jueves, 27 de junio de 2013

DECLARACIÓN CON OCASIÓN DEL XXVº ANIVERSARIO DE LAS CONSAGRACIONES EPISCOPALES





1. Con ocasión del XXVº aniversario de las consagraciones, los obispos de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X expresan solemnemente su gratitud a Mons. Marcel Lefebvre y a Mons. Antonio de Castro Mayer por el acto heroico que realizaron el 30 de junio de 1988. En particular quieren manifestar su gratitud filial a su venerado fundador, quien, después de tantos años de servicio a la Iglesia y al Romano Pontífice, no dudó en sufrir la injusta acusación de desobediencia para salvaguardar la fe y el sacerdocio católicos.

2. En la carta que nos dirigió antes de las consagraciones, escribía: “Os conjuro a que permanezcáis unidos a la Sede de Pedro, a la Iglesia romana, Madre y Maestra de todas las Iglesias, en la fe católica íntegra, expresada en los Símbolos de la fe, en el catecismo del Concilio de Trento, conforme a lo que os ha sido enseñado en vuestro seminario. Permaneced fieles en la transmisión de esta fe para que venga a nosotros el Reino de Nuestro Señor.” Esta frase expresa la razón profunda del acto que habría de realizar: “para que venga a nosotros el Reino de Nuestro Señor”, adveniat regnum tuum!

3. Siguiendo a Mons. Lefebvre, afirmamos que la causa de los graves errores que están demoliendo la Iglesia no reside en una mala interpretación de los textos conciliares —una “hermenéutica de la ruptura” que se opondría a una “hermenéutica de la reforma en la continuidad”—, sino en los textos mismos, a causa de la inaudita línea escogida por el concilio Vaticano II. Esta línea se manifiesta en sus documentos y en su espíritu: frente al “humanismo laico y profano”, frente a la “religión (pues se trata de una religión) del hombre que se hace Dios”, la Iglesia, única poseedora de la Revelación “del Dios que se hizo hombre” quiso manifestar su “nuevo humanismo” diciendo al mundo moderno: “nosotros también, más que nadie, tenemos el culto del hombre” (Pablo VI, Discurso de clausura, 7 de diciembre de 1965). Mas esta coexistencia del culto de Dios y del culto del hombre se opone radicalmente a la fe católica, que nos enseña a dar el culto supremo y el primado exclusivo al solo Dios verdadero y a su único Hijo, Jesucristo, en quien “habita corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col. 2, 9).

4. Nos vemos obligados a comprobar que este Concilio atípico, que solo quiso ser pastoral y no dogmático, ha inaugurado un nuevo tipo de magisterio, desconocido hasta entonces en la Iglesia, sin raíces en la Tradición; un magisterio empeñado en conciliar la doctrina católica con las ideas liberales; un magisterio imbuido de los principios modernistas del subjetivismo, del inmanentismo y en perpetua evolución según el falso concepto de tradición viva, viciando la naturaleza, el contenido, la función y el ejercicio del magisterio eclesiástico.

5. A partir de ahí, el reino de Cristo deja de ser el empeño de las autoridades eclesiásticas, aunque estas palabras de Jesucristo: “todo poder me ha sido dado sobre la tierra y en el cielo” (Mt. 28, 18) siguen siendo una verdad y una realidad absolutas. Negarlas en los hechos significa dejar de reconocer en la práctica la divinidad de Nuestro Señor. Así, a causa del Concilio, la realeza de Cristo sobre las sociedades humanas es simplemente ignorada, o combatida, y la Iglesia es arrastrada por este espíritu liberal que se manifiesta especialmente en la libertad religiosa, el ecumenismo, la colegialidad y la nueva misa.

6. La libertad religiosa expuesta por Dignitatis humanae, y su aplicación práctica desde hace cincuenta años, conducen lógicamente a pedir al Dios hecho hombre que renuncie a reinar sobre el hombre que se hace Dios, lo que equivale a disolver a Cristo. En lugar de una conducta inspirada por una fe sólida en el poder real de Nuestro Señor Jesucristo, vemos a la Iglesia vergonzosamente guiada por la prudencia humana, y dudando tanto de ella misma que ya no pide a los Estados sino lo que las logias masónicas han querido concederle: el derecho común, en el mismo rango y entre las otras religiones que ya no osa llamar falsas.

7. En nombre de un ecumenismo omnipresente (Unitatis redintegratio) y de un vano diálogo interreligioso (Nostra Aetate), la verdad sobre la única Iglesia es silenciada; de igual modo, una gran parte de los pastores y de los fieles, no viendo más en Nuestro Señor y en la Iglesia católica la única vía de salvación, han renunciado a convertir a los adeptos de las falsas religiones, dejándolos en la ignorancia de la única Verdad. Este ecumenismo ha dado muerte, literalmente, al espíritu misionero con la búsqueda de una falsa unidad, reduciendo muy a menudo la misión de la Iglesia a la transmisión de un mensaje de paz puramente terreno y a un papel humanitario de alivio de la miseria en el mundo, poniéndose así a la zaga de las organizaciones internacionales.

8. El debilitamiento de la fe en la divinidad de Nuestro Señor favorece una disolución de la unidad de la autoridad en la Iglesia, introduciendo un espíritu colegial, igualitario y democrático (cf. Lumen Gentium). Cristo ya no es la cabeza de la cual todo proviene, en particular el ejercicio de la autoridad. El Romano Pontífice, que ya no ejerce de hecho la plenitud de su autoridad, así como los obispos, que —contrariamente a las enseñanzas del Vaticano I— creen poder compartir colegialmente de manera habitual la plenitud del poder supremo, se colocan en lo sucesivo, con los sacerdotes, a la escucha y en pos del “pueblo de Dios”, nuevo soberano. Es la destrucción de la autoridad y en consecuencia la ruina de las instituciones cristianas: familias, seminarios, institutos religiosos.

9. La nueva misa, promulgada en 1969, debilita la afirmación del reino de Cristo por la Cruz (“regnavit a ligno Deus”). En efecto, su rito mismo atenúa y obscurece la naturaleza sacrificial y propiciatoria del sacrificio eucarístico. Subyace en este nuevo rito la nueva y falsa teología del misterio pascual. Ambos destruyen la espiritualidad católica fundada sobre el sacrificio de Nuestro Señor en el Calvario. Esta misa está penetrada de un espíritu ecuménico y protestante, democrático y humanista que ignora el sacrificio de la Cruz. Ilustra también la nueva concepción del “sacerdocio común de los bautizados” en detrimento del sacerdocio sacramental del presbítero.

10. Cincuenta años después del concilio, las causas permanecen y siguen produciendo los mismos efectos, de suerte que hoy aquellas consagraciones episcopales conservan toda su razón de ser. El amor por la Iglesia guió a Mons. Lefebvre y guía a sus hijos. El mismo deseo de “transmitir el sacerdocio católico en toda su pureza doctrinal y su caridad misionera” (Mons. Lefebvre, Itinerario espiritual) anima a la Fraternidad San Pío X en el servicio de la Iglesia, cuando pide con instancia a las autoridades romanas que reasuman el tesoro de la Tradición doctrinal, moral y litúrgica.

11. Este amor por la Iglesia explica la regla que Mons. Lefebvre siempre observó: seguir a la Providencia en todo momento, sin jamás pretender anticiparla. Entendemos que así lo hacemos, sea que Roma regrese de modo rápido a la Tradición y a la fe de siempre —lo que restablecerá el orden en la Iglesia—, sea que se nos reconozca explícitamente el derecho de profesar de manera íntegra la fe y de rechazar los errores que le son contrarios, con el derecho y el deber de oponernos públicamente a los errores y a sus fautores, sean quienes fueren – lo que permitirá un comienzo de restablecimiento del orden. A la espera, y frente a esta crisis que continúa sus estragos en la Iglesia, perseveramos en la defensa de la Tradición católica y nuestra esperanza permanece íntegra, pues sabemos con fe cierta que “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt. 16, 18).

12. Entendemos, así, seguir la exhortación de nuestro querido y venerado padre en el episcopado: “Queridos amigos, sed mi consuelo en Cristo, permaneced fuertes en la fe, fieles al verdadero sacrificio de la misa, al verdadero y santo sacerdocio de Nuestro Señor, para el triunfo y la gloria de Jesús en el cielo y en la tierra” (Carta a los obispos). Que la Santísima Trinidad, por intercesión del Inmaculado Corazón de María, nos conceda la gracia de la fidelidad al episcopado que hemos recibido y que queremos ejercer para honra de Dios, el triunfo de la Iglesia y la salvación de la almas.

† Mons. Bernard Fellay
† Mons. Bernard Tissier de Mallerais
† Mons. Alfonso de Galarreta

Ecône, 27 de junio de 2013, en la fiesta de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.