías se
corrompieron; las costumbres se degradaron; la corrupción del Estado acompañó a
la de la sociedad. No habiendo ningún principio que mantuviese unida a la
comunidad, la noción misma de comunidad quedó borrada.
Cada
uno reivindicó para sí. Hubo clanes, partidos, grupos de presión. La opinión
arrastrada por los periódicos y después por la radio fue una presa fácil para
la plutocracia que poseía estos medios de propaganda. La democracia derivó en
plutocracia sin darse ni cuenta.
Todos
los cuerpos sociales fueron contaminados fácilmente y simultáneamente por una
misma decadencia. El clero no escapó a ella, bebió los venenos del siglo y el
mal se introdujo en la Iglesia. Los hombres de Iglesia, como los demás,
comenzaron a decir las mismas palabras, a escuchar al siglo, en lugar de
adoctrinarlo”.
“La Iglesia ocupada”, Jacques Ploncard
d’Assac, 1974.