viernes, 25 de marzo de 2016

R.P. TRINCADO - SERMÓN DEL JUEVES SANTO





El Jueves Santo la Iglesia conmemora la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio. Cristo, al ascender a los Cielos, no nos ha abandonado. Él mismo, por medio de la Eucaristía, perpetuará su Sacrificio Redentor y será el alimento de nuestras almas para siempre, y, por medio de sus Sacerdotes, Él seguirá conduciéndonos al puerto de salvación hasta el final de los tiempos.

Ambas cosas son obras del amor infinito de Dios. “Dios es amor”, dice san Juan, y ese amor activo y expansivo en supremo grado “es un fuego devorador”, según palabras de San Pablo y del Deuteronomio.

En esta ocasión quiero referirme a la caridad y a la humildad de Nuestro Señor en el episodio narrado en el Evangelio de hoy, que dice: “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”.

“Hasta el fin” o “hasta el extremo”. Cristo nos amó hasta el extremo. Y esto nos enseña cómo debe ser el amor que debemos tener a Dios. Nadie puede amar demasiado o excesivamente a Dios y cualquier medida de amor con que correspondamos a su infinito amor, será poca cosa.

Hasta el extremo. Dios quiere corazones de fuego. “¡Fuego vine a lanzar sobre la tierra y cómo quiero que arda!”, nos dice Cristo. Pero nosotros no queremos que arda. “El Reino de los Cielos sufre violencia” y sólo “los violentos”, es decir, los resueltos, los de fuego; conquistan y “arrebatan el Cielo” porque antes se han dejado conquistar e incendiar por el fuego de Dios.

Nos amó hasta el extremo. Evitemos la caridad mediocre, también conocida como tibieza, porque no hemos sido creados para la mediocridad, sino para el heroísmo, para el amor heroico, no tibio sino ardiente. A eso hemos venido a la Resistencia, a la última trinchera anti liberal, y si no es para amar a Dios hasta el extremo, ¿a qué hemos venido?


“Mi vocación es el amor” decía Santa Teresa del Niño Jesús, y se refería al amor sacrificado, combativo, sufrido, esforzado, heroico; que Dios infunde en los corazones de los que se entregan de veras a Él. Hemos sido creados por el Amor para amar. Nuestra común vocación es el heroísmo, no la mediocridad, no la comodidad, no la paz según mundo. Si no vemos claro esto, estamos bastante ciegos. Los que se enrolaban en las filas cristeras estaban dispuestos a perder y a quitar la vida por Cristo. Esos sí sabían lo que es amar a Dios. El hombre moderno, envenenado, en mayor o menor medida, con esa sodomía espiritual que es el liberalismo, se ha hecho incapaz del amor heroico. Por haberse multiplicado la maldad, la caridad de muchos se enfriará, pero el que persevere hasta el fin, ese se salvará (Mt 24, 12 - 13).

“Sin Mí nada podéis hacer”, dice N. Señor en otro lugar. ¿Cómo llegaremos a amar hasta el extremo, nosotros, pobres y débiles pecadores? Pues abriendo la mala tierra de nuestras almas a las semillas pequeñas de Dios, a las virtudes despreciadas y ocultas, que son en realidad las más grandes y gloriosas a los ojos de Dios.

Los que buscan servir a Dios por medio de acciones espectaculares a los ojos de los hombres, no van por camino recto. El camino recto y verdadero de todas las almas que realmente pertenecen a Cristo, es el de la paciencia, del temor de Dios, de la mansedumbre, de la misericordia, de la piedad, de la perseverante fidelidad al deber de estado, de la castidad, de la modestia, de la penitencia, de la obediencia. Se puede decir que el verdadero camino de Dios es, ante todo, sobre todo y en todo, el de la humildad.

Y Cristo vino a destruir toda soberbia y a enseñarnos la humildad con palabras y ejemplos, como en el episodio que la Iglesia recuerda hoy. El Verbo encarnado, Dios Hijo, Nuestro Señor, el que es Creador, Dueño y Rey del Universo, no sólo tomó la condición de siervo, sino que se hizo servidor de los siervos: "Se levantó de la cena y depuso las vestiduras, y tomando un paño, se ciñó con él; después echó agua en una jofaina y empezó a lavar los pies de los discípulos". Consideremos cuánta humildad manifestó Él en esto y aprendamos a amar a Dios en la inmensa belleza de la despreciada humildad.

“Luego que les lavó los pies les dijo: ¿Sabéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien pues lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro he lavado vuestros pies, también vosotros debéis lavaros mutuamente los pies: os he dado el ejemplo, para que así como yo hice a vosotros, así también hagáis vosotros”.

Estimados hermanos: obedeceremos este mandato de Cristo, nos lavaremos los pies unos a otros, si nos esforzamos por tratarnos con caridad humilde, paciente, benigna, misericordiosa, mansa y afable.

¡Ánimo, almas de Cristo!, que si Dios nos manda tener tal extremo de caridad y tal extremo de humildad, es porque nos quiere dar esa caridad y esa humildad extremas. “Todo lo puedo en Aquél que me hace fuerte”, dice San Pablo. Si nos falta caridad y humildad es porque nos falta querer esa caridad y esa humildad.

Que Dios nos conceda amarlo hasta el fin y hasta el extremo por la intercesión del Corazón Inmaculado de la Madre de Dios, abismo casi infinito de humildad, lleno del ardentísimo fuego de la caridad.

¡Ave María Purísima!